Cerumen Mortis 🏚️🐺

(Escrito por Augusto Andra en el año 2023)

Endir y Joseph son unos chicos traviesos que les gusta ver a los animales pelear. Un día se topan con un sujeto que les propone capturar un perro para llevarlo a las peleas clandestinas, pero para capturarlo deberán entrar a una horrible y vieja casa del pueblo, una morada oscura y extrañamente cubierta por cerumen. ¿Qué encontrarán adentro?

ÍNDICE

El Sujeto de la otra Acera

Bajo un intenso sol al mediodía, dos enormes bachacos peleaban a muerte, clavándose sus tenazas en la cabeza, jalándose con fuerza en un intento de decapitarse uno al otro.

Dos niños traviesos, ―de unos once años de edad―, reían y gritaban emocionados al ver la pelea, apostaban chocolates por el ganador, aun sabiendo que esos chocolates estaban más derretidos que un chicle en el asfalto.

―¡Vamos, vamos! ―gritaba Endir―. El mío va a ganar.

―¡Que va! ―decía Joseph―. El mío es más fuerte ―señalaba con el dedo.

La bulla de los niños era escandalosa, aun así, ni el sonido de los gritos interrumpía el instinto asesino de dos insectos tratando de sobrevivir por defender sus vidas.

En una de esas palabrerías que lo niños en su juego gritaban, la madre de Endir los vio del otro lado de una cerca de madera.

―¡¿Otra vez con esos juegos?! ―gritó la madre enfurecida.

Joseph también se asustó y pateó el suelo levantando una pantalla de arena que le cayó encima a los pobres bachacos. Ambos se pararon de golpe alineándose al lado del otro para tapar la evidencia.

―No crean que no los vi ―decía la madre señalándolos―. Esos no son juegos, por más pequeñitas que sean esas hormigas son animales. Eso es crueldad, Dios los va a castigar un día de estos ―seguía regañándolos.

―Ma… ya… ―Endir desviaba la mirada al suelo, no le gustaba ver a su madre de los ojos cuando lo reprendía.

―Cuando llegues a la casa te voy a dar un chancletazo. ―Lo amenazó―. Y tú, muchachito ―posó la mirada sobre Joseph―. Se lo voy a contar a tu papá también ―levantó los labios cerrando el regaño y se marchó parloteando.

Un silenció incómodo reinó por unos segundos, no se querían mirar. Debajo de sus pies, en el cúmulo de tierra que Joseph había pisoteado, uno de los bachacos se asomaba victorioso, le faltaba una antena.

―¿Ese era el tuyo o el mío? ―preguntó Endir.

―Qué más da… ―respondió Joseph.

Joseph apretó los puños y volvió a patear el suelo levantando la arena. El enojo que tenían no estaba justificado, de alguna manera sabían que estaban haciendo mal; ya los habían cachado antes organizando peleas de animales: con otros bachacos, unas lagartijas, pollitos ―tratando de imitar las peleas de gallos―, y hasta una vez agarraron un par de gatos e iguanas.

Lo peor del caso es que no se arrepentían de hacerlo, una maldad infantil e “inocente” dentro de sus cabecitas preadolescentes, les palpitaba el interés por ver a esos animales matándose. Su enojo iba más relacionado al hecho de ser regañados por ser descubiertos, que por sentirse mal por el maltrato que injustamente les hacían a esos pobres animales que corrían la mala suerte de topase con ellos.

Ps, ps ―chistó un sujeto al otro lado de la acera.

Ambos chicos se miraron con extrañez, voltearon la mirada en diferentes direcciones creyendo que el llamado no era para ellos.

―Sí, ustedes dos ―corroboró el sujeto señalándolos con la mirada, luego movió los dedos para que se acercaran.

Con un poco de precaución Joseph tomó un palo que había en el suelo, esperaron a que pasaran dos carros por la vía y cruzaron la calle.

―¿Qué quiere? ―preguntó Endir.

El sujeto no generaba mucha confianza, tenía la ropa rasgada, no como una moda, sino producto del desgaste. Tenía el cabello largo y aceitoso, con una barba corta mal cuidada, pero lo que menos agradaba a la vista era una peculiar cicatriz en su mejilla izquierda y una dentadura amarillenta, probablemente maloliente.

―Conozco un sitio donde organizan peleas de perros, es muy cerca de aquí ―señaló con el pulgar hacia detrás―. A ustedes les gustan las peleas de animales, ¿verdad? Los he visto por ahí jugando ―dijo el tipo, mostrando la desagradable sonrisa.

―Sabemos dónde queda, no nos dejan entrar porque somos menores ―respondió Joseph, agitando el palo.

―Yo los puedo hacer pasar, conozco al dueño del local. Le vendo cosas ―hizo como si fumase un porro invisible con sus dedos.

Los chicos volvieron a mirarse dubitativos.

―¿Cuál es el truco? ―preguntó Endir.

―Sí, ¿Por qué nos quieres llevar? ¿Eres un pedófilo o qué? ―Joseph lo señaló con el palo, un buen golpe quizá lo dejaría inconsciente.

―A mí me gustan las mujeres, mocoso de mierda. ―El tipo se movió tan rápido que sostuvo la punta del palo con fuerza.

Soltó el palo empujando unos centímetros a Joseph. El sujeto suspiró y sacó unos cigarrillos para encender uno.

―Los he visto atrapando iguanas y unos gatos, son buenos ―movió el cigarrillo generando unas estelas de humo que le taparon brevemente los ojos―. En las peleas de perros se gana buena plata, pero me hace falta un perro bravo, uno que tire a matar ―sopló con suavidad botando el humo de sus pulmones.

―¿Quieres que te atrapamos uno? ―dedujo Endir.

―Por aquí ya no hay perros, señor ―respondió Joseph.

―Oh, sí que hay… del otro lado del terreno, en la casa abandonada de la avenida 14 ―apuntó con el cigarro más allá de la cerca de madera―. Ahí se esconde un perro malo, da miedo de solo verlo, seguro ha matado a otros canes. Yo quiero ese ―mostró la sonrisa amarilla.

Ambos chicos volvieron a mirarse, el interés había sido sembrado, pero hasta unos niños curiosos y rebeldes como ellos sabían que no debían confiar en un extraño salido de la nada.

―Pues ni loco me acercaría a ese perro. ―Joseph desvió la mirada tratando de generar desinterés.

―¿Y qué ganamos nosotros si conseguimos el perro? ―preguntó Endir.

―Guita, plata, billete, billullo ―juntaba los dedos y los movía simulando tener dinero entre las manos.

―¿Cuánto? ―preguntó Joseph.

―No sé, todavía no tengo al perro ―desvió los ojos hacia arriba al hablar―. 20% de las ganancias en las primeras cinco peleas, ¿qué les parece? ―propuso hablando con el cigarrillo en los labios.

―¿Solo en las primeras cinco? ―preguntó Joseph en voz baja.

―50%, nosotros somos los que vamos a cazar al perro ―encaró Endir, dando un paso.

―Les doy 30% y los ayudó a entrar al galpón de mi amigo cuando les plazca. No ofrezco más ―dijo el tipo, frunciendo el ceño.

Nuevamente ambos chicos se miraron y cuchichearon entre ellos. El sujeto estaba perdiendo la paciencia.

―Está bien, pero hay un problema… ―decía Endir, apretando los labios con decepción.

―Es muy peligroso, viejo. ¿Cómo vamos a agarrar a ese perro sin que nos muerda? ―Joseph movió el palo como si fuese una espada de esgrima.

El sujeto se echó a reír, emitiendo un sonido rasposo acompañado de un apestoso mal aliento.

―Con esto. ―Se levantó la camisa en la parte de atrás, sacando una pistola. ―La tomó del sentido contrario y se la ofreció a Endir.

―Así lo vamos a matar… ―A Endir le dio miedo coger la pistola.

―No seas tonto, es una pistola de dardos tranquilizantes. Se la robé a los de la perrera, un solo tiro de estas y listo, el perro dormirá como un cachorrito. Lo amarran y me lo traen. ―El tipo se quedó mirando a Endir directo a los ojos, esperando una respuesta del chico―. Toma el arma, ¿Le van a entrar o no? ―agitó la pistola en la cara de Endir.

El chico miró a su amigo y de vuelta a la pistola. Tragó saliva y cogió el arma. Era más pesada de lo que pensaba.

―Escóndela por ahí en el terreno, que no te vean tus padres o nos meteremos en un lío. ―Le aconsejó.

―Oiga, señor… ¿Qué tan grande es ese perro? ―preguntó Joseph acercándosele.

―Oh es muy grande, pero es presa fácil, está medio ciego, lo pueden sorprender. ―Hizo un movimiento abriendo las manos con rapidez en la cara de Joseph.

El chico se incomodó al verle las uñas y dedos sucios,  retrocedió dando un saltito hacia atrás.

Entre tanto el sujeto y Joseph hablaban, Endir guardaba el arma en su mochila. Estaba asustado, nunca había visto un arma de cerca en toda su vida, aun si fuese un arma con balas tranquilizantes. La situación no lo convencía del todo, sin embargo, el resultado final: entrar en las competitivas e ilícitas peleas de perros, le hacía sonreír con una mueca de satisfacción.

―Cuando ya tengan el perro, llévenlo al terrero. Los estaré esperando en mi carro. ¿Qué les parece a eso de la medianoche? ―preguntó, a pesar de que sonara más bien como una orden.

Apretando los labios, los chicos asintieron con la cabeza aceptando el trato. El tipo les sonrió con la amarillenta dentadura y se fue caminando en dirección contraria.

La Casa Abandonada

Faltando diez minutos para las once de la noche, Endir y Joseph, ―en sus respectivas casas―, se preparaban para la improvisada cacería.

Se les había ocurrido coger un montón de revistas y periódicos de buena calidad, ―algunos de sus madres y otros de sus padres―, y enrollarlos alrededor de sus brazos y piernas, tratando de emular una especie de protección o armadura en caso de que aquel rabioso can les saltase encima para morderlos. Para protegerse el resto del cuerpo, Endir cogió una coquilla de su hermano ―jugador de baseball―, para protegerse los genitales; ambos pegaron más revistas en su pecho y costillas, colocándose encima unas chaquetas de cuerpo apretadas. Por último, Endir se puso también un casco protector de su hermano y Joseph una máscara de soldador de su papá.

Cuando hubo pasada las once, los chicos se escabulleron sigilosamente de sus casas, pasando por el terreno para encontrarse del otro lado de la acera.

Sin decirse una sola palabra, ambos se miraron con determinada decisión, sin burlarse del aparatoso aspecto que tenían esa oscura noche.

El cielo estaba especialmente negro y gris, las nubes cubrían la poca luz de las estrellas y apenas unos rayitos de luz de una luna llena, se filtraban de a poco por los agujeros que el viento perforaba en los nubarrones.

―¿Trajiste la linterna? La mía no tenía pilas ―preguntó Endir.

De su bolso, Joseph sacó una enorme linterna industrial de mano, parecía una pistola con un enorme foco de luz en vez de cañón.

―Genial, ¿verdad? Es de mi papá ―dijo, luciendo la linterna para fanfarronear.

Guiados por el camino de la acera, caminaron con paso firme en dirección a la casa abandonada en la avenida 14. Luego después de divisar varias casas al final de la vía, cuando la carretera y la acera se iban desvaneciendo en el terrero árido de un casi abandono de la civilización, vieron la morada abandonada. La enorme casa de madera vieja y colores amarillentos, sucios y corroídos, se posaba ante su mirada como el castillo hechizado de un cuento de hadas terrorífico.

Por un instante, la luna llena iluminó el pórtico de la casa, un umbral que alguna vez fue bonito, pero que ahora parecía la entrada a una noche pesadillezca. Los tres escalones de la entrada parecían endebles, la madera crujía tan solo con el soplar del viento, ―tenía muchas telarañas e insectos―, una rara resina amarillenta cubría las paredes, como si un bonito barniz o pintura antiguo de mala calidad, hubiese envejecido de mala manera, cubriendo la casa con un abominable y desagradable bálsamo de grasa coagulada y seca.

Al acercase, Joseph tocó las paredes con sus uñas, despegando trocitos de la pared como si fueran los retos de una vela amarilla.

―Que asqueroso, deja eso… ―comentó Endir.

―Y huele horrible, mira. ―Joseph acercó el dedo sucio a la nariz de Endir y este lo empujó.

―No voy a oler esa mierda, asqueroso. ―Se fatigaba incluso sin oler los retazos de pared.

Joseph disimuló la risa y se limpió los dedos con la parte de detrás de las rodillas de su pantalón.

La puerta estaba menos sucia, Endir pensaba en cómo no se le había corrido la idea de traerse unos guantes. Intentó girar el picaporte de la puerta sin hacer mucho ruido, estaba por completo cerrada. Joseph iluminó con la linterna la perilla, ambos vieron que tenía pasado varios pestillos del otro lado.

―Lo suponía ―dijo Endir.

―Ni modo, supongo que el perro debe entrar por la parte de atrás ―señaló Joseph, iluminando el camino para rodear la casa.

Cuando llegaron del otro lado, Joseph alumbró la puerta trasera, había un agujero enorme destrozando la entrada posterior, como si algo la hubiese demolido.

A Endir le recorrió una gota de sudor por la frente, ―tragó saliva―, señalándole con la mirada a su amigo para que se adelantara e iluminara mejor. Sacando el arma, Endir caminó sigilosamente detrás de Joseph, el cual se acercaba con lentitud pisando las escaleras del pórtico trasero.

―¿Qué haces? ―preguntó Joseph―. Ponte en frente, tú tienes la pistola, idiota. ―Le reclamó.

―No me llames idiota, idiota ―reprochaba, aguantándose el temor.

Al acercarse nuevamente posó la mano en la manija de la puerta, no estaba cerrada y suavemente el pequeño empujón del chico la abrió. El viento hizo el trabajo por él y el portazo golpeó la madera con la pared de la entrada.

―¿Qué hiciste? El perro nos va a escuchar ―Se quejaba Joseph en voz baja.

―Fue el viento, idiota. Seguro suena todas las noches. ―Endir le golpeó el hombro a Joseph para callarlo.

Entrando con pasos delicados en el umbral de la casa, los chicos se movían con sumo cuidado, intentando hacer el menor ruido posible, ―lo cuál era casi imposible―, con cada paso que daban, la madera vieja crujía como si la casa estuviese a punto de colapsarse en cualquier momento.

La linterna de Joseph les hacía el camino más fácil. Cada rincón oscuro era enfocado por la luz, distinguían el polvo flotando en el aire, los grumos sucios y amarillentos en las paredes, muchas telarañas guindando en las esquinas, y percibían de a poco, un desagradable olor el cual no lograban identificar.

Al acercarse más a los objetos y adornos de la casa, notaban que el mismo grumo amarillo apestoso cubría en gran parte la mayoría de las cosas. Joseph tocó una lámpara, sacándole otro pedazo de cera condensada.

Al cruzar un pasillo, se vieron de frente con una enorme sala de estar con muchos muebles; un piano antiguo de madera oscura, repisas vacías, un largo sofá polvoriento y unas mesitas acomodadas con adornitos encima, todos de igual manera sucios y casi cubiertos por esa asquerosa mugre amarilla.

―¿Por qué todo tendrá esa cosa rara encima? ―preguntaba Endir, apuntando con la pistola.

―Qué sé yo… ―respondió Joseph, asqueado―. Se ve raro, mejor vámonos. ¿Y si es algo tóxico? Quizá por eso abandonaron la casa, ¿no crees? ―cuestionaba asustado.

Algo se movió entre las sombras y escucharon un ruido en dirección de la cocina. Un par de platos y cubiertos moviéndose, unos pies arrastrándose con dificultad con unas pantuflas gruesas.

―Apunta ahí. ―Le señaló Endir a Joseph.

La luz de la linterna recorrió la sala hasta la puerta de la cocina. No había puerta, solo un marco desgastado y una inmensa oscuridad que ni la luz de Joseph podía vislumbrar desde la distancia donde estaban.

Sin embargo, ellos no se movieron, definitivamente sentían que algo se movía del otro lado, algo lento y torpe. Joseph no dejaba de iluminar, la luz temblaba.

Aun iluminando con intensidad, no distinguieron del todo algo que se asomaba al borde del marco de la puerta. Una mancha amarillenta oscura y plegada que se movía con dificultad por la madera como si fuera una oruga.

―¿Qué es eso…? ―preguntaba Endir, tenía el arma apuntada a lo que fuese que estaban viendo.

―Qué sé yo… ―respondió Joseph, apretando los dientes.

La cosa se movió más, hasta que lograron distar lo que veían, comprendiendo de qué se trataba. Eso que caminaba lentamente por el marco de madera, no era más que una mano anciana y arrugada; un par de dedos gruesos muy dañados por el paso del tiempo, con las uñas largas y llenas de ese cerumen asqueroso que había por todas partes.

―¿Quién anda ahí? ―habló Endir alzando la voz.

Agua… ―dijo una voz seca y vieja.

―¿Agua? ―curioseó Joseph.

Agua ―volvió a decir la voz.

Un movimiento torpe y desesperado hizo resbalar la mano que apretaba el marco de la puerta. Una anciana se iluminó en la luz y se desplomó en el suelo, levantando una nube de polvo.

―¡Señora! ―gritó Endir preocupado y corrió a socorrer a la anciana.

El chico se agachó para levantarla, apoyándola en la pared. Joseph fue detrás de él, ―sin dejar de iluminar a la señora―. Seguía nervioso, el aspecto de la mujer no le daba buena espina; probablemente Endir no la había detallado tanto, ―era un chico que le gustaba ayudar a los mayores―, y por eso no se percataba de lo que Joseph a distancia ya había visto.

―Endir, hay que irnos ―tartamudeó Joseph.

―No podemos dejarla aquí, hay que llevarla a un hospital. ―Se volteó para hablar con su amigo―. Si la llevamos van a descubrir que vinimos para acá…―Se decía a sí mismo―. Ya sé, después de agarrar al perro, dejamos a la señora en una casa y tocamos el timbre para que la vean y huimos, plan perfec… ―dejó de hablar al ver la cara asustada de su amigo―. ¿Estás bien? ―Se preocupó.

Joseph señalaba a la anciana, no dejaba de iluminarla. La curiosidad invadió a Endir y volteó lentamente volviendo a ver a la anciana de pies a cabeza.

La espantosa mujer estaba completamente desnuda, tenía un cuerpo extraño, un color entre pálido y amarillento. Algunas partes de su cuerpo presentaban hinchazón, su barriga estaba gruesa y gorda con venas gruesas marcadas, dedos gordos al igual que los pies, también su cuello mostraba un grosor anormal. Pese a eso, sus extremidades eran delgada y raquíticas, sus brazos y piernas eran tan flacos que entendía porque se había caído. Sus senos viejos le colgaban como bolsas de agua, venosos y sucios. La expresión de su cara estaba ausente en su mirada, tenía los ojos cubiertos por una película blanca y amarillenta, tampoco tenía cabello y le faltaban los dientes.

―Oh mierda… ―expresó Endir al ver a la anciana.

―No, mira eso, Endir. ―Joseph señaló las orejas de la anciana.

Como si fuera un volcán de cerumen, las orejas de la anciana habían vomitado una cascada de cera del oído tan abundante, que pareciese que hubiesen derramado encima de ella un balde de espelma de vela de un color amarillo anaranjado.

―Pero qué… ―calló Endir con nervios e incredulidad.

―Te lo dije… Aquí hay algo raro, eso parece contagioso, hay que irnos. Dejémosla aquí… ―trataba de solucionar.

Pasaron mil cosas por su cabeza, Endir se atemorizó, pero no quería sentirse como un cobarde al huir sin siquiera haber visto al perro en la casa abandonada.

―¿Tienes agua? ―Le preguntó a Joseph.

―¿Quieres darle mi agua? ―Joseph se enojó un poco y aun así sacó una botella de agua mineral de su bolso.

Quejándose entre dientes, sostuvo la botella de plástico por la parte de abajo para ofrecerle un poco a la anciana. También se tapaba la nariz y la boca con un paño que había sacado del bolso.

―Joseph, tengo un plan ―mencionó Endir―. Saquemos a la señora al pórtico, volvemos a buscar al perro y de salida llamamos a la policía o a una ambulancia para que recoja a la abuelita ―contaba su idea.

―Si los llamamos nos van a atrapar, idiota. ―Le respondió su amigo.

―Llamamos de forma anónima, lo he visto en las películas ―contestó Endir con mucha seguridad.

―Ah… está bien ―suspiró Joseph, dejándole la botella a la anciana.

Entre ambos, levantaron a la señora del suelo, Endir por los hombros y Joseph por las piernas. A pesar de que era más pesada de lo que pensaban, esquivando muebles y tropezando por el pasillo, lograron sacarla de la casa para dejarla arrecostada en el pórtico trasero.

Los niños volvieron a entrar a su encrucijada búsqueda del perro, entretanto la anciana observaba el cielo nocturno y la enorme luna llena, agradeciendo ese gesto de amabilidad infantil.

La Bestia de Cera

De vuelta a la casa, los chicos se tomaron el tiempo de revisar la planta baja, no había ni rastro de un perro por ahí.

―¿Se habrá equivocado ese sujeto? Aquí ni siquiera huele a perro, solo apesta a esa cosa de las paredes. ―Se quejaba Joseph.

―Busquemos arriba ―sugirió Endir, observando la empinada escalera de madera, que doblaba en una esquina para seguir subiendo.

Uno al lado del otro, pisaron al mismo tiempo el primer escalón, ―la madera crujía con cada paso―, se sentían pesados al caminar, por alguna razón ambos pensaron que caminar en puntitas aligerarían su peso al pisar las escaleras.

La segunda plata era igual a la de abajo, no había nada fuera de lo común que no hubiesen visto, más objetos y adornos cubiertos por la cera amarilla, más habitaciones vacías, ―o cerradas―, y armarios dañados abiertos de par en par, con algunos rastros de ropa sucia en el suelo.

Algo captó la curiosidad de Joseph, su linterna había iluminado el marco de una puerta, allí algo había arrancado las bisagras rompiendo la puerta. Al acercarse vio que el enorme trozo de madera estaba en el suelo y cuando iluminó la puerta, una punzada en el corazón le aceleró los latidos infundiendo un miedo que pronto le contagiaría a su compañero.

―Endir… creo que es aquí ―señaló asustado.

Endir se acercó mirando la luz de la linterna, vio los zarpazos en la pared y en la puerta del suelo.

―Sí… tiene que ser esta habitación ―contestó luego de tragar saliva, nervioso.

Ambos entraron con cuidado, Joseph iluminaba con la mano temblorosa. Endir con el arma levantada apuntaba a todas direcciones por si acaso aparecía el enorme perro.  

La habitación no solo apestaba al cerumen, un pútrido olor se mezclaba en el aire, como si hubiesen cocinado una sopa con restos de tripas y sangre.

―Mira ahí ―volvió a señalar Joseph, iluminando el suelo.

En la esquina de la habitación, luego de un rastro horripilante de sangre seca con retazos de carne podrida, había una montañita de huesos acumulados. Huesos de varias formas y tamaños, unos limpios, otros sucios y muchos rotos.

―¿Esos… son buenos de personas? ―preguntó Joseph, tenía ganas de irse.

―Claro que no… tonto. Son de animales grandes, como de puercos y vacas… ¿verdad? ―Se preguntó a sí mismo, con el mismo tono nervioso de su amigo.

Sin notarlo, Joseph dio unos pasos alumbrando con más detalle la montaña de huesos, había captado su curiosa y morbosa atención. Al tropezar con un largo hueso en el suelo, la montaña tambaleó y algo cayó de la cima sonando en el suelo, para dar un par de vueltas antes de posarse sobre los pies de Endir.

Un frío le recorrió la espalda a Endir, cuando aquello lo tocó y giró para mirarlo de vuelta. Era un perfecto cráneo humano, ―un tanto pequeño―, probablemente el de un niño igual que ellos.

Endir bajó el arma y casi se orina encima. ¿Dónde se habían metido?

―Endir, vámonos de… ―Joseph de repente calló.

Sus gestos y mirada enmudecieron como si hubiese visto al más terrorífico de todos los fantasmas. Estando frente a Endir iluminando a su amigo, divisaba lo que se aproximaba a su espalda. Se le había helado la sangre a tal punto que hasta su mirada se detuvo y el sudor se le secó.

Endir detectó el horror en la mirada de su amigo, luego sintió la presencia detrás de él. Algo muy alto se acercaba con pasos casi imperceptibles, pero con diminutos jadeos que revelaban su ansiosa respiración hambrienta y carnívora.

Sacando valentía de quién sabe dónde, Endir se giró levantando la pistola. Pero lo que vio de frente, lo aterrorizó tanto, ―porque no lo entendía―, que no pudo apretar el gatillo del arma.

Estaba seguro que apuntaría con certeza al perro, lo tranquilizaría de un dardazo y recordarían ese susto como una anécdota tonta y divertida. Sin embargo, eso que estaba frente a él, mucho más alto que un perro, sobrepasando la altura de Endir y Joseph, ―aunque canino―, se alejaba mucho a lo que ellos conocían como un perro, se veía y erguía más como una persona.

Era tan alto como un adulto, delgado y raquítico, velludo de la cabeza hasta los pies, tenía las patas curvas y garras largas en los pies y en las manos, su pelaje era de un negro oscuro, con algunos retazos grises. Lo más raro y hasta asqueroso era su suciedad, desde sus orejas largas brotaba cerumen amarillento, se iba derramando por todo su cuerpo, cubriendo gran parte de su pelaje con manchones tiesos de costras duras de color amarillo que con la luz se veían también de un anaranjado oscuro. Con su hocico respiraba con fuerza, olfateando a los niños; la mirada del canino era vacía, distante y distraída.

Joseph lo observaba apuntándolo con la luz desde su distancia, el reflejo del foco rebotaba en los ojos de la bestia, no pestañaba ni rebuscaba con la vista. Entonces recordó, ―debido a sus constantes olfateos―, que ese monstruo frente a ellos era ciego.

―Endir… dispara ―rogaba Joseph, hablándole en voz baja.

Pero el chico no se movía, además de asustado y meado en los pantalones, él había visto esa clase de monstruos en las películas, moverse no estaba ni cerca en sus planes ante la bestia.

El hocico del monstruo siguió olfateando frente a Endir. Le olió el hombro y el cuello, su nariz húmeda le tocaba la piel, produciéndole un escalofrío que lo paralizaba aún más, haciéndole sudar a cántaros.

Cerrando los ojos y aguantando la respiración, el chico pensó que su inocente método alejaría a la criatura. Pero cuando este canino abrió las fauces, ―un bufido y espantoso hedor―, mezclado con saliva putrefacta y cerumen, salió de su boca fatigando la nariz de Endir, reveló su presencia.

Sin evitarlo, el estómago se le revolvió y le dieron arcadas. Un leve tosido sin querer lo delató.

La bestia levantó las orejas alerta, con un rápido y feroz movimiento, los amarillentos y filosos colmillos se clavaron en el brazo izquierdo de Endir.

El grito del chico retumbó en toda la casa, chirriando las paredes y el suelo. El monstruo agitó a Endir de un lado a otro, ―aunque fuertes sus fauces―, la capa de revistas gruesas que los chicos se habían puesto debajo de la ropa, era eficaz para no atravesarle la piel, pero no lo suficiente para evitar triturarle los huesos o dislocarlos.

Rindiéndose, la bestia arrojó a Endir contra la pared. A pesar de sentir un dolor como jamás lo había sentido antes, el chico no había soltado la pistola en su otra mano. Levantó el arma apuntando al enorme canino, ―que se había puesto en cuatro patas―, y al apretar el gatillo, un decepcionante horror lo atrapó de golpe, decepcionándolo de tal manera que vio pasar su vida ante a sus ojos.

La pistola era tan real, que ninguno de ellos dos se había percatado de unos detalles triquiñuelos en el arma. Cuando Endir apretó el gatillo, ningún dardo salió disparado, sino un chorrito fuerte de agua que le salpicó la cara al monstruo enojándolo aún más.

El monstro arqueó las piernas e inclino la espalda, de un salto se abalanzó sobre Endir. El suelo de la casa era tan endeble y viejo, que al caer, la madera se partió abriendo un agujero por el que ambos cayeron a la primera planta, en un estruendoso desastre que levantó una enorme nube de polvo que no le dejó ver nada a Joseph.

Cerumen Mortífero

―¡Endir! ―corrió hacia el agujero, pero se detuvo de golpe―. ¡Endir! ―volvió a gritar moviendo la linterna.

Escuchó unos ruidos debajo, escombros moviéndose y madera desquebrajándose, luego un implacable silencio que a lo lejos era interrumpido por el pisar de unas patas con garras.

Un ataque de pánico se apoderó de Joseph, se llevó las manos en la cabeza en una cascada de pensamientos atroces, imaginándose lo que esa bestia haría con su amigo Endir y lo que probablemente haría con él cuando volviera. Cerró los ojos y se golpeó la cara varias veces. Corrió hasta la ventana buscando una manera para escapar sin cruzarse de nuevo con el monstruo. Al correr las sucia y agujeradas cortinas comidas por los insectos, se topó con una hilera de tablas de madera clavadas en la ventana, apenas y unos rayitos de luz de luna se filtraban por las rendijas. Haciendo uso de su poca fuerza de niño, Joseph intentó remover las tablas de madera sin mucho éxito, los clavos eran demasiado grandes y gruesos para retirarlo con fuerza bruta.

Estaba al borde de la desesperación, si quería sobrevivir tendría que salir de la habitación, cruzar los pasillos y rezar porque la criatura no lo encontrase antes de llegar al pórtico del patio trasero. Era casi una misión suicida, pero si se quedaba ahí, la bestia volvería y por lo menos Joseph tendría la satisfacción de haber intentado escapar.

Vio la puerta abierta, su luz seguía alumbrando, ―tenía batería de sobra―. En el momento que dio los primeros pasos acumulando su valor y agallas, Joseph escuchó algo diferente en la parte de abajo, una voz, la voz de una persona.

―¡Chicos! ¿Están aquí? ―gritó la voz de un hombre.

―El sujeto de la acera ―pensó Joseph, vislumbrando un rayo de esperanza―. ¡Aquí, señor! ―gritó casi desgarrándose la garganta―. ¡Estoy arriba! Mi amigo… mi amigo, no sé si está herido o muerto… ¡Ayúdenos! ―suplicaba con desespero.

Pasaron unos segundos hasta que el hombre respondió.

―Ven abajo, niño. No hagas ruido. ―Le ordenó―. No te preocupes, tengo un arma. ―Le aseguró.

Olvidando la treta que les había hecho con el arma falsa, el miedo de Joseph nubló su juicio confiando perpetuamente en el hombre. A pesar de que un sujeto sucio, drogadicto y de mal aspecto, quizá se hubiese equivocado dándoles el arma incorrecta, era la única esperanza que tenía de sobrevivir. No era un adulto competente, pero en un atisbo de astucia, si esa bestia volvía a aparecer, Joseph tenía planeado empujar al sujeto como distracción para huir despavorido.

―Puedes hacerlo, puedes hacerlo. ―Se repetía a sí mismo.

Atravesó el umbral de la puerta, el pasillo seguía igual de solo y sucio, no había señales del monstruo. Joseph caminaba en puntillas, pisando con el más mínimo esfuerzo sin generar mucho ruido. Cuando cruzó el pasillo se detuvo de golpe, la luz apuntó algo en el suelo; la mochila de Endir estaba frente a una puerta abierta, ¿Cómo era posible? Endir había caído con el monstruo a la planta baja.

Joseph caminó un poco más, arrastrando los pies sin levantarlos mucho. Con cada paso se aproximaba a la habitación, cada rincón de ese sector de la casa se iluminaba de una forma extraña y refractante; aquel cerumen amarillento era más cristalino, más vidrioso que en el resto de la casa, en el suelo y el techo se dibujaban pequeñas estalactitas y estalagmitas.

El chico tomó la mochila de su amigo y se la puso en el pecho, por lo menos le serviría de protección si aquel can lo intentara morder.

Por un segundo la curiosidad lo invadió, ¿podría estar Endir del otro lado? Con sigilo se deslizó por la puerta, el suelo era resbaladizo como recién pulido.

Cuando levantó la luz, vio algo fuera de lo normal, asqueroso y hermoso a la vez. Unas formaciones cristalinas de cerumen, con oblicuas formas pegadas en las paredes de las que rebotaba la luz, formando iluminaciones anaranjadas muy bonitas, pero al mismo tiempo perturbadoras. Las formaciones circulares eran grandes y pequeñas, unas de tamaño de personas, otras más pequeñas como del radio de un balón de futbol.

Y entonces lo vio, en la última “esfera”, ―recién hecha―, con pedazos calientes que caían al suelo, formando una especie de capullo de cerumen; su amigo Endir yacía inconsciente pegado a la pared.

―Endir… ―pronunció en voz baja.

Se acercó a su amigo, no sabía qué hacer, la cera pegada a él se sentía caliente como una vela. El resto estaba cristalizado y no tenía nada a la mano para despegarlo.

Algo cayó del techo detrás de Joseph, instintivamente giró apuntando con la luz y el foco reflejó los ojos de la bestia como dos brillantes espejos en el umbral oscuro a su alrededor.

 El monstruo era horripilante, tan aterrador y peligroso como esas películas nocturnas donde la luna llena, convertía en licántropo a un desgraciado hombre mordido por un lobo. Pero la criatura frente a él era peor, no solo espeluznante y amenazadora, cruzaba esa línea entre lo espantoso a lo asqueroso. Su cuerpo estaba tan sucio y manchado de cerumen, que con la luz de la linterna encima, parecía que su propio pelaje estuviera hecho del hediondo y viscoso material.

En posición de ataque, la bestia olisqueaba el miedo de Joseph, estaba temblado de pavor. Había sido un tonto al entrar en ese cuarto, ahora no tenía escapatoria.

De repente, el monstruo comenzó a hacer un sonido extraño con su garganta, como si regurgitara su última cena. Una flema se le acumulaba en la tráquea, hinchándole el cuello como una bola con venas gruesas y palpitantes. Levantando el cuello, el gargajo subía por el pescuezo posándose en su hocico y con un ladrido que paralizó a Joseph, el chico solo vio un enorme escupitajo mucoso y amarillento que le cayó en la cara.

El impacto lo desmayó de lleno. Lo último que logró ver fue a la bestia acercándose para arrastrarlo.

 

Joseph estaba entumecido, adolorido y con una jaqueca que le retumbaba la sien. No entendía si no tenía fuerzas para moverse o si estaba aprisionado en algo.

Cuando abrió los ojos su vista estaba nublada, había luz en alguna parte, pero una capa gruesa y cristalina le cubría el rostro de arriba a abajo. Estaba tieso e incómodo, por más que lo intentara no podía moverse. También le costaba respirar, había deducido que estaba cubierto de cerumen al igual que Endir, por lo que su desesperada posición le aceleró el pulso y la respiración, ahogándolo en un desesperado intento de zafarse o romper el cristal de cera.

A través de la cera veía una luz amarillenta, no era la luz de su linterna, podía ver que se trataba de una vela, el fuego se movía con delicadeza. Entonces vio una sombra moverse en la habitación, algo alto que caminaba y tocaba la cera. No podía escuchar del todo, tenía cera también en las orejas.

De repente, la sombra se aproximó a él, golpeó la cera de su rostro con fuerza, arrancando un pedazo grueso. Poco a poco el cerumen cristalino comenzaba a caer, la mitad de su máscara de cera cayó, dejando su nariz y uno de sus ojos expuestos, ayudándolo a respirar.

―Ah, sigues vivo ―dijo el sujeto de la acera.

Era un alivio para Joseph, el hombre raro lo había encontrado. Con una cuchara clavaba el metal despegando más partes de la cera, le estaba quitando un pedazo profundo en las orejas.

―Ustedes son unos chicos valientes. Me alegran que hayan venido. Coraje hasta en los huesos, como buenos hombres ―decía el sujeto, entretanto despegaba más partes de la cara de Joseph.

La mirada atrapada de Joseph volvió a tambalear de miedo. El sujeto usaba la cuchara sin sentir que, ―de nuevo―, el monstruo lentamente se aproximaba por su espalda.

Joseph movía la cara e intentaba gritar, pero todavía tenía cerumen en su boca, tapándolo como manos gruesas que lo apretaban a la fuerza.

Cuando vio que la bestia abrió las fauces al costado del cuello del sujeto, Joseph había dado por terminado su vida y la de los demás. Pero, para su sorpresa, una rabia combinada con una amarga decepción le quitó parte del miedo, cuando vio que la criatura no mordió al sujeto, sino que más bien, le lamió la mejilla de manera cariñosa.

―Sí, yo también te quiero ―respondió el sujeto ante el cariño de la bestia.

El tipo le sobó el pelaje sucio y le rascó la barbilla.

―Te he dicho que no los cubras por completos o se van a ahogar. Si se mueren rápido la carne se les entumece. ―Le regañó agarrando al monstruo por las orejas.

El chico comenzó a llorar de impotencia, todo ese teatro en la acera había sido un mero engaño para traerlos ahí. Se daba cuenta tarde, demasiado tarde.

―No llores, niño. Así es la vida, te paga con la misma moneda ―dijo, dándole unas palmadas suaves en la mejilla―. Han sido muy cruel con los animales y eso no me gusta, seguro nadie los va a extrañar… Además, tenía que alimentar a mi madre, ya no hay muchos perros en el pueblo y ustedes espantan a todos los animales ―volvía a acariciar a la criatura sucia.

El cerumen de la bestia caía al suelo como una lluvia amarillenta de nieve.

―Mamá, puedes comerte a este primero que sigue fresco… Al otro tendré que cocinarlo, el pobre se asfixió ―soltó una risita sucia.

De su pantalón sacó la pistola que le había dado a Endir, la giró en su mano y se rio con una risa ahogada, disparando el agua.

―Y que dardos tranquilizantes. ―Se mofó de ellos guardando el arma.

El sujeto se fue de la habitación, dejando al pobre y atrapado Joseph con la hambrienta bestia, que saboreaba su cena, pasando su lengua entre sus amarillentos dientes, antes de hincarlos en su presa.

FIN

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