(Escrito por Augusto Andra en el año 2025)
En el tormentoso camino adentrándose en las profundidades de un túnel, al final de la ruta, una chica tiene un escalofriante encuentro con lo que parece ser el espíritu de un monstruoso tiburón, que navega entre los árboles del bosque y la asecha como su presa.
Las llantas del auto raspaban el asfalto en tanto aumentaba la velocidad, era una carretera fina y sin baches, ―los letreros le habían advertido que tuviese cuidado más adelante―. No era que a Morgane Tsoi le gustase la velocidad, más bien su mente estaba desinhibida, aislada en sus recónditos pensamientos de una ruptura en la que ella sabía que había tenido la culpa, pero no se había tomado la molestia en excusar o remediar. Ahora se arrepentía, ―ahogando su ira y frustración al pisar el acelerador―, sabiendo que pronto se aproximaría al bosque en las montañas y tendría que disminuir la prisa.
Desde lejos, enormes nubarrones de un gris oscuro, anticipaban que se avecinaba un monzón. Morgane no pensaba en nada más que repetir la última discusión en su cabeza, como un loop infinito de remordimientos que le apuñalaba el corazón, ―con la aguda y sarcástica voz―, de la que ahora tendría que llamar exnovia.
Incluso a esa distancia de la carretera, los truenos resonaban penetrando la paredes del auto, interrumpiendo el sonido, ―a todo volumen―, que la ensordecedora música, ―heavy metal―, vociferaba en los parlantes, tratando de distraer a Morgane de sus pensamientos, ―y que más bien―, el sonido constante y abrupto, solo la hacía enojar más.
Limpiándose las lágrimas con el reverso de sus manos, se percató del oscuro cielo tormentoso y fue cuando apenas se dio cuenta, que ni siquiera sabía a dónde se estaba dirigiendo. En su arranque de locura iracunda, simplemente había subido a su Camaro rojo, ―después de arreglar ciertos asuntos―, y encendió el motor para perderse en la lejanía de la carretera, ―lejos de la ciudad―, lejos de cualquier cosa que le hiciese recordar a Sheila.
A esas alturas de la carretera, Morgane estaba perdida, ―no le importaba―. Quería seguir conduciendo hasta la próxima estación de gasolina, ―comer algo e ir al baño―, recargar combustible y seguir recorriendo el camino hasta el próximo pueblo o ciudad. Quería perderse por un tiempo.
Algunas gotas comenzaron a caer en le parabrisa, los hilos de agua que se esparcía por el vidrio, ―soplados por el viento de la velocidad―, la tranquilizaban de a poco. Morgane respiraba profundamente, disminuyendo la fuerza y el arranque del motor, al poco a poco acercarse al bosque de las montañas.
De repente, como un chasquido o estornudo monstruoso de la naturaleza, un chaparrón de agua cayó desde el cielo dificultándole la vista. El limpiaparabrisas no daba abasto para remover el agua, las potentes luces iluminaban el asfalto, ―a penas unos pocos metros―, como si de pronto en plena primavera, le hubiese caído encima una manta nocturna invernal, arropando la carretera de un infernal frío húmedo en una aparente noche espectral.
Adentrada en el bosque, los inmensos matorrales de picos puntiagudos y frondosos tapaban aun más el cielo, oscureciendo el perímetro.
Morgane tuvo que disminuir abruptamente la velocidad, ―resbalando los neumáticos un poco―, pero recuperando el control al seguir avanzando. Se orilló más con el auto, al punto de que las ruedas raspaban la tierra próxima en el bosque; ―según la lógica de Morgane―, el contacto con la tierra estabilizaría el autor para ir más rápido en la lluvia.
En el instante en que giró la mirada a su derecha para asegurarse de estar en una distancia adecuada, ―para no llevarse por delante alguna raíz salida de un árbol―, percibió con el rabillo del ojo una enorme sombra a través de los árboles. Algo largo y gordo, como si un enorme submarino hubiese atravesado los árboles, tan rápido que hasta pensó en la descabellada idea de que podría ser alguna especie de Ovni escondido en el bosque… Sheila creía en esas cosas, le molestó pensar en ella de nuevo.
En el horizonte de la vía, vio que el camino se bifurcaba en dos rutas. No lo pensó mucho, tomó el de la derecha, sin percatarse de una serie de letreros de advertencia que decoraban de manera espeluznante el bordillo de la carretera. Con rudeza en el volante, esquivó los letreros sin leerlos, dio un corto vistazo con el retrovisor, ―viendo desde lejos―, como uno de los letreros parecía roto en una esquina, desgarrado y quebrado como si lo hubiese triturado una pinza con dientes de una grúa.
Al acercarse a la pared de la rocosa montaña, un túnel poco iluminado indicaba el cambio del camino. Su circunferencia era perfecta y axial, con un borde de rocas blancas y un aviso, ―que esta vez sí leyó―, aconsejando disminuir la velocidad por normativas y leyes de tránsito.
Adentrándose en el túnel, el limpiaparabrisas terminaba de limpiar el agua de la visión de Morgane. Por alguna razón la vía seguía resbaladiza, no entendía cómo el agua había llegado hasta ahí, no era una carretera empinada como para que el viento y la inclinación de la montaña arrastraran el agua de la tormenta hasta ahí; ―de hecho―, Morgane tenía la sensación de que la carretera del túnel iba un poco en ascenso.
Durante varios minutos, siguió recorriendo en línea recta el túnel, sus paredes no cambiaban, ―tenían un aspecto avejentado y mohoso―, muy húmedo con el techo verdoso y algunas luces parpadeando. Era un túnel largo, habían transcurrido ya tres canciones de unos cinco o seis minutos en su reproductor de audio y ni siquiera divisaba una luz que le indicase el final del túnel… ―El final del túnel―, una alegoría a la muerte y lo sobrenatural, otra cosa más que le recordaba a Sheila.
El túnel debía de tener un grave problema de filtración, a esas alturas del camino todavía había una gran cantidad de agua en la vía. Por si fuera poco, Morgane tenía la sensación de que el causal del agua aumentaba, ralentizando el auto como si estuviese manejando una lancha en contra de una corriente. Agregando la extraña sensación, ―imposible para su lógica―, de que ahora sentía como si el túnel estuviese descendiendo en picada, adentrándose al corazón de la montaña.
Por un instante, Morgane pensó en girar y retroceder media vuelta, estaba segura que nadie vendría por el otro lado, pero descartó la idea… Había recorrido mucho para devolverse, le recordaba una frase que repetía Sheila muy a menudo: «Nunca hay que echar para atrás, ni para coger impulso». Frase que siempre le causaba gracia, pero ahora que la recordaba y ella venía a su memoria por tercera vez, ―la atrapaba en su enojo―, concentrando su irritación en encontrar la salida del túnel.
Al fin se filtraba en el túnel la luz de la salida, a lo lejos un pequeño puntito blanco iluminado se hacía cada vez más grande cuando Morgane se acercaba. Tal luz indicaba que las nubes de la tormenta quizá se habían movido o disipado, ―tampoco se veía lluvia―, solo la línea del asfalto empapado y una hilera interminable de árboles del bosque, que se perdía en el horizonte.
Entrecerrando los ojos, Morgane adaptaba la vista a la luz que le revelaba la salida. Solo bastó un pestañeo para que el peligro se abalanzase sobre ella como un depredador, y literalmente un depredador voraz y hambriento era lo que la acechaba.
A su izquierda, justo en el preciso instante en el que su auto atravesaba el umbral del túnel, ―lo que reposaba alerta entre los árboles―, había salido disparado como un gigantesco torpedo hacía el auto. Como un reflejo, Morgane movió el volante deslizando el auto al otro lado, ―a través de su ventana―, solo pudo ver una enorme hilera de dientes filosos como cierra, en unas fauces tan hediondas y gigantes, que podrían ser las de un dinosaurio.
El auto casi choca contra un árbol, resbalando en la carretera mojada. Maniobrando con destreza, Morgane sostuvo el volante con firmeza, evitando el golpe derrapando en un giro que la dejó mirando de vuelta al túnel… Entonces vio de frente a esa cosa que la había atacado.
No lograba asimilar, ―o más bien comprender―, lo que sus ojos veían. Era algo… ilógico e imposible.
Los ojos de aquello, ―negros y acuosos―, de mirada vacía, ―casi ausente―, la observaban con una profundidad tan carnívora y sanguinaria, que Morgane se paralizó apretando el volante con todas sus fuerzas hasta que comenzaron a dolerse las manos.
¿Cómo era posible? El color gris azulado de su piel, resaltaba ante los rayos del sol que se colaban por las ramas de los árboles y, ―al mismo tiempo―, las sombras de los mismos, ensombrecían las aletas y su mirada.
Morgane no sabía mucho de la vida marina, pero de lo que sí estaba completamente segura, era que… Eso que la miraba desde la entrada del túnel… ¡Era un gigantesco tiburón!
Un monstruo marino que flotaba entre los árboles, como si estuviese nadando en profundas aguas invisibles en el bosque.
―Estoy alucinando… ―se dijo a sí misma para tratar de volver en sí.
Sus manos temblaron. Si era una ilusión, ¿por qué se sentía y veía tan real? Su mirada la paralizaba, la estaba cazando, el tiburón esperaba que el auto hiciera un movimiento o algún sonido para abalanzarse sobre Morgane.
Al detallarle las fauces semiabiertas, ―con colmillos en forma de cierra―, tintados con chasquidos de lo que presuntamente Morgane entendía que era sangre de un animal, ―o eso esperaba―, recordó de inmediato el letrero que había pasado antes de entrar al túnel… No estaba roto, lo habían mordido… ¡Esa cosa sí era real!
A través de una lentitud fluida en el aire, el tiburón se deslizaba en una grácil persecución, ―sin dejar de fijar su oscura vista―, hacia el auto de Morgane. Podía oler su miedo, su sudor, e incluso escuchar la aceleración de sus palpitaciones.
―No, no, no ―repetía Morgane en voz baja, intentando pensar qué hacer ante el monstruo que se aproximaba a ella.
Parecía moverse con lentitud, Morgane sabía que en cualquier momento “nadaría” a una velocidad quizá a la par de su Camaro.
Tragó un cúmulo grueso de saliva, esperado a que se acercara más, había la suficiente distancia entre el tiburón y la carretera para que su auto pasara a una velocidad rápida; era probable que al tiburón no le diese tiempo de atacarla si pasaba por debajo de él… o eso esperaba ella.
Morgane apretó el acelerador, ―sin arrancar―, haciendo ruido con las llantas al friccionarlas con el asfalto; el olor del caucho comenzaba a penetrarle la nariz y, ―por un instante―, el tiburón se detuvo haciendo una mueca rara con sus fosas nasales, parecía que ese olor no le agradaba. Fue el momento perfecto para soltar el freno de mano y salir disparada hacia la bestia imposible.
Como un torpedo, el Camaro corrió en línea recta de vuelta hacia el túnel, era evidente que el tiburón la atraparía si intentaba girar y huir en el sentido de la carretera. Para su bien, ―o más bien para su suerte―, el plan que ideó había funcionado. El auto pasó por debajo del tiburón, ―apenas rozándolo en el estómago―, Morgane sintió el grosor y filo de su piel, como si el techo del Camaro hubiese raspado una superficie metálica.
Con una rapidez casi imposible, el tiburón giró e intentó un mordisco en la maleta del auto. A toda velocidad, ―sin mirar atrás―, Morgane no soltó el acelerador hasta atravesar el túnel. El carnívoro pez la seguía con la nariz rosándole la carrocería roja, ―justo cuando atravesó el umbral del túnel―, el tiburón se detuvo, como si una pared invisible le impidiese el paso.
Al echar un vistazo por el retrovisor, notó que el enorme monstruo acuático se movía enojado, ―de una lado a otro―, sin lograr traspasar la entrada del túnel. Morgane detuvo el auto, abriendo la puerta para asomarse.
La entrada del túnel iluminaba como un farol hacia la oscuridad, la silueta del tiburón ensombrecía más la ruta proyectando su enorme sombra en el suelo y las paredes, observando a su presa escondida con sus brillantes ojos que refractaban la luz.
De inmediato sacó su teléfono celular, activó la cámara y empezó a grabar un video, caminando pasos cortos hacia la entrada a la vista del tiburón.
―No sé en que ruta estoy, estuve andando en mi carro por varias horas después de la autopista Yellow-Root camino a la montaña y me topé con esto ―explicaba, volteando la cámara del móvil para grabar las paredes del túnel―. Eso no es todo, tienen que ver esto… por poco y no lo cuento. ―Movió el ángulo de la cámara apuntando al monstruoso pez que flotaba en la entrada―. ¡Un puto tiburón! ―gritó, haciendo un acercamiento con la cámara―. Estoy en un túnel en una montaña, en medio del bosque y un puto tiburón que nada en el aire me atacó. ¡No estoy loca! Ustedes lo están viendo, un puto tiburón… ¿Qué mierda es eso? ¿Un tiburón tigre, un tiburón blanco? Es más grande que mi Camaro… ―Seguía grabando acercándose un poco más―. ¿Cómo carajo voy a salir de aquí…? ―pensó en voz alta.
¿Y sí no era el único? El bosque pudiera estar infestado de esas cosas, en la otra salida del túnel estaba la señal mordida. Si aceleraba lo suficiente podría escapar, pero y si comenzaba a llover de nuevo y llegase a chocar o accidentarse estaba perdida… estaría a merced de esos carnívoros.
Dejó de grabar e inmediatamente abrió su aplicación del clima, no cargaba.
―Pues claro… No tengo señal… ―dijo con un sarcástico tono nervioso.
Podría esperar, no tenía alternativa. Esperar a que la lluvia cediese por completo, esperar a que el sol del mediodía, ―del día siguiente―, secase el asfalto para usar todo el poder de su motor para arrancar y perderse en el horizonte.
―Sí, puedo aguantar. Puedo sobrevivir. ―Se decía a sí misma, moviendo la cabeza de un lado a otro, cacheteando sus cachetes para espabilarse―. Tengo agua y galletas en la guantera del carro… Si quiero ir al baño, tengo papel higiénico en la male… No, mejor no… Puedo aguantar hasta maña… ―Algo se acercaba del otro lado del túnel.
Una pequeña luz blanca se movía lentamente aumentando su intensidad. Morgane temió que no vieran su auto, entró en su Camaro y lo orilló lo más que pudo en la pared.
El sonido que se acercaba indicaba que era una motocicleta. El motor de una Harley-Davidson resonaba de una manera esplendida, hasta a Morgane le dio envidia… a Sheila también le gustaban.
El sujeto de la moto desaceleró al ver a Morgane estacionada. Era el típico motociclista, panzón, fornido con chaqueta de cuero y una barba negra bien peinada hacia abajo, donde comenzaban a notársele algunas canas.
―¡Oye, oye! ―le gritó Morgane, advirtiéndole―. No me vas a creer, hay un enorme… ―El sujeto la interrumpió.
―Su puta madre… ―expresó, al ver la silueta del tiburón al fondo.
―Es lo que trataba de decirte, hombre. ―Caminó unos metros hacia la moto―. Es un… ―Volvió a interrumpirla.
―Un tiburón blanco ―afirmó con una extraña seguridad.
―Sí, eso… No estaba segura qué clase de tiburón era, pero parece que le tiene miedo al tún… ―Volvió a interrumpirla por tercera vez.
Morgane frunció el ceño.
―El Deep-Blue… ―expresó el sujeto, fascinado ante aquél monstruo marino que flotaba―. Por fin lo encontré ―rio, quitándose el casco, sacando un mapa de uno de sus bolsillos.
―¿Qué? ―Morgane enarcó una ceja―. ¿Sabes qué es esa cosa? ―preguntó molesta, sentía que le estaba tomando el pelo.
Echando un corto vistazo al mapa, Morgane notó que había muchas rutas tachadas. El motociclista sacó un bolígrafo rojo, humedeció la punta con la lengua y marcó la ruta del túnel con un enorme círculo que repasó varias veces.
―Es un tiburón blanco ―dijo el sujeto, cruzando la mirada con Morgane por primera vez.
―Que listo eres ―respondió con sarcasmo.
Apagando la motocicleta, el tipo bajó sonándose la espalda enseñando su peluda barriga. Era un nombre bastante alto de brazos muy gruesos, tan grandes como su barriga.
―¿Eres de por aquí? ―Le preguntó el sujeto.
Ella simplemente movió la cabeza respondiendo «No».
―¿Has escuchado hablar de la historia de los tiburones fantasmas en los bosques? En Internet se hablan mucho de ello… ―dio una escueta explicación a su propia pregunta.
―Mi novi… Tenía una conocida que le gustaban los creepypastas y ese tipo de cosas, ¿Te refieres a eso? Ese tiburón es real, amigo… ―contestó Morgane, entrecerrando sus ojos con desconfianza.
―Oh sí, sí… Sé que es real, lo sé muy bien. ―Caminó unos pasos tratando de abrir la pequeña maleta de su moto―. He estado buscando ese monstruo por más de 30 años… ―dijo con voz tenue, destapando su maleta.
―Ok… ¿Quién carajos eres y por qué sabes de esa cosa? ―increpó Morgane, acercándosele con intimidante altanería.
―Soy Simon Demmler. ―Se alzó de hombros, pronunciando su nombre como si ella lo conociera de antes o como si él fuera una persona conocida―. Cuando tenía 9 años de edad, mi padre y yo íbamos paseando por las carreteras en su Harley-Davidson, igual que esta hermosa ―dijo, sobando le asiento de su moto―. Y de la nada apareció esa cosa, devoró a mi padre de un bocado, solo quedaron sus piernas en el asiento… Yo rodé por una ladera y me salvé, bueno… casi… ―Se quitó uno de sus guantes, mostrando una prótesis de plástico por mano.
―Ok, amigo… Lo siento mucho. ―Morgane desvió la mirada al suelo, insinuando una disculpa―. En fin… ¿Crees qué es uno solo de ellos? ¿Estás seguro que no hay más tiburones volando por ahí? ―preguntó con preocupación.
―No, no… Estoy seguro. ―Señaló al tiburón con su mano de plástico―. Nunca olvidé ese monstruo, mira esa marca en su aleta izquierda, fue lo último que vi antes de caer de la Harley de mi padre ―aseguraba, arrugando el rostro con rabia.
Morgane retrocedió unos pasos, el sujeto no le daba buena espina, era evidente que estaba obsesionando con encontrarse de nuevo con el demonio que mató a su padre… La verdadera pregunta era, ¿Qué haría Simon ahora?
―Escucha, amigo. No sé que tanto sabes de tiburones, pero esa cosa no es un fantasma que va a desaparecer, nos está cazando y honestamente tengo miedo de que, si oscurece o si sigue lloviendo aun más, pueda entrar al túnel a comernos ―especulaba Morgane, intentando razonar con el motociclista.
―El tiburón fantasma del bosque es un nombre que ha salido de Internet… No es un fantasma, es un espíritu. En noches especialmente oscuras, en carreteras solitarias con bosques frondosos, densos y altos, en zonas propensas a tormentas, huracanes e inundaciones… ―comenzaba a narrar, sin dejar de posar la mirada al tiburón―. Cuentan que, en ocasiones, después de que una carretera se encharca, los camioneros aseguraban ver un gigantesco depredador en los busques, que nadaba en al aire atacando a sus camiones… Un espíritu vengativo de la naturaleza y el mar, un maldito engendro que… ―Esta vez fue Morgane quién lo interrumpió.
―Primero que todo, no es una noche especialmente oscura, son las 16:15 p.m. Segundo, tormentas hay en todas partes, pero, ¿huracanes e inundaciones? Eso suena más a una zona costera y estamos en las montañas. Y tercero, lo del espíritu vengativo del mar no me lo creo mucho, estamos a miles de kilómetros lejos del mar. ―Con su odioso y particular tono de voz, Morgane arruinaba la aterradora narración de Simon, enfureciéndolo de manera distinta―. Aterriza los pies, amigo. No sé si tienes planeando una heroica venganza o algo por el estilo, pero te concedo la palabra creyendo en lo que dices, espero que solo sea un tiburón que levita… Eso me tranquiliza un poco, yo me voy de aquí, conduciré al otro lado y te aconsejo que hagas lo mismo ―sugirió, le dio la espalda caminando de vuelta a su Camaro.
Simon se desesperó y la tomó de los hombros para voltearla hacia él. Con un reflejo rápido y defensivo, Morgane se lo quitó de encima, golpeándole los brazos.
―¡No me toques! ―Le gritó en la cara―. ¿Crees qué por que eres grande y fuerte vas a mandarme? Maldito heteropatriarcal opresor ―alegó, escupiendo el suelo para intimidarlo.
Simon frunció su rostro en una mueca de asco y repulsión hacia la chica.
―Soy gay ―decretó, señalando un pin con la colorida bandera de la comunidad que lucía su chaqueta―. Puta loca feminazi… ―Y levantó el dedo medio de su mano buena en la cara de Morgane.
―Me importa una mierda lo que seas, quédate con tu novio el tiburón. Yo me largo. ―Volvió a girarse para ir a su auto.
Simon la increpó de nuevo, empujándola suavemente en al espalda. Morgane se cabreó, girando con más velocidad para enseñarle los puños, pero, ―al ver lo que tenía en frente―, su valentía se desplomó como una torre de naipes y tuvo que tragarse su orgullo altanero.
El brillo metálico de una pistola en la mano de plástico de Simon la puso nerviosa. Miró al sujeto de los pies a la cabeza, ―apretó los labios para contraer su ira―, quería golpear a ese hombre con todas sus fuerza y volverlo a patear en el suelo.
―Tú vas a ayudarme a matar a esa cosa… Lo quieras o no, ¿Entendido? ―Le ordenó moviendo la pistola―. No quiero más insultos o tretas feminazis, mi prótesis a veces no funciona bien y se me puede escapar un tiro. ¿Vas a hacer lo que digo? ―Le preguntó, más bien como una orden.
Morgane exhaló por su nariz con fuerza, exteriorizando su molesta posición. Aceptó con la cabeza, esperando indicaciones.
―Ve a la maletera de mi Harley, tengo unas granadas ahí. ―Le ordenó, señalándole el camino con la pistola.
―Sabes… Yo también soy gay ―agregó Morgane, en un intento de amortiguar la situación.
―Me importa una mierda lo que seas ―respondió de la misma manera―. Coge una granada. ―Le indicó.
La parte trasera de la Harley-Davidson era una bonita maleta de cuero negro, adornada con botones oscuros y cadenas negras. La cremallera para abrir el compartimiento superior tenía guindado un dije con la forma del esqueleto de un tiburón caricaturizado, ―irónico―. Al abrir el bolsillo, Morgane se topó con dos granadas, una en forma de piña y otra más pequeña, ―de un color gris oscuro y circular―, como esas esferas navideñas en los árboles decembrinos.
La chica tomó ambas, intentando ocultar la más pequeña con el reverso de la mano, sosteniéndola con su dedo meñique por el aro que la detonaría.
―Supongo que esta explota más fuerte, ¿no? ―preguntó, enseñando la granada en forma de piña.
Con astucia la dejó caer en el suelo, como si se le hubiese resbalado de las manos.
―¡Oye, ten cuidado! ―gritó Simon, desviando por un segundo su mirada y la pistola hacia el suelo.
En ese preciso instante, la mente de Morgane fue más rápida que la vista de Simon. Retrocediendo un paso; con el meñique de su mano derecha, ―tocando con sutil fuerza el aro de la granada pequeña―, apretó el delgado metal destapando el explosivo, ―con un tenue sonido metálico―, que hizo un breve eco en el oído de Simon.
Morgane arrojó la granada a los pies de Simon y corrió con todas sus fuerza hacia su auto.
Quizá Simon había subestimado la astucia malicia de Morgane, pero ella también lo subestimaba a él. Simon saltó hacia atrás, ―cayendo en el suelo―, cambiando la pistola a su mano buena, apuntó con exacta precisión a la granada a punto de detonar. Al accionar el arma, la bala contó con el suficiente tiempo para empujar la granada un segundo antes que explotara en el aire.
La ráfaga de la explosión tumbó la Harley-Davidson, casi cegando la visión de Simon con el humo. Sin embargo, pudo ver a la chica a lo lejos, encendiendo su auto para escapar.
El sonido del Camaro retumbó en el túnel, Morgane giró el volante cambiando de dirección, sin cerciorarse del estado de Simon.
Apuntándola de nuevo, la vista de águila de Simon alcanzó precisar varios disparos en el auto antes de que se alejara. Un retrovisor roto voló por el aire, y dos balas más se incrustaron en el neumático derecho trasero, causando que, ―también por causas húmedas del asfalto―, se desestabilizara y chocara de lleno contra la pared.
La alarma del coche y las luces de seguridad sonaron como una alerta más, mezclándose con le atorrante sonido de la tormenta que comenzaba a caer de nuevo afueras del túnel.
El Camaro había derrapado un poco, chocando la parte trasera del auto, ―abriendo la maleta―, y destrozado la carrocería, junto a la puerta derecha con todo y vidrios.
La puerta del piloto se abrió y Morgane cayó al suelo, ―tosiendo y ahogándose―; el airbag de seguridad la había golpeado con mucha fuerza.
―Eres un maldito loco… ―dijo la chica, en su respiración entrecortada.
―¿Loco? Tú fuiste quién arrojó la granada… ¿Querías matarme? ―respondió Simon, acercándose con cautela a la chica.
El tipo tenía la cara llena de hollín por la explosión de la granada, ―le molestaban los ojos―, comenzaban a humedécele. Aun así, ―entrecerrando la vista para poder ver mejor a la chica en el suelo―, observó con rapidez el estado en el que se encontraba el Camaro, ―admitía que también le gustaba ese auto―. Y de pronto, notó algo escalofriante y perturbador que le erizó la piel.
Con mucha más cautela, Simon dio unos pasos cortos, aproximándose a la maleta del auto.
―Pero que mierd… ―No pudo continuar hablando y le temblaron las manos del susto.
La maleta se había abierto por el golpe, algo tieso y pálido yacía en el interior, esperando no ser descubierto… Un atroz secreto que ocultaba esa odiosa chica, ―que por azares del destino―, se había topado en el túnel en la cacería del espíritu del tiburón.
Simon vivía en una cruzada buscando a un monstruoso asesino… pero el destino le había regalado dos.
Morgane se dio cuenta que Simon observaba horrorizado lo que ella ocultaba en la maleta.
―¿Quién es ella? ―Le preguntó Simon, apuntándola de nuevo con el arma.
Con un característico olor a hierro, la sangre desparramada en la alfombra de la maleta desprendida el aroma de un terrible asesinato. Lo que antes había sido una hermosa chica pelirroja, ahora no era más que pedazos desmembrados y aglomerados, ―sin cuidado alguno―, de un ser humano despojado de su libertad. La mirada de horror de esa chica muerta, reflejaba la cruel ira con la que había sido asesinada, ―y su hermoso pelo rojizo―, se mezclaba con densidad con el espeso color vino de su sangre, que pasaba a tornarse en tonos oscuros como ese mismo secreto.
Un extraño sonido bestial alertó a Simon, que giró la mirada brevemente en dirección al tiburón que se desesperaba en la entrada del túnel.
―Oh ya entiendo… Es por eso que ahora apareció. ―Comprendió Simon, observando la piscina de sangre en la maletera.
El monstruoso tiburón despertaba un estado de frenesí, moviéndose de un lado al otro con desespero por entrar al túnel.
―Contesta mi pregunta, ¿Quién es ella? ¿Fuiste tú? ¿La mataste? ―arrojó varias preguntas en su desesperante intento de zafarse de ese embrollo.
―Porque no fingimos que nada pasó y cada quién se va por su lado… ¿Qué dices? ―habló Morgane, le temblaba la mandíbula―. Tú no me delatas y yo no diré que hay un sujeto sin licencia portando armas y granadas… ―Trató de persuadirlo, pero no funcionó.
Simon hizo un disparo atravesando la pierna izquierda de Morgane. La chica gritó tan fuerte que el verdadero eco de dolor viajó por todo el túnel de principio a fin.
―Sí tengo licencia, perra homicida. ―Simon se llevó la mano al bolsillo trasero y le enseñó una placa de policía―. Hace tiempo que me retiré, no ejercí en las calles por mi incapacidad y pasé la mayor parte de mi carrera policial detrás de un escritorio, la investigación es lo mío como puedes ver, pero eso no me impidió ser un buen tirador… Tengo buenos ojos, y también sé de patrones de conducta, por tu reacción deduzco que conocías a esa chica pelirroja. ―Caminó a la maleta, quiso cerrarla, pero se arrepintió, lamentando el destino de la fallecida―. No tengo tiempo de formular un análisis y sacar conclusiones de por qué hiciste lo que hiciste. Vine aquí para impartir justicia con ese monstruo… Dios no me ha querido mucho en mi vida y supongo que esta es una forma de decirme que me perdona por mi vida descarriada, entregándome dos asesinos para distribuir su juicio ―argumentó, mirando al techo del túnel como si a través del concreto pudiera ver el cielo, directo a los ojos de un redentor que lo congratulaba.
Volviendo a su motocicleta en el suelo, la enderezó con fuerza, ―recogió la granada en forma de piña del suelo―, y buscó en su maleta un par de esposas. Morgane lo veía de lejos, su pierna derramaba mucha sangre, era la primera vez en toda su vida que recibía un dolor de tal calibre, por lo que su vista borrosa le indicaba que perdía el conocimiento poco a poco.
El expolicía la arrastró tomándola de su pierna sana y la apresó con las esposas, cruzándole las manos en la espalda. Con la misma fuerza que había usado para enderezar su pesada Harley-Davidson, se llevó a la chica en los hombros y la arrojó dentro del maletero del Camaro, empapándola con la espesa sangre de su ex-conocida.
Como pudo, Simon entró en el Camaro encendiéndolo de nuevo, le costó rodarlo fuera del borde del túnel sin raspar más la carrocería. A pesar de tener un neumático espichado todavía andaba, ―era un auto de primera calidad―, modelo reciente sin duda.
Maniobrando con sumo cuidado, Simon dio vuelta al auto, dejándolo con vista al monstruo marino que se desesperaba por entrar. Dejó la puerta abierta y puso el carro en marcha a primera velocidad, lo suficientemente lento para bajarse del carro y correr hacia su moto, pero lo suficientemente rápido para aumentar la velocidad con el mejor señuelo, la mejor carnada para un monstruoso carnívoro sobrenatural.
Al momento que subió en la Harley-Davidson, ―encendió el motor―, rugiendo con furia y victoria en sus ojos. Tenía la granada en forma de piña en sus manos, ―la Harley rodaba detrás del Camaro―, esperando el momento del ataque del tiburón para arrojar el explosivo.
El desesperante frenesí del tiburón paranormal, le obligaba a moverse como una bestia encadenada, olía la sangre a pocos metros de él, necesitaba desesperadamente morder y alimentarse. Cuando el Camaro cruzó el umbral del túnel, ―de nuevo―, la nariz del tiburón arremetió contra el auto, de un solo mordisco arrancó la puerta del maletero y la arrojó a la carretera.
A pocos metros, el ensordecedor grito de Morgane Tsoi resonó en las ramas del bosque y en la profundidad del túnel, aun con más fuerza que los relámpagos que destellaban en los nubarrones del cielo.
Las rojizas salpicaduras empapaban la nariz y la colmilluda mandíbula del sangriento carnicero. Sus mordidas desgarraban la carne y rompían los huesos con una facilidad tan eficaz, que le heló la sangre a Simon.
Divisando su objetivo cual vista de águila, Simon apretó con los dientes el seguro de la granada y lo arrancó, ―escupiéndolo al suelo―. El tintineo del pequeño metal rebotando en el asfaltó le dio la señal para comenzar a disparar. El monstruoso tiburón giró la mirada, sintiendo como algo en forma de piña volaba con velocidad introduciéndose en su boca. Los disparos precisos en sus branquias le obligaron a cerrar el hocico.
Una sonrisa victoriosa surcó los labios de Simon, cuando el sonido de una explosión, ―acompañada de un desparramado desgarro de carne y sangre―, bañó con una ola carmesí el asfalto y el techo del túnel.
El charco de sangre se derramó hasta los pies de Simon, como un jugo de remolacha derramado en una mesa en el desayuno.
El hombre se persignó, susurrando un rezo se inclinó para tocar la sangre con sus dedos. Recordó a su padre en una serie de imágenes consecutivas en su mente, que lo llevaron a un corto, ―y melancólico―, giro de nostalgia.
Un creciente fuego nacía a duras penas en el carro de la chica, la lluvia lo apagaba y se persistía a existir, ―iluminando de a poco―, la mitad del cuerpo del tiburón que había quedado dentro del túnel, ―desparramada al rojo vivo―, con la espina dorsal asomándose como el asta de una bandera infernal.
Enfundado su arma, el expolicía sacó su teléfono celular, sacando una serie de fotos de la evidencia del moribundo monstruo. Rozó con su pulgar la opción de grabar, filmando con más detalles el cuerpo muerto, desde la cola hasta la cabeza despedazada del pez.
Su cruel victoria lo llenaba de gozo, ―cegándolo en una risa nerviosa―, como aquella que aparece cuando se tiene miedo y la mente no sabe como responder al estímulo. Su nerviosa algarabía, no lo dejaba ver un pequeñísimo y gran detalle frente a sus ojos.
La cámara de su teléfono si lo captaba, pero sus ojos de águila pasaron a convertirse en los ojos de un murciélago, ciegos y sin visión de la realidad.
Una luz aguamarina brillaba en la panza del tiburón, pequeños destellos, ―que más que luces―, eran como gotas de agua lumínicas, cuales luciérnagas marinas o plantón resplandeciente.
Había sido demasiado tarde para Simon Demmler, puesto que, ―del cuerpo del tiburón―, otros dos seres hambrientos de nacimiento despertaban ante las luces sobrenaturales del fantasmal destello acuático, ―que les otorgaba vida―, a través del moribundo cuerpo de lo que antes había sido su madre.
Al sentir la mirada predadora en su nuca, Simon volteó desenfundado su pistola, pero la mala suerte, ―o más bien el karma jugándole en contra―, trabó su mano prostética y no pudo sostener el arma con propiedad.
Antes de que el revolver tocara el suelo, Simon había recibido un primer y desgarrador mordisco en el hombro, entre tanto otras mandíbulas recién nacidas y filosas, le mordían las costillas, crujiendo suavemente en la primera comida de un instinto rapaz paranormal.
FIN