Estrella de Halloween ⭐🎃

(Escrito por Augusto Andra en el año 2023)

Durante la noche de Halloween, un grupo de niños encuentra a un extraño pequeño con una enorme máscara de calabaza. El niño no puede hablar y tiene la necesidad de buscar algo con mucha urgencia, una estrella que se le ha perdido, ¿De dónde habrá salido ese niño?

Cuando el ocaso del 31 de octubre se ocultaba en el horizonte del otoñal mes de las brujas, el encendido de los faroles de la ciudad daba inicio a la noche más terrorífica y divertida para los niños: el Halloween.

Las espeluznantes y graciosas decoraciones de esqueletos, brujas, monstruos y por supuesto de calabazas, adornaban cada esquina y casa de la cuadra. Más pronto que tarde, unas legiones de niños con todo tipo de disfraces, ―buenos y malos―, corrían por las aceras y calles, tocando las puertas de las casas, para pedir trucos o golosinas.

En una particular esquina, ―iluminada de un intenso color naranja, por las luces y calabazas―, de la calle Rossth, un niño abrazaba sus rodillas sentado en la acera, emitiendo un extraño llanto que llamó la atención de otros curiosos niños que pasaban por ahí.

El niño era raro, tenía la piel tan pálida que parecía un fantasma y llevaba puesto un disfraz igual de raro, sacado como de otra época donde los padres no eran tan creativos para ingeniar un buen atuendo. Apenas y llevaba una manta blanca por debajo del cuello que le cubría todo el cuerpo hasta los zapatos, estaba sucia y agujereada, pero no podía saber si era parte del atuendo o no.

Los otros niños se acercaron a verlo, el llanto extraño se les hacía triste y al mismo tiempo misterioso. El grupo de tres estaba conformado por la pandilla de siempre, los que iban a todos lados juntos y por supuesto, hacían travesuras juntos, por lo que hoy no tenían intenciones de hacer excepciones.

Tommy era el más curioso y el más pequeño, tenía solo 8 años, esa noche estaba vestido de vaquero, y no cualquier vaquero, era un vaquero zombie. Maquillado por su madre para parecer un muerto viviente y vestido por su padre con el mejor traje de vaquero que pudo conseguir por Internet. Un auténtico temerario del viejo oeste de traje negro, con sombrero, espuelas y pistolas.

―Oye, amigo. ¿Te encuentras bien? ―preguntó Tommy al niño extraño.

El pequeño subió la cabeza, tenía un enorme casco o máscara en forma de calabaza que le cubría toda la cabeza, ―demasiado grande, pensaban los chicos―, pero creyeron haber visto ese tipo de disfraz alguna vez por televisión.

―¿Hablas o qué? ¿Comes dulces? ¿Te doy chocolate? ¿O te gusta mejor la menta? Tengo menta con choco… ―comenzó parlotear Ted, el más parlanchín de los tres, nunca dejaba de hablar.

―Ya cállate que lo asustas. ―Lo empujó Dorothy para callarlo, era la hermana mayor de Tommy.

El chico calabaza se les quedó viendo, sin pronunciar ninguna palabra.

Ted tenía 9 años, vestía esos típicos disfraces negros con un esqueleto pintado encima, en el cuello llevaba su máscara colgando, una espeluznante calavera que si apretaba un botón chorreaba sangre falsa. No la llevaba puesta porque estaba comiendo dulces, ―chocolates, para ser más específico―.

En cambio, Dorothy era una niña en pleno desarrollo, acababa de cumplir 11 años la semana pasada, a veces se le subían los humos a la cabeza, su pelo rubio destacaba mucho entre las otras chicas. Esa noche quiso disfrazarse de enfermera, su padre decía que esos disfraces comunes no daban miedo y por eso le pidió a su esposa, ―que al igual que a su hijo el vaquero―, la pintara como toda una muerta viviente recién salida del cementerio. A Dorothy no le molestó mucho, decía que no importaba que tan horrible se viera su maquillaje, ella seguiría siendo la niña más bonita de la cuadra.

Con una mirada profunda y desanimada, el niño calabaza curioseaba tratando de entender la conversación de la pandillita.

De repente, Tommy detalló con más atención al niño calabaza, a diferencia de ellos, no llevaba consigo una bolsa con dulces. Suspirando y sintiéndose en los zapatos del niño, Tommy se agachó a su lado y le ofreció un caramelo.

―Te robaron tu bolsa de golosinas, ¿verdad? ―Le preguntó, curvando sus labios en señal de lástima.

El niño calabaza asintió con la cabeza y movió sus manos explicando algo que Tommy no entendió.

―¿Qué es eso? ―cuestionó Tommy, viéndole las manos―. ¿No eres de por aquí? ―No sabía que responder.

El astuto de Ted se percató y se interpuso en medio de ellos dos, haciendo un saludo en señas con sus manos, el niño calabaza le respondió contento.

―Ah ya ―comprendió Dorothy―. Es lenguaje de señas, el chico no puede hablar. ―Le explicó a Tommy.

―¿Y tú puedes hablar mudo, Ted? ―preguntó Tommy con sorpresa.

―Más o menos, mi primo Chad es sordo mudo y mi mamá y mi tía me enseñan ―dijo Ted, intentando decir lo mismo con sus manos.

―Eso no me lo esperaba… ―expresó Dorothy con los ojos bien abiertos.

Era la primera vez que veía a su amigo Ted destacando en algo más que no fuera hablando, aunque pensándolo de vuelta, dedujo que comunicarse por señas era básicamente lo mismo.

―Yo soy Ted, ellos son hermanos, Tommy y la tonta de Dorothy. ―Ted los señalaba.

―¡Oye! ―se quejó la niña.

El niño calabaza soltó una risita, lo cual les hizo entender que comprendía algunas cosas sin tener que explicárselas por señas.

―Dile que venga con nosotros a buscar más dulces, todavía es temprano ―comentó Tommy.

―Traje una bolsita extra ―mencionó Dorothy, sacando otra bolsa del bolsillo de su traje de enfermera.

El niño calabaza comprendió y negó con la cabeza, se levantó del suelo sacudiéndose la manta blanca que llevaba encima. Mirando de nuevo a Ted, hizo un par de señas señalando el techo de una casa, luego con el mismo dedo dibujó en el aire un recorrido al horizonte, donde en la única colina de la cuadra, se perdía la luz entre un bosque que se mezclaba con el cementerio.

―¿Qué quiso decir con eso? ―preguntó Dorothy levantando una ceja.

―No entendí muy bien, creo que dijo que se perdió su estrella o algo así. ―Ted se rascó la cabeza.

―¿Su estrella? ―pensó Dorothy en voz alta.

―Creo que es un nuevo dulce, yo vi un comercial ―inventó Tommy.

―Mentiroso ―contestó su hermana―. Más bien creo que no sabes decir «bolsa de golosinas» en señas, Ted. Quizá eso es lo que quiso decir ―especuló la enfermera zombie.

Ted se alzó de hombros, no le daba vergüenza admitir que probablemente se equivocaba.

Dorothy se acercó al chico y le dio la bolsa extra. Le puso un par de caramelos adentro para que entendiera. Tommy y Ted hicieron lo mismo.

Muy entusiasmado, Tommy tomó al chico calabaza de la mano, cuando sus pieles hicieron contacto, Tommy lo miró de vuelta.

―¿Te sientes mal? ―Le preguntó.

Había sentido su piel extremadamente fría y sudorosa, como si hubiese metido la mano en esas neveras portátiles donde los adultos guardaban las cervezas y el hielo.

A través del casco de calabaza, Tommy le dio la sensación de que el chico calabaza le sonreía como si todo estuviese bien.

―Vamos a esa casa. ―Le señaló.

La pandilla corrió atravesando la calle, esquivaron un par de niños disfrazados que caminaban en medio y entraron al pórtico de la casa.

El chico calabaza observaba las decoraciones con curiosidad. Esa particular casa estaba decorada con fantasmas y diablillos. Le llamaban la atención los fantasmas, Tommy se percató de eso.

―¿Tú estás disfrazado de fantasma o de calabaza? ―Le preguntó Tommy.

De inmediato, Ted intentó traducirlo, pero no supo muy bien como hacerlo. En medio de la conversación, Dorothy tocaba la puerta de la casa para pedir golosinas. Cuando la puerta se abrió, los chicos dieron un salto hacia la puerta abriendo sus bolsas.

―¡Dulce o truco! ―gritaron al unísono.

Un enorme señor con un traje de diablo y un maquillaje rojo muy mal pintado, se inclinó sonriente colocando caramelos en cada bolsa.

―Oigan, niños. ¿Les gustan los caramelos picantes? ―preguntó el señor diablo.

Los chicos se miraron con cierta picardía.

―Mamá no nos deja comer de esos ―respondió Dorothy, antes de los chicos respondieran.

―Ah es una lástima, compré una bolsa de esos y nadie se los lleva. ―El señor volteó la mirada al techo, decepcionado―. A ver, si se llevan algunos les doy una barra de chocolate, ¿qué les parece? Le pueden dar el caramelo a sus padres ―sacó un chocolate largo de su recipiente de golosinas.

―¡Sí! ―gritaron Tommy y Ted.

De repente, el chico calabaza se acercó al señor diablo jalándole la capa.

―¿Qué pasa? ¿No te gusta el chocolate, amiguito? ―Le preguntó el señor.

El chico calabaza jaló más la capa, señalando la siguiente casa con su dedo, apuntando directo al techo.

Como si hubiese sido una orden, las miradas siguieron la dirección del dedo del pequeño mirando la casa. De entre todas las moradas de la cuadra, esa era la más «sencilla», los dueños no se habían tomado la molestia de decorarla, aunque sea un poco para la festividad, había bastado con clavar un par de letreros que decían: «Propiedad privada», «Aléjense por su seguridad» y «Hay un monstruo en la casa», además de un horripilante espantapájaros que hasta asustaba a los adultos.

―Niños… ―pronunció el señor diablo―. Ni se les ocurra pedir dulces en esa casa, ahí vive el señor Hammond. Es un amargado, nadie en la cuadra lo soporta ―aconsejó el señor, mirando al niño calabaza y de vuelta a Dorothy, quién se notaba que era la mayor y la más sensata.

La esposa del señor escuchó la conversación a sus espaldas y se acercó para ver a los niños disfrazados e intervenir.

―¿El señor Hammond? ―interrumpió con una pregunta que no necesitaba respuesta―. No se acerquen allí, ternuritas. Ese señor odia a los niños ―dijo la señora vestida de bruja.

―¿Solo a los niños? ―Se quejó el marido bromeando.

―Ese señor odia a cualquier persona que se le acerque ―viró la mirada como lo había hecho su esposo antes―. Miren esos carteles que puso, esos no son para Halloween, están ahí desde que se mudó. ―Se llevó las manos a la cintura culminando su opinión.

El chico calabaza se la quedó viendo con una mirada profunda, que denotaba ignorancia a lo que la señora trataba de advertirles. Se señaló a sí mismo, dando unas palmadas en su pecho, e hizo algunas señas con las manos.

―Nuestro amigo es sordo mudo ―agregó Dorothy, al ver la cara extrañada de los adultos.

Luego el niño volvió a señalar el techo de la casa.

―¿Pueden explicarle que no deberí… ―El señor dejó de hablar cuando vio al niño saltando la cerca del pórtico―. ¡Niño! ―gritó el señor.

El chico calabaza corrió por el patio de la casa y saltó arreguindándose de la cerca.

―¡Hey, niño! ―Le gritó el señor diablo.

―¿Qué esperas, Henry? Tráelo. ―Le empujó su esposa.

Los otros niños rieron cuando el diablo se tambaleo entre los tres escalones del pórtico. El adulto corrió lo más rápido que sus rodillas podían soportar para su edad. El niño calabaza estaba casi al frente de la casa del Sr. Hammond, la mano gruesa del señor diablo le envolvió el brazo deteniéndolo en el acto. El niño le devolvió la mirada con susto y forcejeó con el adulto.

De un salto aparecieron Tommy y Ted al lado del señor diablo. Ted jalaba el brazo del señor y Ted ayudaba a al niño calabaza a zafarse.

―¡Suéltelo! Él no se va a meter en la casa ―gritaba Tommy.

―Le está haciendo daño, señor ―decía por otro lado Ted.

―Mi esposa me va a matar si los dejo entrar en esa casa. El señor Hammond es peligroso, niños ―alzaba la voz imponiendo autoridad.

Los tres niños siguieron forcejeando contra el adulto, pero a pesar de su edad mayor, el señor disfrazado de diablo tenía unas manos gruesas, grandes y un agarre tan fuerte como un escalador de montañas.

De repente, un pitido ensordecedor resonó en la cuadra. El señor Henry pensó que había sido su imaginación, pero cuando observó la mirada del niño calabaza, ―a pesar de estar cubierta por un casco―, percibió un temor descomunal en el pecho y una extraña sensación de frío en la mano que sostenía.

Por un instante las luces de toda la cuadra pestañaron varias veces, acompañadas de un sonido eléctrico como el de un cortocircuito. Tommy y Ted dejaron de forcejar y se asustaron.

Sincronizado por un último quejido del niño calabaza, varios postes de luz de la calle estallaron botando chispas y la electricidad en la cuadra se esfumó. Unos enormes nubarrones negros pasaron frente a la luna tapándola, cubriendo de total oscuridad esa cuadra de la ciudad.

El susto fue tan grande que el señor diablo soltó al niño calabaza y se cayó en su trasero. Lo último que vio del chico fue un misterioso destello verdoso en sus ojos de calabaza, nunca supo si había sido un efecto especial de aquella máscara de calabaza o si fue producto de su imaginación.

Tommy y Ted se alejaron del señor y le siguieron la pista al niño, que estaba dispuesto a saltarse la cerca de la casa del Sr. Hammond. Por fortuna para ellos, el disfraz de esqueleto de Ted era fluorescente en la oscuridad, ofreciendo un tenue y pobre brillito que los ayudó a correr a la cerca también.

El niño calabaza saltó la cerca con facilidad, dejando atrás la bolsa de dulces que Dorothy le había regalado. Tras su paso le siguieron Tommy y Ted, que caminaron con cuidado iluminados por el disfraz de Ted y un reloj con una linternita de juguete que Tommy recordó que llevaba puesto debajo de las mangas de vaquero.

―¡Por ahí! ―señaló Tommy con el reloj.

Viendo como el niño escurridizo corría doblando la casa para ir al patio trasero. Ambos afincaron los talones corriendo a toda velocidad para alcanzarlo.

Al cruzar se toparon con el niño de espaldas, estaba quieto con las manos levantadas hasta sus hombros, moviéndolas con suma delicadeza.

―Oye, ¿por qué saliste corriendo así…? ―preguntaba Tommy cuando calló de golpe y le hizo señas a Ted.

Cuando Ted miró, se tapó la boca con ambas manos.

Delante del niño calabaza, una mirada guardiana y cazadora lo miraba con recelo. Un enorme perro pitbull tan oscuro como la noche, ―sus ojos destellaban en la oscuridad―, miraba a los niños analizando sus movimientos, comenzaba a gruñir y a enseñar los colmillos. Y a pesar de que estaba atado con una gruesa y fuerte cadena, parecía lo bastante larga para atacarlos en ese instante.

El niño calabaza dio unos pasos cortos. Las orejas del pitbull se levantaron, ladrando tan fuerte que los tres niños se paralizaron. Ted casi se orina en los pantalones.

Sin embargo, el niño calabaza siguió dando otros pequeños pasos arrastrando los pies. El canino precavido también dio unos cortos pasos rápidos, tratando de asustarlo.

El niño levantó la mano alzando el dedo índice, el perro seguía enseñando los colmillos y se le escurría la baba. Haciendo círculos con su dedo, el niño movía la mano ante la mirada del pitbull, el curioso canino cerró el hocico, siguiendo los movimientos del dedo del niño, hipnotizado con los círculos invisibles dibujados en el aire.

El can retrocedió, sus orejas se echaron hacia detrás gimiendo con miedo. El niño calabaza aprovechó el descuido y saltó tocándole la cabeza al perro, y de pronto, el pitbull se recostó en la grama del patio, cayendo dormido como un bebé.

El niño calabaza celebró y corrió a la puerta de la casa.

―¡Oye! ―gritó Tommy.

―¿Cómo hiciste eso? O más bien, ¿qué le hiciste al perro? ―preguntó Ted.

Los niños sintieron un leve temor.

―¿Cómo dijiste que te llamabas? ―cuestionó Tommy.

―Nunca lo dijo. ―Le respondió Ted.

El niño los miró e hizo un par de señas con las manos.

―¿Qué dijo? ―preguntó Tommy.

―No… no entendí. ―Ted se alzó de hombros confundido.

Ambos creyeron ver como casi por arte de magia, la puerta trasera se había abierto por si sola. El niño calabaza entró dando unos saltitos. Más que curiosos, Tommy y Ted se miraron al mismo tiempo y sin más remedio entraron también para sacar al niño antes de que el viejo señor Hammond se enterase.

La casa estaba a oscuras al igual que toda la cuadra. La oscura madera de la decoración del piso y las paredes la ennegrecía mucho más, como si el ébano se comiera la poca luz que producía el reloj de Tommy y el disfraz de Ted.

La sola casa les daba escalofríos, tan solo al entrar empezaron a notar como si ojos invisibles los estuviesen observando. Con una rápida mirada, repararon de inmediato a que se debía, cada rincón había sido decorado por el señor Hammond con animales disecados. Desde pequeñas ardillas, reptiles y mapaches, hasta un enorme oso en la sala y cabezas de siervos y otros animales guindados en las paredes. Incluso a plena luz del día esa casa seguro que seguía dando miedo.

―¡¿Quién anda ahí?! ―gritó la voz de un viejo amargado.

Tommy y Ted se llevaron las manos a la boca, como si hubiesen sido ellos los que se delataron con los pasos.

―Si no sales de mi maldita casa, te voy a volar los sesos, ¿escuchaste? ―Y sonó el casquillo de un revolver.

Desde la sala Ted vio un destello anaranjado subiendo las escaleras y la luz de una vela iluminando el final del pasillo en el segundo piso.

―¡Ahí! ―gritó y luego se tapó la boca.

―¡Te escuché, mocoso! ―respondió el viejo Hammond.

Escucharon unos pasos fuertes con pantuflas aproximándose a las escaleras.

Tommy y Ted se escondieron detrás del oso disecado. Subiendo la mirada, a duras penas veía al niño calabaza parado en el pasillo de arriba, mirando con reto al señor de la casa.

―Maldito mocoso, ¿Quién te dijo que podías entrar aquí? ―Aunque enojado, guardó su arma.

El viejo dio unos fuertes y sonoros pasos caminando hasta al niño, que seguía sin moverse mirándolo.

―En esta casa no hay dulces, solo carne y cervezas. Y un par de balas si tuvieras más de dieciocho ―exclamó el viejo para asustarlo.

Parado frente a él, vio que el niño era más bajito de lo que pensaba, el casco de calabaza lo hacía ver más alto, pero se veía ridículamente cabezón y desproporcionado con su disfraz de manta blanca como un fantasma.

―Es el disfraz más ridículo que he visto hasta ahora ―comentó el viejo asqueándose con la mirada―. Quítate eso de la cabeza cuando te hable. ―Le reprochó, intentando sostenerlo del casco con la mano que tenía libre.

De pronto, una ventisca invisible que llegó de quién sabe dónde, apagó la vela como si fuera el soplido de un fantasma. La mano del niño calabaza tomó la mano del viejo señor Hammond antes de que tocara su casco.

El señor sintió un pavoroso escalofrío con el toque frío del pequeño, le dio un espasmo hasta la médula. Con un respiro nervioso, se le aceleró el corazón y supo que algo no andaba bien con el muchachito que tenía en frente.

El niño calabaza dio unos pasos, el viejo retrocedió y resbaló con sus pantuflas, cayendo de espaldas. Al levantar la mirada, vio la silueta sombría de la calabaza, en su interior a través de los agujeros de esa máscara, una profundidad absoluta a la nada, le hizo ver unos reflejos que destellaron unos brillantes y grandes ojos verdes, que por un segundo parpadearon como si fueran luces de neón.

Hammond se asustó arrastrándose hacia atrás.

Tommy y Ted seguían observando desde la planta baja, pero no pudieron distinguir del todo lo que sucedía, la poca visibilidad que tenían viendo a través de la baranda de madera, les impedía entender porqué el señor Hammond se había caído.

―No, no… ―dijo el viejo, levantando las manos.

El niño calabaza caminó al lado del viejo, tocándolo con su mano en la frente, para inducirlo en un trance profundo que lo desmayó con tranquilidad en la comodidad de su suelo de ébano.

Saliendo del escondite detrás del oso disecado, los chicos caminaron unos pasos hacia la escalera. Subiendo la mirada, vieron una fuente de luz verdosa muy brillante que iluminó el pasillo como un destello sobrenatural, les entró un escalofrío por la piel.

―Mejor nos vamos ―pensó Tommy en voz alta.

Antes de que Ted dijera algo, el niño calabaza apareció a sus espaldas, bajando por la escalera, llevaba algo escondido en su espalda entre las manos.

―¿Qué tienes ahí? ―preguntó Ted, pero se le olvidó hacer las señas, estaba nervioso y asustado.

El niño calabaza soltó una risita, moviendo las manos adelante para mostrarles el secreto en sus manos. Cuando las abrió, la sala de estar de la casa se iluminó de nuevo con el brillo verdoso, una luz extraña que iluminaba todo como una linterna, pero no destellaba cegando la vista.

―¡Wow! ¿Qué es eso? ―vislumbró Ted.

El niño tenía en sus manos una particular y hermosa piedra en forma de estrella, más que una piedra, era como una gema preciosa parecida a una esmeralda. La piedra emitía esa luz, haciendo dibujos en todas partes como estelas curvilíneas y manchas en forma de estrellas.

―¿Eso era lo que buscabas? ―preguntó Tommy.

El niño asintió y dijo algo moviendo las manos. Se guardó la estrella en un bolsillo.

―Dice que esa es su estrella, estaba en el techo ―aclaró Ted.

El niño calabaza volvió a reír y los tomó de las manos para correr de vuelta a la salida. Esta vez salieron por la puerta principal, dejando la puerta abierta. La electricidad en la cuadra seguía apagada, la calle estaba sumida en la oscuridad, pero lograron distinguir a Dorothy entre la multitud de gente que se acumulaba en medio de la calle.

La chica de vista aguda también los vio corriendo, el casco de calabaza era demasiado grande como para no llamar la atención. Dorothy corrió hacia ellos.

―¿Dónde rayos se metieron? ¿Estaban dentro de la casa? ―preguntaba a regañadientes.

―Sí, fue genial ―respondió Ted―. No vas a creer lo que pasó, había un perro de dos metros y el viejo tenía una ametralladora. Entonces… ―Ted comenzó a narrar exagerando el cuento.

―No me interesa. Hay que irnos de aquí, los vecinos se preocuparon y llamaron a la policía. Es mejor que vayamos a casa. ―Dorothy los calló de golpe, tenía razón.

―Sí… es mejor que volvamos a casa ―suspiró Tommy con decepción.

Dando unos saltitos, el niño calabaza asintió y señaló la ruta hasta la colina que daba al cementerio.

―Ni de broma ―respondió Dorothy, entendiendo perfectamente qué quería el niño.

―¿Tú vives por ahí? ―Le preguntó Ted.

El niño rió, señalando de nuevo.

―Yo no pienso caminar por el cementerio ―protestó la niña.

―¿Qué tienes miedo, Dorothy? ―Se burló Ted.

―Si te fijas bien, Dorothy. Al cruzar el cementerio llegamos al otro lado más rápido, nuestra casa está por allá. Papá siempre cruza el cementerio con el auto, ¿no te acuerdas? ―recordaba Tommy.

Dorothy frunció el ceño y comenzó a caminar, los demás la siguieron.

―No pueden decir nada de nada ―alzaba la voz para sentirme la mandamás―. Si mamá se entera que caminamos en el cementerio nos va a castigar de por vida y seguro nos quita las golosinas de hoy ―reclamaba para dejar todo claro.

Los niños asintieron y le siguieron el paso detrás de ella. Cuando llegaron a las enormes rejas del cementerio, vieron a varios adolescentes sentados en la puerta y en algunas lápidas, comiendo golosinas, bebiendo alcohol y fumando cosas raras para ellos. Sin prestarles atención, ―pasando desapercibidos―, los tres niños se escabulleron sin mucho esfuerzo.

El niño calabaza se adelantó doblando en una esquina, casi lo pierden de vista entretanto saltaba por las lápidas y tumbas.

―¡Oye! Por ahí no es el camino, te vas a perd… ―Dorothy dejó de hablar perdiendo la paciencia―. No me está agradando este niño… ―chistó, caminando detrás del chico.

Tommy y Ted se rieron y le siguieron el paso. Corriendo con más velocidad, atravesaron varias lápidas zigzagueando hasta que vieron la cabezota anaranjada de la calabaza, caminando por encima de las lápidas.

―Ahí está ―gritó Tommy.

Siendo la mayor del grupo, Dorothy se montó encima de una lápida en forma de cruz y saltó varias veces encima de otras lápidas hasta quedar lo más cerca que pudo del niño calabaza. Corrió un poco más y lo atajó del brazo.

―Niño tonto, que por ahí no es… ―Dorothy lo soltó, en cuanto vio la luz verdosa que trataba de salir de su mano.

En ese instante llegaron Tommy Ted, guardando silencio detrás de Dorothy.

El niño calabaza abrió la mano. Esta vez, la piedra esmeralda en forma de estrella no brillo en todas direcciones, un foco de luz como una linterna salió disparado al cielo, las estelas y sombras bailaban en la luz verde, tomando formas raras como si fueran letras inexistentes.

―¿Qué está pasando? ―cuestionó Dorothy, preocupada.

Una leve vibración sacudía el suelo, la vegetación se movía con el ritmo del viento que soplaba como un huracán a su alrededor, y las pequeñas piedritas del piso comenzaron a flotar lentamente.

Los tres niños se tomaron de las manos. Si bien, estaban nerviosos, algo les decía que no debían temer.

La luz verde seguía iluminando las nubes, como si fuera una cascada invertida. Cuando Dorothy subió la mirada con curiosidad, vio otros destellos verdosos en las nubes, como faros de luces que brillaban ocultándose entre las nubes, que poco a poco, daban forma a algo gigante y circular.

―¡Miren, miren! ―gritó Ted, jalando a Dorothy del nombro y señalando con el dedo al niño calabaza.

El pequeño reía con divertida emoción, la roca en forma de estrella levitaba en el aire, dentro de la estela verdosa que subía al cielo. Mirando hacia arriba, el niño posó sus manos en el casco en forma de calabaza y cuidadosamente lo retiró de su cabeza.

Tommy, Ted y Dorothy abrieron la boca en un estado de impactante sorpresa y perplejidad. El niño que tenían en frente, no era un niño, ―o eso pensaron en ese momento―; su piel era grisácea, su cabeza carente de cabello, alargada y ovalada, no tenía nariz, sus ojos eran dos enormes pupilas negras acuosas y brillantes. A pesar de su extraña morfología, el niño seguía sonriéndoles, despedía una grata sensación de agradecimiento.

―Es un… es un… ―repetía Tommy, tartamudeando.

―No puede ser… ―Dorothy tragó saliva, viendo de vuelta la enorme nave que se divisaba en el cielo.

―Un extraterrestre ―dijo finalmente Ted.

El niño alzó la mano despidiéndose, he hizo unas últimas señas dedicándole unas palabras. Luego, en un abrir y cerrar de ojos, un enorme destello blanco los cegó por un instante y todo desapareció.

Apenas solo un curioso casco en forma de calabaza quedó rodando en el suelo. Un casco que, al mirarlo, los tres niños lo guardarían, atesorándolo como un recuerdo fascinante el resto de sus vidas. Un recuerdo que pocas personas creerían y ellos jamás olvidarían, remembrando al peculiar y agradecido niño calabaza, y esa pequeña aventura en una noche de Halloween.

FIN

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