Blanco Carmesí II: La Cueva del Dragón ⚔️🐲

(Escrito por Augusto Andra en el año 2024)

Después de quedar maldito, en su desesperada búsqueda de curarse, el guerrero terracota Ion Ohm, tiene tres curiosos encuentros con personajes raros en Megalonia. Un misterioso hombre que recoge cadáveres, un formidable guerrero de las tierras de Valha, y por último, con un cósmico dragón que resguarda un valioso tesoro en una cueva.

(La segunda historia de la saga: Blanco Carmesí)

ÍNDICE

PARTE I

Culminada una agitada y sangrienta noche de batallas, el alba asomaba sus primeros rayos del sol, alumbrando con su calidez las copas de los árboles en la espesura de un frondoso bosque.

Al límite del mismo, un río rojo seguía burbujeando en el suelo, la sangre se negaba a coagularse o a secarse. Había pedazos de hombres esparcidos por todas partes, como si un carnicero traído desde las pailas del infierno hubiese hecho un desguace a afueras del bosque.

De entre el burbujeo de la sangre, los coágulos y pedazos de vísceras y carne despedazadas en retazos, se movían acumulándose en un menjunje amorfo que poco a poco tomaba forma.

Entre tanto sonaban unos fuertes pasos de zapatos de madera y un quejido de quizá algún soldado sobreviviente. La maza de carne sangrienta se convertía en una especie de cráneo hecho de tripas y venas. Aquella cabeza extraña intentaba surgir desde el fondo del charco de sangre y agonizaba de dolor.

Los pasos de madera cesaron ante el charco, una mano gruesa tan pálida y vendada que parecía muerta del frío por su color azulado, sostuvo a la cabeza sangrienta por la coronilla.

―No, mi señor ―dijo una voz aguda y risueña―. Todavía no es el momento ―habló en voz baja, hundiendo la cabeza hasta desaparecerla en el charco.

Cuando el misterioso hombre subió la mirada, una larga lanza lo apuntaba en medio de las cejas.

―¿Qué era eso? ―preguntó un enorme y robusto hombre, de piel terracota con cabellera larga y blanca.

―¿Qué cosa? ―cuestionó el misterioso hombre.

―Esa monstruosidad en el charco ―aclaró el guerrero.

El misterioso hombre sonrió de oreja a oreja, tenía la boca grande y dientes gruesos muy blancos. Inhaló con su pequeña o quizá ausente nariz, oliendo la punta de la lanza del guerrero.

―Que olor tan divino ―habló desviando la pregunta―. Esta lanza huele a muerte, pero no tanto como usted, señor guerrero ―subió la mirada, detallándole el rostro―. Despide un aroma sublime a sangre fresca. A órganos desgarrados ―se corrigió, sobando la lanza con sus manos―. También a huesos quebrados y a… ¿Un corazón afligido y roto? Me atrevería a decir ―preguntó riendo suavemente.

―Quita tus manos de mi lanza ―bramó el guerrero, sacudiendo su arma.

―Buen guerrero, ¿Es usted el autor de esta obra de arte? ―preguntó el misterioso hombre, señalando el suelo lleno de sangre―. ¿A quién debo el placer? ―Se inclinó en una extraña reverencia.

―Soy Ion Omh. Y soy cazador, no guerrero ―respondió, haciendo sonar la lanza contra el suelo.

El misterioso hombre rió con su aguda risilla incómoda, dando unos pasos hasta un cuerpo muerto que le faltaba un brazo.

―No me mienta, señor Omh. Un cazador no lucha de esta manera ―cogió el brazo cortado que estaba en el suelo para examinarlo―. Umm, un guerrero tampoco… pero, ¿una bestia? Ah eso es otro cuento ―levantó una de sus manos con mucho interés.

La agudeza en la mirada de Ion no se había percatado del todo de lo extraño de aquel hombre misterioso. De repente detalló más sus brazos, unos macizos brazos de manos gruesas levantaban el cuerpo muerto del suelo, entre tanto, otras dos manos, casi raquíticas con brazos delgados, revisaban el brazo cortado y la armadura del muerto.

 Ion apretujó la lanza, en posición de alerta.

―¿Qué acabas de decir? ―volvió a cuestionar al misterioso hombre.

―Ahh ―pronunció con interés―. Presta atención al detalle, eso es bueno, señor Ohm. ―De su espalda desamarró un enorme sacó―. Puedo olerlo desde aquí, usted y yo somos iguales ―dijo el hombre, con una rara entonación de pesar y gozo a la vez.

Mirándolo de arriba abajo, Ion se asqueó de la repugnante comparación. Ese hombre que escarbaba entre los cadáveres no podría llamarse humano. No solo por su deforme rostro ausente de nariz y cabello, ―su cabeza vendada le daba un aspecto deplorable y le cubría un ojo―; sino también por su jorobado cuerpo de palidez azul, su vestimenta harapienta y por contar con dos pares de pequeños brazos más que ocultaba cruzándolos en su barriga.

―Tú y yo no tenemos nada en común. Ni siquiera el blanco de nuestros ojos se asemeja ―declaró Ion, afincando su voz en cada sílaba.

El deforme hombre se rió de nuevo y abrió el saco.

―Con una simple mirada cualquiera podría ver que somos dos gotas de aguas de distintos manantiales, señor Ohm. Nada nos compara físicamente, yo soy débil y no me gusta pelear ―recalcaba el sujeto, entretanto acomodaba el cadáver del guerrero para meterlo en el saco―. Ah, pero aun así, seguimos siendo gotas de agua ―volvió a reírse―. Más bien de sangre… ―tornó a mirarlo directamente con su ojo enorme y descubierto―. Sí que tenemos algo en común, ¿Qué acaso no puede verlo con esos ojos especiales que tiene? ―Le preguntó con suspicacia.

―Habla de una buena vez, o usaré mi lanza para sacarte las palabras del cuello ―hizo sonar su lanza en el suelo con más fuerza.

El estruendoso sonido alzó el vuelo de un par de cuervos que vigilaban los cadáveres en las copas de los árboles.

―Hablaré, hablaré ―respondió sonriente. Con la ayuda de sus gruesos brazos y de una patada, terminó de meter el cadáver en el saco―. Puedo olerlo con mi nariz. ―Se señaló la nariz aparentemente cortada―. Ustedes y yo estamos malditos, señor Ohm. ¿Qué no lo ve? ―Le hizo cuestionar.

El guerrero arrugó la mirada, la verdad lo atravesaba y de alguna manera, le relajó los músculos, ¿Qué tanto sabía ese hombre de él?

―¿Cómo lo sabes? ―preguntó Ion.

―No eres el primer maldito que veo ―contestó con rapidez, revisando otro cadáver cercano―. He vivido por mucho tiempo y mi nariz es buena para oler cosas más allá de lo evidente, así como tus ojos, ¡Ah! Los ojos no huelen, solo ven, ¿verdad? ―Y soltó una carcajada que solo le hacía gracia a él.

Ion asintió y se aproximó con cautela al sujeto.

―¿Qué es lo que hueles en mí? ―formuló con más respeto.

―¿Qué puede usted ver en mí, señor Ohm? ―contestó con otra pregunta, seguía examinando el cadáver.

―Veo una persona que no es de este mundo, un monstruo que el hombre común no podría entender… Veo, mucha muerte en sus manos ―habló clavándole una mirada desafiante.

El sujeto abrió el saco de nuevo.

―Tiene bueno ojos, señor Ohm. Pero se equivoca en dos cosas ―levantó dos dedos, después procedió a guardar el otro cadáver en el saco―. Yo no obro la muerte que ve en mis manos, no soy un asesino. Lo que sí soy es un hombre, alguna vez fui tan humano como usted y como cualquier otro. Las maldiciones son distintas para todos, señor Ohm. La mía no mata, pero envenena ―confesó, guardando el cadáver.

El saco del sujeto lucía ligero, a pesar de que Ion había visto como el misterioso hombre maldito, lo había llenado con dos cadáveres, el pedazo de tela cocido parecía todavía vacío y flaco.

―¿Qué haces con esos cuerpos? ¿Qué clase de magia tiene ese saco? ―cuestionó Ion con nerviosa y cautelosa prudencia.

Con una de sus manos gruesas, el hombre agitó el saco, parecía una tela sucia ondeándose en el viento, incluso tenía algunos agujeros.

―Soy un penitente, un errante de la muerte. Este es el precio que tengo que pagar para seguir vivo y ser hombre de nuevo. Recoger cadáveres es un trabajo fácil ―explicó, sonriéndole con la boca muy abierta.

―Esa es tu maldición… Eso quiere decir, ¿qué sabes cómo romperla? ¿Sabes romper maldiciones? ―Ion se entusiasmó y cogió al hombre jorobado por el cuello de su ropa.

Agitando las manos con miedo, el hombre sostuvo con cuidado el fornido brazo de Ion para calmarlo.

―No existe maldición inquebrantable, señor Ohm. Lamentablemente no conozco de artes oscuras, nunca me interesaron… Verá, yo era médico, sé de cuerpos y medicinas… ignoro de magia ―suplicó nervioso, tratando de quitarse la mano dura de Ion del pescuezo.

Ablandando la mano, Ion soltó al sujeto. Con sus manos delgadas y pequeñas se ajustó la ropa, abotonándose los botones que se le habían soltado.

―Tus elocuentes palabras no ayudan a mi desdicha ―pronunció Ion, enfundando la lanza en su espalda.

―Lamento que este humilde servidor de la muerte no pueda ayudarlo. Usted huele a muerte fresca, señor Ohm ―resopló por la nariz―. Lo sigue la muerte, y yo la sigo a ella. Ese es mi trabajo, dediqué mi vida a estudiar el cuerpo humano y todavía en esta otra vida, sigo trabajando para buscarlo ―dijo sobándole la cabeza a otro cadáver―. Tenga por seguro que mientras las guerras y las batallas se sigan librando en este suelo, usted y yo nos encontraremos de nuevo ―proclamó sonriente.

Justo antes de marcharse Ion Ohm le regaló una última mirada.

―¿Quién eres? ―finalmente preguntó.

―Oh, he tenido muchos nombres, tantos que ni recuerdo cómo me llamaron mis padres ―sopesó mirando al cielo―. A los de mi congregación nos llaman: «Los recoge cuerpos», también: «Los hijos del silencio», aunque no para mí porque soy muy parlanchín ―soltó una carcajada―. Pero el apodo que más me gusta es: «Los cuervos», porque al igual que las rapiñas, solo aparecemos después de la muerte. Sí… somos igual que ellos, vestimos de negro y seguimos a los ejércitos y a la guerra. ―Se sobó la quijada, pensativo.

De un salto animado, volvió al trabajo tocando la armadura de otro cadáver para quitársela.

―Entonces hay más como tú ―curioseó Ion.

―Unos cuantos, sí ―respondió sin mucho ánimo.

―¿Alguno de ustedes ha escuchado hablar de los zambara? ―preguntó con la mirada seria y fruncida.

―Los zambara, umm… ―entrecerró los ojos pensando―. Me suena de algo, creo que es un pueblo muerto. Ya no hay rumores de ellos, le preguntaré a mis compañeros. La próxima vez que nos veamos te contaré ―presumió su red de información.

―Te lo agradecería ―asintió Ion con respeto y giró para seguir caminando.

―Soy yo quién debería estar agradecido por su obra de arte, señor Ohm ―expendió los cuatro brazos, vislumbrando la sangre―. Y hablando de rumores, algo que sí se cuenta es sobre una horripilante bestia que aparece en las noches. Un monstruo sanguinario que no doblega cuando caza… ¿Lo ha visto por aquí, señor Ohm? ―Su boca torcida sonrió de oreja a oreja.

Un peso de culpa cayó en los hombros de Ion, pero cuando giró para encarar al misterioso hombre maldito, no había más que sangre y cadáveres en la ruta del bosque.

PARTE II

Pasada la tarde, el sol caía aproximando una noche en la que el frío del inverno se avecinaba. En aquella taberna de mala muerte, los errantes guerreros y mercenarios llenaban sus estómagos con caldos calientes, carnes asadas y vino.

La estruendosa puerta se abrió golpeando la pared, la última luz del crepúsculo iluminó la entrada, formando la sombra de un enorme guerrero que entraba al vestíbulo, llevaba llamativas vestimentas rojizas y azules, abrigos gruesos y un casco con enormes cuernos, iba acompañado por su joven escudero.

―Buenas noches ―dijo el guerrero con voz tenue, pero proyectada.

Cada persona lo escuchó al entrar más por su voz que por la puerta sonando. El escudero le quitó el abrigo, era un muchacho joven con brazos tan fuertes como los del guerrero.

Suspirando con fuerza por su nariz, moviendo los velludos y pelirrojos pelos de su barba, dio un corto vistazo a los demás sujetos de la taberna. Todos eran iguales, un par de enormes tipos con cicatrices en los brazos, ―sin cerebro probablemente―, unos encapuchados y enclenques, ―ladrones quizá―, otro par con armaduras relucientes, ―mercenarios costosos de seguro―. Pero hubo uno que le llamó la atención, otro enorme tipo sentado en la barra del cantinero, un hombre alto vestido de negro, de piel terracota con cabellera larga y blanca, llevaba una lanza amarrada en la espalda.

El sujeto asintió confiado. Al caminar tintineaban su cota de malla, las cadenas y accesorios que llevaba colgando en la barba. Cada hombre en el bar se le quedaba viendo, nunca nadie había visto a un hombre tan alto y fornido, y mucho menos con el cabello y la barba tan rojo como el fuego.

Haciendo uso de su estruendosa llegada, se sentó en la barra e hizo señas al cantinero para que le sirviera.

―Dos grandes jarras de vino, una para mí y otra para mi muchacho. ―Su voz sonaba como tambores de guerra.

―Gracias, pá ―dijo el muchacho, con una voz parecida a la de su padre.

Con una innegable similitud familiar, ambos pelirrojos bebieron del vino como si estuviesen compitiendo.

Cuando acabó de beber, el guerrero torció la mirada observando al hombre de piel terracota y cabello blanco.

―De entre todos los hombres en esta taberna. No, de entre todos los hombres en este pueblo… ―mencionaba el guerrero.

―Del país, pá ―adicionó el muchacho.

―Sí del país entero. ―Se corrigió―. Te aseguro que nadie había visto hombres como nosotros. Tú y yo somos iguales ―golpeó la mesa con la jarra de madera―. Mi muchacho y yo venimos del norte, de las frías montañas de Valha, donde los dragones escupen hielo, el agua y el fuego valen más que el oro y las mujeres te pueden matar si no te las follas bien ―soltó una escandalosa carcajada, acompañada por su hijo.

Ion Ohm ni se inmutó, seguía dedicado a beber de su caldo caliente de gallina, se le estaba enfriando.

―¿De dónde vienes? ―Le preguntó el guerrero―. He conocido guerreros de piel tan oscura como la noche,  piel canela y pieles pálidas como estos malditos ―señaló a los otros sujetos de la taberna con el pulgar―. ¿Has visto a la gente de oriente? Tienen la piel amarillenta; he visto muchas pieles y cabellos de muchos colores como el mío. Pero nunca había visto a nadie como tú: piel terracota y cabello blanco. ―Se inclinó hacía él, con su mano le rosó una hebra del cabello.

Al mover el brazo con rapidez, Ion alejó la mano del sujeto con sutil fuerza.

―No me molestes, estoy comiendo ―respondió Ion.

―Respecto la comida de un hombre, es lo que nos llena de energía para seguir luchando. ―Se tocó el pecho con el puño―. Y claro, el confortable y caliente lecho de una mujer con buenas tetas ―bramó otra carcajada―. ¿Sabes si hay un buen burdel por aquí? ―Le preguntó amistosamente.

―Ir de putas no es de caballeros ―mencionó Ion, antes de sorber un poco de sopa.

―¿Qué no es de caballeros? ―preguntó el guerrero, riéndose―. No sé de qué parte vengas, pero los caballeros son los que más aman las putas, les pagan más. Se creen mejores, con sus armaduras relucientes, sus insignias bonitas y sus estatus sociales de princesas. ―Se dio la vuelta apoyando la espalda en la barra de la taberna, entre tanto seguía hablando al observar a unos cuantos caballeros sentados que los miraban hablar.

El guerrero no le importaba si aquellos caballeros tenían altos rangos o si eran simples mercenarios, con normalidad, nadie le hacía frente.

―En fin, amigo. Las putas no son para mí, estoy casado mira. ―Le enseñó una pulsera dorada que tenía en la muñeca, un bonito brazalete delgado con cadenas y unas manos que lo entrelazaban―. Son para mi muchacho, ya sabes cómo son los jóvenes, si no le consigo una mujer se va a matar a pajas cuando no lo vea. ―Y volvió a reírse.

―¡Oye, pá! ―El chico se levantó de golpe, avergonzado.

El muchacho apretó el puño y le dio una golpiza a su padre en el brazo y el pecho. El gigantón se resbaló de la silla sin parar de reír, casi le tumba la sopa Ion, derramándola un poco en la barra.

―Oh, mil disculpas, amigo ―dijo amablemente, palpándole la espalda con fuerza a Ion―. Cantinero, sírvale otra sopa a mi amigo y póngale más gallina, un guerrero necesita más carne que caldo ―exigió con estruendosa y jovial voz.

―No es necesario, gracias. Ya me iba ―contestó Ion, levantándose de la barra.

La enorme mano del guerrero se posó sobre su hombro, era pesada y áspera. Ambos eran casi de la misma estatura, el guerrero sobrepasaba a Ion apenas por unos centímetros, ―quizá por sus enormes botas―, además su corpulencia, junto a su barba y cabellera larga y rojiza lo hacía parece más grande de lo normal.

―Si ya te vas… Hablemos afuera. ―Le susurró al oído―. Me gusta como se ve el filo de tu lanza ―comentó, mostrando los dientes con ansioso deseo de batalla.

Ion arrugó el rostro, desde que el guerrero de Valha le puso el ojo encima sabía que no iba a librarse de él con facilidad, aun así, Ion tampoco había hecho mucho esfuerzo para zafarse de la situación. Un encuentro a muerte se avecinaba, no quería pelear, pero no tenía más remedio, ese enorme tipo era demasiado insistente.

Al abrir la puerta de la taberna, Ion vio con el rabillo del ojo una gigantesca hacha posada en la entrada; una enorme arma de doble filo, con runas y gemas azules grabadas en torno al diseño. Su tamaño era monumental, era de esperar que aquel guerrero peleaba con esa monstruosidad en las manos; dejarla así sin cuidado en la puerta era evidencia de su poderosa fuerza, se requerirían por lo menos tres hombres para poder robarse esa cosa.

Sin mucho esfuerzo, el guerrero pelirrojo tomó el hacha con solo una mano, la agitó ondeando su filo metálico y la clavó de cabeza en el suelo.

Por otro lado, Ion caminó unos cuantos pasos alejándose de él, se quitó la capa negra que lo cubría desenfundado la lanza en su espalda.

―Los guerreros afrancanos usan lanzas para pelear y cazar, también palos de metal sin filos, ¿Eres de por allá? ¿De Afranca? ―preguntó el guerrero.

No hubo respuesta de Ion.

―Es un lugar terrible para gente del norte y de montañas como nosotros. Hay demasiado calor, casi muero, no hay honor en morir deshidratado y que te muelan a palos. Hay que morir peleando en las mejores condiciones, como un verdadero hijo de Odán ―levantó el brazo con orgullo, mostrando sus bíceps.

―Yo soy un hijo del Padre Ohk y de la madre Oah ―pronunció con orgullo, haciendo sonar su lanza al golpear la vara contra el suelo.

Mirando a su hijo de reojo, el guerrero se alzó de hombros.

―No conozco a tus dioses ―correspondió a Ion―. Recita tus rezos, existen pocos hombres y bestias que sobrevivan a un hacha forjada en Valha ―agitó su hacha por encima de su cabeza y la tomó con ambas manos.

Ion pisó con fuerza, posicionando la lanza como un mástil de guerra. El guerrero de Valha giró el hacha, subiéndola unos cuantos centímetros por encima de su hombro. El ocaso se perdía en el horizonte, los últimos rayos del sol se reflejaban en la filosa curva del hacha, dibujando unos radiantes aros de luz que, al rebotar en el metal, se convertían en destellos luminosos, ―parecidos a magia―, que adornaban las paredes y el suelo.

Aun con sus especiales ojos, Ion jamás había visto tales reflejos en un metal, ¿con qué técnicas habrían forjado esa arma de Valha?

El guerrero pelirrojo aspiró un cúmulo de aire, bramando un ensordecedor grito de guerra, que escupió con toda la fuerza de su garganta. Un grito acompañado de salivajo, tan intenso como si un enorme león le hubiese rugido a Ion en el rostro.

Sin parpadear, Ion no le quitó la vista de encima. A pesar de su tamaño, el sujeto enorme era rápido, en unos cuantos pasos se abalanzó sobre Ion, con la fuerza y velocidad de un oso.

El hacha se movía como un mero abanico en las manos del guerrero, Ion apenas podía esquivar las ráfagas del filo. Cuando era tarde, usaba la punta de su lanza para chocar con los bordes del hecha y desviar su trayectoria. Cada vez era más difícil, Ion sentía como la fuerza muscular del guerrero de Valha aumentaba con cada hachazo; cuando chocaban los metales, la lanza se tambaleaba vibrando en las manos de Ion, como si estuviese a punto de romperse.

A esas alturas de la batalla, los penetrantes ojos de Ion, calculaban cada movimiento muscular del guerrero. La forma en cómo sostenía el hacha, cuando apretaba las manos y movía los bíceps, la respiración cortante al atacar y agachar o erguir su espalda, ―y por último―, un específico punto débil. Ion notó como al pisar y mover sus caderas, el guerrero pisaba con menor fuerza y cuidado con su pierna izquierda, los años de batallas y su peso muscular enorme y pesado caían en ese minúsculo punto debajo de su rodilla.

A pesar de llevar en su espalda una cantidad razonable y lamentable de muertos, Ion no se consideraba un asesino. Sus ojos no solo habían divisado un punto débil en aquel hombre, también a través de su vista sintió un enorme respeto, bondad y honor, en el hombre que agitaba el hacha como un desquiciado guerrero. Pese a eso, Ion no podía vacilar, el concepto de honor de ese hombre, ―o más bien el concepto de morir en batalla para él―, erradicaba en el honor, si el valhirio lo mataba en ese instante, probablemente sus dioses como ese tal Odán, lo recompensarían por llevar un alma más a su paraíso, no había deshonra en el asesinato en batalla.

Entonces debía actuar, el hacha ya había surcado cerca de su cabeza en dos ocasiones, cortándole varios mechones de cabello blanco. Ion no deseaba matarlo, cierta empatía le decía a través de sus ojos que quizá ese monstruoso guerrero podría ayudarlo.

Inclinándose al esquivar un hachazo, Ion apretó con la fuerza de sus dedos la vara de su lanza y con un movimiento tan rápido como el de una serpiente, clavó la punta de la lanza en la pierna del guerrero, junto debajo de la rodilla. Un crujir extraño preocupó a Ion, los segundos pasaron y la sangre no emanó. El guerrero soltó una risilla, para cuando Ion subió la mirada, el hacha del pelirrojo caía como un troco ante sus ojos.

Ion sacó la lanza interponiéndola ante filo brillante, el hacha chocó con la lanza, otro crujir desquebrajaba la vara, otorgándole milagrosamente a Ion unos segundos más para poder deslizarse en el suelo y salvarse de un hachazo que probablemente le hubiese cortado la cabeza de un tajo.

Con el mismo movimiento en el suelo, Ion se levantó de golpe, enseñando los nudillos. El guerrero valhirio levantó el hacha de nuevo por encima de su cabeza, pero al dar un primer paso, el peso del arma y el de su propio cuerpo le hizo tambalear la pierna herida. El sonido de otro crujido en los pies, desquebrajó lo que parecía ser una prótesis de madera. La pierna se dividió en dos pedazos como si fuera un tronco cortado a la mitad. El pelirrojo no tuvo más remedio que apoyarse sobre su hacha, admitiendo su derrota.

―Eres un guerrero con astucia ―sonrió el valhirio―. Viste a través de mí… Toma, usa mi hacha y acaba conmigo ―requirió, tocándose el pecho con orgullo.

―Aun si la fuerza de mis brazos pudiera con el peso de esa hacha, no tomaría la vida de un valiente y honorable guerrero ―admitió Ion, acercándose al guerrero posando su mano amiga en el hombro del pelirrojo―. Ven, te ayudaré a sentarte ―dijo, cruzando el brazo del valhirio encima de su espalda para levantarlo.

―¡Muchacho ven! ―Le gritó a su hijo entre risas―. Si este tipo no puede levantar mi hacha, mucho menos lo hará conmigo sin ayuda ―levantó el brazo apoyándose en el muchacho.

Ambos lo ayudaron a caminar sentándose en unas bancas a la entrada de la cantina, casi se rompen por el peso del guerrero e Ion.

―Entonces, hombre terracota. Tal parece que esos dioses Ohk y Oah, también conocen de honor y perdón ―mencionó, abrazándolo con fuerza.

―El Padre Ohk nos enseña a luchar con honor y justicia. La Madre Oah imparte enseñanzas de humildad, misericordia y perdón ―compartió, cerrando los ojos para reflexionar.

―Vaya, que extraño. Normalmente las mujeres son las que no perdonan ―mencionó el muchacho, parado frente a ellos. Hizo una mueca de vergüenza por interrumpir la conversación.

Su padre echó una fuerte carcajada. Le tocó el hombro a Ion con fuerza, señalándose la pierna rota.

―Las mujeres en Valha no son como las mujeres del resto del mundo, son unas desgraciadas guerreras. Mira esto. ―Se arremangó el pantalón enseñando su pierna rota de madera, desabrochó unas ajustadas correas quitándose la prótesis―. Cuando era joven, casi la misma edad que Vilken, varios guerreros competíamos en el festival de los gigantes de Belfrost, una gran celebración con riquezas de por medio ―comenzaba a narrar con elocuencia―. Morir en la arena de batalla de los gigantes de Belfrost es uno de los mayores honores de un valhirio, mueres y vas directo al paraíso, pero si sobrevives, la vida te recompensa con sangre eterna, músculos titánicos y armas dignas de un dios ―chocaba el puño en su pecho, enumerando las recompensas―. Y de pronto, ¡Zahh! ―gritó moviendo la mano como un tajo hacia su pierna―. Apareció esa desgraciada rubia con el cabello bañando en sangre y de una estocada me arrancó la pierna. Fue justo en ese momento cuando la miré a los ojos, que supe que tenía que cazarme con ella. ―Se le iluminaron los ojos como a un niño enamorado.

Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Ion, hacía mucho tiempo que no expresaba alegría en su rostro.

―Ya, pá. Has contado esa historia miles de veces. ―Se quejó el muchacho virando la vista.

―¡Es una historia de verdadero amor! ―respondió con el ceño fruncido―. Que vas a saber tú, muchacho. Solo te gusta ir de putas. ―Se tambaleó en la banca―. ¿Puedes creer que ni siquiera le gustan las mujeres de Valha? Dice que son muy grandes, yo siempre digo que mientras más grande mejor. Mi mujer es más alta que yo ―dijo sonriendo de par en par.

―Ustedes la gente de Valha son muy… elocuentes. Tienes costumbres muy diferentes a las que estoy habituado ―expresó Ion, con cierta melancolía en sus palabras.

El hijo del guerrero se interesó dirigiéndose a Ion.

―¿Y de dónde precisamente es usted, señor? ¿Qué acostumbran en su pueblo? ―preguntó con curiosidad.

Hubo un momento de silencio, donde solo el viento frío anunciando la caída de la noche, resoplaba en la entrada de la taberna.

―No tengo costumbres y tradiciones como los valhirios… Porque no sé de dónde provengo ―posó sus manos apretándose las rodillas―. Pero sí sé a dónde voy ―frunció el ceño, mirándose las manos.

―¿A dónde te lleva tu norte? ―preguntó el guerrero.

Ion suspiró, lo que estaba a punto de hacer le quitaría un peso de encima. Desde aquel maldito encuentro con la magia, nunca había hablado con alguien de su desdichada situación.

―Ustedes han viajado más que yo, ¿Han escuchado hablar de las Montañas de Otana, la tierra de los Zambara? ―preguntó con decisión, su mirada había cambiado a una profunda vista con penuria y deseo.

El chico apretó los labios desviando la mirada, el guerrero echó un bramido de repulsión y pisó con fuerza el suelo.

―No sabemos en qué dirección están esas montañas, pero sí hemos visto a uno de esos malditos Zambara ―apretó los dientes con enojo.

Ion abrió los ojos de par de par, se levantó del asiento de un salto, cruzando la mirada con la del guerrero. Al fin conseguía una pista.

―¿Dónde puedo encontrar a ese hombre? ―cuestionó, apretándole los hombros al guerrero.

―Bájate de esa nube, amigo. Ese zambara está muerto, mi muchacho lo mató ―señaló a su hijo con la nariz.

Al girarse, Ion penetró con la mirada al muchacho, el chico se alzaba de hombros.

―Yo solo le di el último golpe y le corté la cabeza. Mi padre y otros guerreros hicieron el trabajo pesado ―explicaba el chico, tocando el pomo de su espada en el cinto―. ¿Por qué buscas a los zambaras? Son hechiceros muy peligrosos ―curioseó de nuevo.

El guerrero volvió a tambalearse en la banca.

―No me digas que… ―miró a Ion y de vuelta miró a su hijo con sorpresa―. ¿Estás maldito? ―preguntó con pesar.

Cerrando los ojos, Ion asintió con vergüenza.

―¿En qué animal te convirtió? ―cuestionó el joven.

Ion enarcó una ceja, parecía que los guerreros de Valha sabían más de lo que él pensaba. ¿Qué clase de encuentro habrían tenido con ese zambara?

―¿Cómo es qué… ―Ion no supo qué preguntar.

―Vilken, eso no nos incumbe ―interrumpió el padre―. Mira, antes de partir de Valha uno de esos zambaras apareció en mi aldea, llevaba una máscara de madera y plumas en su ropa, era extraño sin duda, pero le dejamos quedarse; la gente de Valha es curiosa y nos gustan las visitas ―narraba con la cara enfurruñada―. Esa vez nos confiamos, no sabíamos que los zambaras son cambiapieles, pueden convertirse en animales ―decía recordando a viva voz.

―Más bien en monstruos ―agregó el muchacho―. Ese zambara fue a Valha en busca de un dragón de hielo para robarse su piel y transformarse. Cuando lo consiguió atacó a la aldea. ―El chico apretó los dientes, al mismo tiempo que apretaba el mango de su espada.

―Su magia negra es peligrosa, cuando atacó no solo se convirtió en un dragón de hielo… convirtió a varios de nosotros en animales fáciles de tragar. ―Se quitó el casco con cuernos, posándolo en sus piernas―. Perdimos a varios ese día, yo perdí a mi hermano… ―cerró los ojos, arrugando la boca y la barba―. Ese maldito zambara lo convirtió en una oveja y lo devoró… ―suspiró con pena―. Gracias a Odán que Vilken fue más listo y en medio de la batalla, saltó entre los árboles y le cortó la cabeza ―sumó moviendo las manos con más alegría y orgullo.

―Los demás volvieron a la normalidad cuando el zambara murió ―reveló el muchacho―. Si consigues al zambara que te maldijo y lo matas… ―Vilken fue interrumpido.

―No es posible ―declaró Ion―. Me maldijo en el momento que lo asesiné ―bajó la mirada, desesperanzado.

El padre cruzó miradas con el hijo, arrugó los labios y asintió, devolviéndole una ojeada profunda y seria.

―Vilken, dale el mapa ―señaló con sus dedos gruesos, enfatizando su voz gruesa.

―¿Hablas enserio, pá? ―cuestionó el muchacho, pero al ver la expresión desgajada de su padre, comprendió que no podía opinar.

El muchacho asintió de mala gana, aceptando la verdad en la mirada de su progenitor. Buscó entre sus cosas, sacando de un bolso un pergamino viejo y amarillento. Vilken le sacudió el polvo ofreciéndoselo a Ion.

―Gracias, pero no necesito tesoros. ―Con delicadeza sostuvo el papel, para no menospreciar el acto caritativo.

―Creo que nuestros dioses nos trajeron a este pueblucho por una razón. Yo no creo en las casualidades ―aludió el guerrero.

Abriendo el mapa con curiosidad, Ion observó los hermosos detalles ilustrados de un relieve montañoso, un camino en forma de serpiente que pasaba por varios lugares, ―entre tantos, ese pueblo―, hasta llegar a una cueva a varios kilómetros cerca de allí.

―El propósito de un guerrero de Valha es morir con honor en batalla. He viajado por muchos sitios buscando guerreros y criaturas formidables para así despedirme de este mundo, y preparar nuestro nuevo hogar cuando mi familia me acompañe en el paraíso ―cerraba los ojos, relatando con inmodesta voz.

―¿Para qué me cuentas esto? ―cuestionó Ion.

―Encontramos ese mapa en las pertenencias de un sujeto que mi padre derrotó. Estaba buscando un objeto mágico, más bien un arma mágica ―agregó Vilken, sonriéndole por primera vez a Ion.

―Ese hombre nos contó que, dentro de esa cueva, hay una espada mágica capaz de otorgarle vida eterna a su portador y curar sus enfermedades ―describió con emoción―. Ignoro que tanto poder puede tener una maldición y la magia de los zambara, pero es una oportunidad que te han dado los dioses al conocernos… Esa espada podría romper tu maldición ―movió la mano de nuevo como un tajo hacia el pecho de Ion.

Los ojos de Ion se iluminaron con un atisbo de esperanza. Desde fue que maldito, su mente se había concentrado en rastrear un indicio del paradero u origen de los zambara para deshacerse de su maldición, pero en su cegada travesía de venganza, nunca había pensado en la posibilidad de buscar otros métodos que pudieran romper esa maldición. Entonces recordó las palabras de aquel extraño sujeto que se encontró hacía varios días a afueras del bosque: «No existe maldición inquebrantable, señor Ohm».

―¿Cómo podría agradecerles este gesto de amabilidad? ―correspondió Ion, agachando la cabeza.

El guerrero carcajeó golpeándole la espalda a Ion con la mano, casi lo tumba de la banca.

―Solo sobrevive, amigo. Consigue esa espada y la próxima vez que no veamos, dame la mejor de las batallas ―crujió los dientes apretando las manos con emoción.

Ion chistó con una sonrisa, de alguna manera, sabía que el guerrero le respondería algo similar.

―Sobrevivir… ―pensó Ion en voz alta―. Supongo que esa espada no está sola, ¿Qué hay dentro de la cueva? ―preguntó Ion.

―Un maldito dragón ―dijo el guerrero, señalando un dibujo alado al borde del mapa.

Entretanto Ion y el guerrero hablaban, Vilken se desabrochó la espada del cinto y se la arrojó a Ion en las piernas.

―Vas a necesitar un arma fuerte para matar a un dragón, tu lanza está rota. ―Se cruzó de brazos, intentando disimular su preocupación.

―Ese es mi muchacho ―carcajeó de nuevo―. Las armas que forjamos en Valha están recubiertas de plata y minerales de las minas de Lockhat. Perfectas para matar criaturas de la noche y bestias mágicas ―describía, desenfundado la espada.

Era evidente que la espada de Vilken tenía el mismo brillo perpetuo que tenía la enorme hacha del guerrero.

―No puedo dejarte desarmado. ―Ion quiso devolver la espada, alzándola encima de sus manos.

El muchacho se burló de Ion, empujándole la espada al pecho.

―En Valha las espadas son armas de novatos, para que los niños aprendan a luchar. Ya viene siendo hora de que forje un hacha como la de mi padre cuando vuelva a Valha. Puedes quedártela. ―Se tocó el pecho en señal de respeto.

Ion no supo que decir, miró la espada y el mapa posados en sus piernas, no estaba acostumbrado a recibir tanta amabilidad después de una pelea.

―Por lo que me quede de vida, jamás olvidaré a los guerreros de Valha ―juró Ion, tocándose el pecho como lo hacían ellos.

Al mismo tiempo, padre e hijo hicieron la seña de Valha golpeándose los pectorales con fuerza.

Ion se levantó de la banca colocándose el cinto de la espada en la cintura, ―era un poco pesada―, pero podía manejarla. Desenfundó el arma comprobando el brillo del metal y la movió en el aire para acostumbrar su muñeca al peso, y su mano al cómodo mango que no resbalaba en entre sus dedos.

―Es una buena espada, igual que su portador ―resumió Ion, enfundando el metal.

―Gracias ―asintió el muchacho, relajando los brazos.

Caminando unos pasos, Ion buscó los retos de su lanza rota y su capa en el suelo. Recogió los pedazos rotos y se los ofreció al muchacho.

―Espero que regalar un arma rota no sea una ofensa para su pueblo, pero el metal de mi lanza es tan fuerte como el hacha de tu padre ―mencionaba Ion, ofreciéndole el filo―. Si de alguna manera esto puede compensar el gesto que acabas de ofrecerme, me haría muy feliz que uses este metal para forjar un medallón, o una pulsera de matrimonio como la que lleva tu padre ―ofreció, depositando la punta en las manos del muchacho.

El chico se sonrojó, entretanto su padre soltaba una carcajada estruendosa.

―A ver si viene siendo hora de que busques una buena mujer y dejes de ir a las putas. ―El padre entre risas, le golpeó la espalda al hijo con la palma de la mano.

Casi se le cae la punta de la lanza a Vilken.

―Estaba pensando en usar el metal para mi hacha… Me estás comprometiendo a algo peor que una pelea… el matrimonio. ―Vilken trago saliva con preocupación.

―Tener una familia a tu lado es la mayor de todas las bendiciones, quiero creer que todas las razas piensan igual ―predicó Ion.

―Escucha al buen hombre, muchacho. Si no fuera por tu madre, mi vida sería una batalla aburrida sin nadie con quien pelear ―siguió riéndose―. Te digo algo, amigo. Este chico me preocupa, ni una sola de las muchachas de todas las villas de Valha le ha gustado y todas estaban detrás de él después de matar al zambara, ¿Qué voy a hacer con él? ―bufó cruzando los brazos.

―Tú mismo lo dijiste, pá. En Valha nos gustan los extraños ―interpuso sus palabras alzando la voz―. Forjaré una pulsera de compromiso y me casaré con una guerrera de su raza, señor. Una guerrera terracota con hermosa cabellera blanca ―prometió, frotando la lanza en su pecho.

―Te deseo suerte, Vilken de Valha. Porque ni yo mismo sé si quedan más de los míos. ―Le estrechó la mano con fuerza, estableciendo un anatema.

Ion vistió su capa negra, ajustándola con fuerza. Abrió el mapa para ubicarse mejor.

―Quisiera partir de inmediato ―dijo entusiasmado.

―Nosotros nos quedaremos un tiempo por aquí. Tengo que hacerme una pierna nueva ―señaló con el dedo su pierna de madera rota.

Antes de marcharse, le dio la mano al guerrero. Su apretón era tan fuerte como su hacha.

―Mi nombre es Ion Ohm ―saludó en el apretón.

―Yo soy el formidable Tholren Elroyson de Valha. Sé que saldrás victorioso, que tus dioses y Odán te acompañen en tu norte ―completó el saludo, regalándole una última sonrisa.

Justo antes de marcharse, apenas y a unos pocos pasos, el muchacho Vilken le gritó:

―Señor Ohm. Si encuentra a los suyos antes que nosotros, llévelos a Valha. Diga que va de nuestra parte ―vociferó desde lejos.

―Si logras matarme, dejaré que te cases con una de mis hijas, la más alta claro ―gritó por último el estruendoso Tholren.

Ion Ohm alzó su mano para despedirse. Tenía fe que volvería a verlos, sus ojos habían leído a los guerreros de Valha, su aura despedía una barbarie guerrera repleta de luz y honor, su raza era ruda y valiente, vertían confianza y amistad donde pisaran. Sin dudarlo, Ion se emocionaba al pensar en su reencuentro, ahora tenía un propósito más para sobrevivir: conocer las montañosas y nevadas tierras de Valha.

PARTE III

La gruta de la cueva era tosca, estrecha y oscura. A su paso el camino guiaba al aventurero a un espantoso camino con vestigios de huesos de hombres, armaduras oxidadas y algún que otro medallón o accesorios de valor, que nadie se atrevía a recoger por miedo a quedar maldito.

Los pasos del guerrero hacían eco en los pasillos, un silencio espectral dominaba el paso, ni siquiera el ruido animal de los insectos se escucha, o incluso el caer de una gota por la humedad del techo. Era una cueva muerta, desolada, como si estuviese poseída por un espíritu sediento de un encuentro mortal.

No le había tomado mucho tiempo llegar al lugar, leyendo el mapa con cuidado, el guerrero con su nueva espada forjada en Valha, caminó a pasos agigantados descubriendo el camino correcto, a través de un pequeño bosque en donde crecía una montaña, oculta con un par de rocas gemelas lo suficientemente grandes como para tapar la estrecha entrada.

Se detuvo un momento para tomar agua y descansar sentándose en el suelo rocoso. La cueva era extraña, no había arena en el suelo, solo roca sólida, como si estuviese caminando en el corazón de una piedra maciza. El guerrero estaba un poco cansado, había caminado suficiente para llegar allí y la profundidad de la cueva le daba una sensación de peligro ingrata. El mapa no indicaba que tanto debía caminar hasta llegar a la bóveda, donde encontraría aquella espada mágica que lo salvaría de su maldición.

A esas alturas debía de ser de noche, la cueva estaba oscura y desde la entrada los rayos de luz de luna no llegaban a la profundidad en la que se encontraba el guerrero. Sus ojos especiales y cazadores, le otorgaban la virtud de ajustar su visión a tal punto, que incluso en esa absoluta oscuridad podía distinguir hasta el más mínimo detalle entre el suelo, las paredes y el techo. En ese momento, no le importaban los detalles, necesitaba descansar, se arropó con su capa negra y cerró los ojos esperando recuperar fuerzas para seguir la caminata la siguiente mañana.

Gratas horas después, luego de luchar con pesados pestañeos mañaneros, logró desperezarse con un bostezo agotador en el cual no supo cuántas horas había dormido. Y en medio de la oscuridad, tampoco sabía si en realidad era de día.

Al estirarse, sonar sus huesos y ejercitar un poco sus músculos, el guerrero sacó de sus bolsillos unas tiras de carne seca para comer en el camino. Prosiguió su avance en el túnel y siguió caminando durante horas, casi medio día dando pasos. A esas alturas, ese túnel debía haber cruzado la montaña entera, a menos que sin que el guerrero lo notase, el túnel lo dirigiese a lo más profundo de la tierra.

Una persona común y corriente no se habría percatado de un hermoso detalle, pero los ojos de este guerrero terracota veían más allá de lo común y corriente. Aun faltando mucho para final de su trayecto, pero sus ojos captaban partículas en el aire iluminadas por una lejana luz, polvo que destellaba con una luz tardía desde el final del túnel. No quiso correr, debía permanecer calmado y guardar fuerzas para lo que se avecinaba.

La luz se colaba más en la gruta, poco a poco un brillo ambarino chocaba con la roca de la cueva, iluminando un circular camino parecido a un abrazador fuego dorado. Al culminar la ruta, el guerrero se encontró con un pasadizo enorme, ―un agujero donde en picada―, mostraba un gigantesco desierto oculto en la montaña. Hermosas dunas ambarinas que brillaban como el sol del mediodía.

La luz era sublime e intensa, el guerrero desvió la mirada al techo siguiendo las líneas en las paredes. Sobre la bóveda había un agujero hecho de un cristal grueso y transparente, como esos ventanales enormes que adornan los castillos y catedrales. La luz del sol se filtraba por el cristal, recorriendo otro túnel como si fuera el desagüe de una casa.

De un salto el guerrero se lanzó al desierto. Inclinó su cuerpo tomando los granos ambarinos con sus manos y observó con minuciosidad; no era arena, sus manos estaban repletas de pepitas de un cristal, pequeñas e irregulares como diamantes o topacios, valiosos y codiciados. Nada de su interés.

Siguió caminando cruzando la duna más grande, en la punta de la montaña de arena, vio un montículo plano en medio, desde lejos parecía un enorme cementerio con extrañas y largas lápidas. Cogiendo impulso se deslizó por la duna colina abajo, ―entretanto bajaba―, sus ojos enfocaban con más provecho el cementerio. Aquello en filas que adornaba la zona, no eran lápidas como tal, ―o eso pensó guerrero―, se trataba de filas y filas de espadas clavadas en el suelo de diferentes tamaños y formas.

Al pisar suelo firme, comprobó las formas de las espadas, clavadas con ahínco en un suelo que parecía de marfil. La superficie se extendía por varios kilómetros, e igual que un cementerio común, las lápidas de hierro y metal en forma de espadas adornaban el firmamento como un pequeño bosque de armamentos de guerreros fallecidos en batalla. ¿Qué acaso alguna de esas espadas era la dichosa arma mágica?

Apretando los músculos con fuerza, sostuvo el mango de una espada y la sacó del suelo, no era tan pesada y parecía un arma común y corriente, con un diseño grueso adornado con escamas y gemas rojas. Agitó el arma testeándola, la observó entrecerrando los ojos para ver su filo y sus gemas, pero nada despertó algún atisbo de magia en los ojos del guerrero. Esa no era el arma.

Hizo el mismo proceso con otras tres espadas, una enorme y pesada con una hoja en forma de sierra, una de hoja delgada y curva proveniente de oriente, y otra más pequeña que culminaba con un gancho, llevando una cadena larga en el mango. Ninguna era particularmente especial, solo eran espadas, tumbas vacías sin alma.

―Los ladrones de oro cavan mucho y hallan poco ―sonó una estruendosa voz metálica, que hizo vibrar el suelo y las dunas.

El guerrero dejó la espada que tenía en la mano en el suelo y posó su palma en el pomo de su espada de Valha.

―¿Quién anda ahí? ―preguntó, mirando en varias direcciones.

Una de las montañas de arena se deslizó a un lado, iniciando un temblor que sacudía la montaña. La duna crecía como el estallido de un volcán y las pepitas de cristal ambarino sonaban como centenares de joyas cayendo como en una cascada.

La gigantesca sombra de lo que revelaban las dunas cubría casi por completo la plataforma donde reposaban las espadas.

El guerrero aguardó respirando con lentitud sin perder la compostura, no retiró la mano del mango de su espada. La lluvia de arena terminó por caer en el desierto ambarino, aquello frente a sus ojos no podría clasificarse como un dragón, ―era algo más―, un ser extraño y más que mágico, era místico, quizá cósmico, e indescriptible para el conocimiento básico de un guerrero corriente.

Sin duda, su forma recordaba a la de un dragón, pero aquello que tenía por escamas se asemejaba más a interminables filas de incisivas cuchillas, ―formaban un brillante y hermoso patrón en su forma serpentina―, de colores grises, negros y dorados. Tenía un cuello tan largo como el de una jirafa, su cabeza parecía la de un tiburón, puntiaguda y risueña, acolmillada y filosa; la pulcritud lisa y brillante de su rostro evidenciaba que no poseía ojos, en cambio sobresalían unos enormes cuernos curvos que culminaban con dos hermosas gemas rojizas muy brillantes. Su presencia se sentía como el fulgor de un caldero gigante, ―o más bien―, una gigantesca fragua que fabricaba cuchillas para añadirlas a su intimidante y puntiagudo cuerpo.

―¿Vienes a mi cubil sin saber a quién le robas? ―respondió aquella enorme criatura.

―Vine buscando una salvación y a enfrentarme a un dragón. Ofrezco mis disculpas por no saber tu nombre, criatura. Mi nombre es Ion Omh, interrumpo tu sueño para disputar una batalla si es que estás dispuesto a ofrecer resistencia o bien… ―pausó su discurso―. O a entablar una conversación, suplicando ayuda para encontrar lo que preciso… ―volvió a pausar―. Por favor ―solicitó con amabilidad.

Una carcajada sonó en las metálicas cuerdas vocales de la criatura.

―Como podrás ver a tu alrededor, han venido miles de guerreros y aventureros a robar mi tesoro. Y es la primera vez que veo tanta amabilidad y honestidad en unos ojos… “humanos” ―pronunció aquel ser, con un leve tono dubitativo―. Mi nombre es Megardos ―inclinó su enorme cuello hasta llegar cerca del guerrero.

El aliento de Megardos olía a fuego, carbón y a metal derretido.

―Es porque no me considero un guerrero de profesión, solo soy un cazador. Fui esposo y padre y ahora estoy maldito… ―declaro con pesares.

La criatura se paseó alrededor de la plataforma como si fuera una enorme serpiente con una capa de filosas cuchillas encima.

―Entiendo… ―pronunció aquel ser―. Estás maldito, vienes por la salud eterna de la inmortalidad. Típico ―resopló entre dientes, escupiendo cenizas de su boca.

―No he dicho tal cosa ―aseveró confiado.

―Entonces vienes por poder, ¿por venganza? ―Megardos se acercó tan rápido a Ion mostrando los dientes, que tumbó algunas espadas clavadas en el suelo.

―Puede que tengas razón… ―Ion vaciló, mirando la mano posada en su espada―. Deseo hacer justicia, mi esposa y mi hija murieron la noche en la que fui maldito, ellas no tuvieron culpa de mis actos. Quiero redimirme, deseo que nadie más sufra lo que mi familia sufrió y quiero creer que estar en este lugar es el camino correcto para mi cruzada ―confesó alzando la vista a la criatura, sin ningún atisbo de miedo.

Megardos guardó silencio y cerró la boca, irguiéndose de tal manera que su sombra volvió a cubrir a Ion. La criatura observó con atención los peculiares ojos del guerrero captando la verdad en sus sinceras palabras.

―La venganza nunca es manera de hacer justicia, acarrea más venganza, con la misma hoja que cortas puedes ser cortado ―respondió Megardos a Ion.

―No si la hoja que me corta puede curarme ―correspondió Ion.

La criatura sonrió inclinando la cabeza a un lado.

―Eres un hombre curioso, Ion Ohm. Los guerreros que se atreven a cruzar mi cubil, son bastardos sin gloria que buscan poder y fuerza, comandantes de ejércitos que temen morir de viejos y quieren perpetuarse o usurpar a sus reyes, o simples caballeros que siguen las ordenes de lores o reyes en busca de algo que pueda curar sus enfermedades para preservarlos en la eternidad ―enumeraba con despreció y lástima―. Algunas veces vienen simples guerreros que también buscan venganza o el encuentro épico con una muerte que los glorifique, esos son mis favoritos ―volvió a sonreír―. Sin embargo, en todos estos años, es la primera vez que un hombre llega a mí buscando justicia para alguien más, ¿es qué acaso no tienes ambiciones? ¿Poder, riquezas, mujeres, terrenos? ―curioseó inclinándose de nuevo.

―Perdí mis ambiciones la noche que murió mi familia ―cerró los ojos recordando los rostros de su amada esposa y consentida hija―. Hace poco conocí a unos guerreros de Valha y me di cuenta que quizá, tenga motivos para encontrar a los de mi especie y morir en paz junto a los míos ―aceptó Ion, tocándose el pecho como si fuera un guerrero de Valha.

―Después de cumplir tu venganza justiciera ―agregó Megardos.

―Es una forma muy tajante de decirlo, pero sí ―reconoció de mala gana.

―Cada ser vivo, vive con una ley natural que guía sus causales y códigos ―comenzó a decir la criatura―. Según mis normas, un guerrero noble y justo podría llevarse mi tesoro. Puedo ver a través de ti, Ion Ohm. Puedo ofrecerte aquello que los demás anhelan… ―declaró con calma e intriga en sus palabras.

Ion era perspicaz, incluso sus ojos podían ver a través de las palabras. Megardos decía una verdad a medias, pero le preocupaba que incluso con sus ojos, no podía traspasar la coraza de metal de la criatura y descubrir sus verdaderas intenciones.

―No obstante, para saber si tu fuerza es digna, mi ley demanda una batalla a muerte ―pronunció alzando la voz.

En el segundo que Megardos levantó su cuello, Ion desenfundó la brillante espada de Valha. Pese a estar listo, los ojos de Ion no podían creer lo que avistaban.

La figura serpentina de Megardos manifestó su verdadera forma. Aquella manta de metal que lo cubría resultaron ser sus alas de dragón, unas gigantescas extensiones de su cuerpo que cubrían gran parte de la cueva como si fueran un cúmulo de filosas espadas y lanzas puestas en una pared formando plumas gigantes y afiladas. Las patas de la bestia eran gruesas con largas garras en forma de espirales, cubiertas por más espinas y cuchillas de metal. Su pecho resonaba como el fulgor de una caldera y se tornaba rojo como el mismo metal hirviendo en una fragua.

La bestia de metal atacó, lanzando su puntiaguda cabeza hacia Ion como si fuera un enorme ariete. El mágico brillo de la espada de Valha cegó por unos segundos a Megardos, le dio oportunidad al guerrero de moverse a un lado y chocar el hierro de su espada con el cuello del dragón; el choque del metal brotó chispas de fuego junto a un sonido ensordecedor que Ion jamás había escuchado, la coraza de la bestia también vibraba.

Debía usar más fuerzas en sus cortes y estocadas, el metal de la bestia era de un grosor pesado y fuerte, tan solo con el primer estoque las manos de Ion temblaron.

Incorporándose, la bestia aleteó empujando a Ion con el viento, este se sostuvo de las espadas clavadas en el suelo. Entre las ráfagas del huracán, la vista de Ion divisó destellos de metal que volaban en su dirección. Con la espada cortó el aire chocando nuevamente con una lluvia de pequeñas cuchillas que Megardos arrojaba desde sus alas. Pese a su velocidad, Ion no pudo con tantos proyectiles, varias navajas se le clavaron en los hombros, en el pecho y las piernas, tuvo que sostener una segunda espada del suelo para desviar las cuchillas con mayor eficacia.

Desde la altura, la sombra de la criatura alertó a Ion. La garra izquierda del dragón bajó en picada como una guillotina. Haciendo uso de la fuerza colosal de sus músculos, Ion sostuvo la espada de Valha con ambas manos, la apretó con fuerza, ―concentrando su peso en las piernas―, usando una dureza inquebrantable en sus brazos y una mirada firme como la de un halcón, distinguiendo una pequeña apertura en la garra del dragón.

El guerrero no corrió, no se deslizó en el suelo o atacó, tan solo movió su cuerpo unos centímetros, evitando que las garras en forma de espiral le destrozaran el cuerpo. Las pepitas de cristal ambarino volaron en el aire cuando la garra impactó en el suelo, las espadas clavadas temblaron con un sonido harmonioso, ―en ese instante―, Ion giró su hoja, saltó encima de una enorme espada en el suelo para usarla como un pilar y un segundo salto lo impulsó a la muñeca del dragón. La espada de Valha brilló con sus anillos de luz, rebotando su esplendor mágico en cada superficie; con la fuerza mastodonte de Ion y una concentración fijada con la vista especial de ese hombre justo en el blanco que había precisado segundos atrás, clavó la hoja de la espada en la muñeca de Megardos.

El metal no se abolló, ni rompió, era demasiado grueso y fuerte para ser de ese mundo, pero ese no era el plan de Ion. Cuando la espada chocó con el metal, la división de las articulaciones de la bestia estaba expuesta, una pequeña brecha entre dos placas de metal revelaba una debilidad evidente. El mismo impulso de Ion al saltar, ―no solo clavó la espada en la articulación de la muñeca―, el cuerpo robusto de Ion funcionó como una enorme roca que derrumbaba una pared como una catapulta. Ergo, la pata del dragón se desprendió de su cuerpo, aquella garra con cinco puntiagudas y espirales lanzas salió volando, cayendo al suelo de marfil tumbando algunas espadas.

El guerrero cayó en el suelo, dio un par de vueltas maniobrando su caída para levantarse de nuevo con el mismo impulso, colocando la espada por encima de su cabeza en posición de defensa.

―Esa espada… ―susurró Megardos, alzando su pata para verse la herida.

Eso no podía llamarse una herida, pensaba Ion. Dando un rápido vistazo a la garra en el suelo, vio que aquello era más como una armadura hueca, metal aglomerado en forma de guantelete animal. La criatura no sangraba, ni se quejaba.

―¿Qué eres? ―Le preguntó con intrigante curiosidad.

―Una incongruencia de la naturaleza ―contestó.

Sin previo aviso, la cola del dragón serpenteó por un costado a Ion, atacando con una ráfaga tan veloz como la mordida de una víbora. A pesar de su fuerza y la resistencia dura de la espada de Valha, un golpe pesado como ese fue demasiado para él. La cola de Megardos era como la gigantesca lanza de un coloso, ―cuando chocó metales con la espada―, las chispas del metal brotaron como pétalos de una flor de juego, empujando a Ion a una de las dunas más grandes del desierto.

La criatura no solo era de enormes proporciones, también era rápida e inteligente. Ion no tuvo tiempo de recuperarse, para levantar su cuerpo del desierto ambarino. Al elevar la mirada, la boca acolmillada de Megardos se cernió sobre él mordiéndole el brazo izquierdo.

Lo levantó en el aire agitándolo como a un muñeco de trapo. Los afilados colmillos como navajas, se le encajaron en la carne hasta los huesos. Con su otra garra, el dragón lo sostuvo de la pierna en el aire, estirando sus articulaciones. Ion gritaba de dolor, sus huesos se desquebrajaban y un torrente de sangre se desparramaba por su brazo, entretanto intentaba zafarse golpeando la cabeza del dragón con su espada.

―Esa espada ha matado dragones antes, pero no es tuya, no eres un espadachín. Me gusta para mi colección ―afirmaba Megardos, saboreando la sangre.

Moviendo el cuello, apretujando la mandíbula, el dragón desgarró el brazo de Ion despojándolo entre una cascada de sangre que manchaba el metal y el ámbar. Luego arrojó al hombre al desierto.

Ion no soltó la espada, pero había perdido demasiada sangre, su cabello blanco estaba tan manchado que se le impregnaba de rojo, las fuerzas se le iban. Esa cosa que se hacía pasar por un dragón iba más allá de sus expectativas, ni siquiera en un duelo en conjunto ayudado por su amigo Tholren Elroyson, podría hacerle frente a esa criatura.

La lengua metálica de Megardos limpió los restos de sangre de su boca, parecía gustarle.

―Esta sangre… ―dijo con curiosidad, acercándose a Ion―. Eres igual que yo… ―mencionó entre sus colmillos.

Era la tercera vez que escuchaba esa frase últimamente, el mismo Tholren se lo había dicho comparándolo con un guerrero de Valha. La primera vez lo había oído por aquel deforme hombre que robaba cadáveres, eran iguales por estar malditos… ¿Qué podría tener en común con una bestia metálica como esa?

Usando la espada como soporte, Ion intentó levantarse, la pierna le palpitaba de dolor.

―¿Qué podría asemejarse un hombre como yo, a una criatura incomprensible como tú? ―preguntó Ion, aguantando el dolor como todo un guerrero.

―Tu sangre me ha contado tu historia. ―Le respondió―. No pertenecemos a este mundo, venimos de otra… realidad. Mi origen data de más allá de las estrellas, nacido del cosmos y el universo, mas no conozco tu procedencia, solo sé que, al igual que yo, estás condenado a vagar en estas tierras Megalonias ―aseguraba con un destello de lástima.

Ion logró levantarse para escuchar las extrañas afirmaciones de Megardos.

―¿Qué fue de los míos entonces…? ―preguntó con agonizantes quejidos, apenas podía permanecer en pie.

La pregunta iba más dirigida para sí mismo, la pérdida de sangre lo hacía delirar.

―Eres el último de los tuyos en Megalonia ―afirmó el dragón―. Tus ojos son especiales, pero hasta una vista certera como la tuya, puede hacerse la ciega ante una verdad que no quieres admitir. Sabes muy bien qué pasó con los últimos de tu raza… ¿O acaso quieres que yo mismo te lo muestre, hombre maldito? ―Aunque sus palabras sonaron amenazantes, había un sentimiento de lástima hacia Ion.

Megardos alzo la cabeza, levantando un dedo de su garra señalando aquel agujero en el techo hecho de cristal, que proporcionaba luz matinal a la cueva.

Al igual que un eclipse, una sombra opacó la luz del techo, como un gigantesco nubarrón cubriendo el cielo. Casi en una completa oscuridad, el tenue brillo ámbar de las piedras en la arena apenas se distinguía. Ion perdía la conciencia, negándose a caer en el suelo se mantenía en pie; ―quizá sus ojos lo engañaban―, el brillo del suelo comenzaba a tornarse rojizo y destellante,

Al mirar a sus pies, corroboró que las piedras ambarinas ahora eran hermosos rubíes, que brillaban al mismo tono que las gemas rojizas que adornaban los cuernos de Megardos.

―Los hombres tienen la mala costumbre hacerse los ciegos, o peor todavía… hacerse las víctimas ―mencionaba Megardos.

Ion veía la silueta enorme de aquello que decía ser un dragón. Una figura gigante como una sombra, la cual destellaba el mismo brillo rojizo del suelo en la punta de sus cuernos, ahora más intensos y fuerte al igual que estrellas rojas.

―La sangre de tu cuerpo me recitó tu maldición y tú la sabes muy bien ―decía el dragón, inquietando a Ion―. ¿Qué ocurre con tu cuerpo cuando la noche mata al ocaso y la luz de la luna llena derrama su melancólica luminosidad sobre tus ojos? ―Le preguntó con osado énfasis.

Un latido largo y agonizante despertó algo dentro de Ion, un instinto que conocía y como aseguraba Megardos, él se negaba a aceptar. A pesar de haber perdido una gran cantidad de sangre, la poca que le quedaba en el cuerpo comenzó a hervir. Su forma cambiaba, se deformaba en algo bestial.

Agonizando de tragedia y dolor, Ion se encorvó tapándose la cara. Sus piernas se estiraban, su nariz y boca también, las uñas de su mano crecían afiladas y gruesas, al igual que extrañas espinas que florecían en su piel.

―¡Eso es, Ion Ohm! ¡Muéstrame esa forma maldita que te atormenta y arrastra tus pesares! ―gritó Megardos, expendiendo sus alargadas alas.

Desde su interior, un fulgor tormentoso hirvió un torrente de fuego que subió por su cuello, disparando de su boca un remolino de flamas que cubrió la monstruosa forma en la que Ion se convertía.

En un desesperado intento de volver en sí. Ion abrió los ojos y su paisaje cambió. Ya no estaba en la cueva del dragón, ―era de noche―, en un bosque oscuro cubierto de hojas frondosas y azules, ¡El bosque de Alurdan!

Ion se miró las manos, eran más gruesas de lo normal, con garras afiladas y cubiertas de extrañas espinas como pequeñas lanzas, que le recordaban a los tallos de una rosa maldita.

Caminaba de manera extraña y animal, sentía con sus orejas y patas, lo que antes también percibía solo con su vista. Olisqueó el aire, olía a sangre fresca, provenía de un enorme animal blanco que parecía un gigantesco jabalí albino, ¡Era la noche en la que había sido maldito!

Sin poder controlar sus movimientos en un recuerdo vívido y mortal, Ion se desesperó por despertar de esa real pesadilla. Corrió a través del bosque, saltando por los árboles como si fuera un primate, algunas ramas lo golpeaban, pero las espinas de su cuerpo destrozaban la madera.

En cuestión de segundos llegó a su casa. Una bonita cabaña con techo de paja blanquecina, que brillaba con el choque de luz de luna.

Posado sobre un árbol, escuchaba las voces a través de las paredes, voces femeninas que hablaban y reían, entretanto preparaban la cena.

―¡No! ―gritó Ion en su cabeza.

Una mujer adulta se asomó abriendo la puerta, era alta, de piel terracota y cabellera más blanca que la de Ion. Su esposa Eldria, había sido una guerrera astuta, no le gustaba luchar y había abandonado la violencia cuando tuvieron a su hija, ―a pesar de eso―, Eldria no doblegaba al proteger a su familia. Esa noche había sentido algo, sus ojos le advertían, ―notaba peligro―, salió de la casa para proteger a los animales de su establo, empuñando una de las lanzas de su esposo.

―Por favor… no me hagas ver esto ―pensaba Ion, en su sollozo melancolismo en su cabeza.

Sin tener oportunidad alguna, Ion vio como su ataque certero y bestial, arremetía contra su esposa desde un costado. La lanza se partió al defenderse contra él, no le hizo daño alguno. Los colmillos de sus fauces se clavaron en el pecho de Eldria y sus garras le habían abierto el estómago.

―¡No! ―volvió a gritar Ion, desgarrándose la garganta en su cabeza.

La puerta se abrió de golpe, una niña de unos 16 años sostenía también otra lanza. Era su hija Eah, inexperta en la lucha o la caza, una simple agricultora con temor en sus ojos y unas manos que temblaban al sostener la vara.

La bestia la miró a través del portal de la puerta, era enorme y corpulenta, una silueta infernal y puntiaguda. Tenía a su madre prensada del cuello con sus colmillos.

La niña se paralizó, quizá había pensado que afuera había un lobo, hasta probablemente algo más grande… pero ver a esa bestia a pocos centímetros la paralizó de golpe, el miedo le inundaba el alma.

Dando pasos cortos, la bestia cruzó el umbral entrando a la casa. La sangre de Eldria se derramaba en la entrada dejando las marcas de las pisadas del monstruo, como testigo de un crimen.

El cuerpo de la madre cayó inerte al suelo, un costal desquebrajado haciendo un ruido seco. La bestia se acercó más a la chica, mirándola con esos ojos ambarinos y penetrantes que leían el miedo humano, al igual que una presa fácil de cazar.

Cuando la bestia estuvo a pocos centímetros de la chica, respirándole su aliento mortífero hediondo a sangre fresca, Eah se llevó las manos a la boca en un gesto de sorpresa, miedo y decepción.

―¿Papá…? ―preguntó la chica, al ver directamente a los ojos del monstruo.

Ante un gruñido letal y una cortina oscura cerniéndose ante la visión que Ion recreaba en su memoria. De repente, volvió en sí, de vuelta a la cueva del dragón.

Una dolorosa cascada de lágrimas le bañaba las mejillas, ―aunque húmeda su visión―, notó que su cuerpo regresaba a la normalidad de su forma. Las piedras de la arena, volvían a su color ambarino regular, la pesadilla había terminado.

―¿Has aceptado lo que hiciste? Tu pecado ―pronunció la voz metálica de Megardos.

Subiendo la mirada, Ion vio al dragón arrastrando su cuerpo. El metal de su cuerpo estaba abollado, rasgado y roto, le faltaba un cuerno y casi la mitad de las plumas de metal de sus alas se había caído; la batalla con su otro yo, había sido muy intensa.

―Soy el maldito perpetuador de la muerte de mi familia… ―aceptaba Ion―. Pero no es mi pecado… por eso estoy ante ti, quiero redimir mi error, necesito deshacerme de esta maldición, para que otros no sufran conmigo… para que nadie más muera ―confesaba con la voz seca y quebrada, con músculos débiles.

El dragón se alzó de nuevo, Ion no leía malas intenciones en su forma de moverse hacia él.

―En un mundo bélico como el que vivimos ahora, siempre habrá muertes ―manifestó moviendo su garra―. Matar para proteger o alimentarse, sigue siendo un asesinato, pero es justificado y aceptado ―parloteó, buscando algo entre la arena del desierto.

Algo salió volando, dando giros en el aire y se clavó en el suelo cerca de Ion, era su espada de Valha.

―Apenas y tengo fuerzas para abrir los ojos… no puedo luchar contra ti ―declaraba Ion, sin siquiera la intención de sostener la espada.

―No… ―negó el dragón―. Podría admitir o confesar que superaste mi prueba, pero no lo hiciste tú, fue esa bestia que llevas por maldición ―hablaba con aversión―. Eres un noble guerrero, pocos como tú han pisado esta cueva, ninguno de tu raza que yo recuerde, por eso me interesas ―aceptaba con suerte.

―¿Es por eso que dijiste? ¿Por qué soy como tú? ―cuestionó con inquietante duda.

―Acertaste ―declaró risueño―. Fui creado por seres de las estrellas, encomendado a una misión de servir y proteger ―caminó posándose frente a Ion―. Durante tantos años, me di cuenta que ningún guerrero que llegaba a mi cubil cumplía con las características o expectativas que mis creadores imaginaron. No existen los héroes nobles y desinteresados como en los cuentos de hadas. ―Con su garra, tomó la espada de Ion clavada en la arena―. Sin embargo, Ion Ohm, eres lo más parecido a un héroe, que busca redención, que no tiene ambiciones codiciosas, no posees deseos carnales y buscas con desespero una manera de limpiar el mal que asecha las noches, al igual que la maldición que te atormenta. Un guerrero atípico, proveniente de otro mundo ―describió, inclinando su cabeza ante Ion.

―¿Eso quiere decir… que vas a ayudarme? ―preguntó con ironía.

―Estoy cansado de esperar. El guerrero definitivo nunca llegará a este cubil, porque simplemente no existe… Yo fui creado con propósitos distinguidos y loables para el bien humano ―declaraba con orgulloso fragor―. Sé identificar los males encarnados del mundo. Esa bestia en ti fue creada por una magia extraña que debe ser eliminada, percibo que esos que llamas zambaras, al igual que nosotros, no pertenecen a este plano y usan fuerzas sobrenaturales muy peligrosas. ―Su tono de voz enfocó en matices más serios y oscuros.

―Entonces, por favor… Ayúdame en mi cruzada ―suplicó Ion, casi perdiendo el conocimiento.

La espada de Valha que se encontraba flotando entre Ion y Megardos, desparramó un incandescente brillo tan fuerte que iluminó la cueva, ―incluso tornando las gemas ambarinas de un blanco tan radiante como la luz―, los destellos circulares del metal brillaron como estrellas, titilando y ensanchándose.

Cuando la luz se apagó, Ion recuperó la visión. Se miró las manos, dándose cuenta en primer lugar que el brazo que Megardos le había arrancado estaba en su lugar. La pierna rota estaba curada, ― al igual que sus otras heridas―, tampoco sentía cansancio o agobio; y lo más raro, tampoco sentía hambre o sed, ¿Ese era el milagro inmortal de la espada mágica?

―Levántate, Ion Ohm. ―Le ordenó el dragón.

El guerrero obedeció, se limpió el polvo de los pantalones y caminó unos pasos frente a la espada de Valha que seguía flotando y brillando frente a él.

―Antes de bendecirte, debo esclarecer algunas cosas. ―Ion asintió con la mirada―. Cuando las leyendas van de boca en boca, se malinterpretan las palabras, la hipérbole las modifica y desvirtúa ―explicaba con decepcionante ironía―. Muchos hombres han venido aquí buscando una dichosa espada mágica, pero no existe una espada como tal ―inclinó la cabeza, señalando la espada de Valha―. Solo la espada de un verdadero guerrero, con todas las virtudes que ya he mencionado antes, se convierte en la empuñadura y hoja con la gracia de la salud eterna ―sostuvo la espada de Valha con sus gigantescas garras.

Ion hincó la rodilla bajando la mirada, aceptando el regalo del dragón.

―Ion Ohm ―pronunció a todo lo ancho de la cueva―. Te nombro caballero de las estrellas, portador de la hoja inmortal ―posó la espada por ambos hombros y luego le ofreció la empuñadura.

Con mano firme, Ion sostuvo con fuerza el mango de su espada. Al alzar la vista y levantar la espalda, un torbellino de fuego cubrió el cuerpo metálico de Megardos. El turbulento huracán, sonaba como miles de espadas chocando entre sí, el sonido de una guerra interminable esperando ser calmada. Ion no pudo moverse, ―todo pasó tan rápido―, en un abrir y cerrar de ojos, el torbellino que se convirtió en luz, pasó a ser devorado por la espada de Valha.

Un leve pesó aumentó en las manos de Ion, cuando la luz desapareció, la espada de Valha había cambiado. Aun con sus característicos destellos provenientes del metal forjado en Valha, su forma y tamaño eran distintos. Pasó de tener un color metal de plata, a un metal oscuro y dorado, al igual que el cuerpo metálico de Megardos. La hoja era muchísimo más grande y gruesa, casi del tamaño de Ion. La empuñadura resaltaba con decoraciones aladas y un par de cuernos iguales a los del dragón, adornados con las antiguas gemas de Valha y las misteriosas perlas rubies que llevaba Megardos en su cornamenta.

―Pórtame con orgullo, yo seré tu nueva espada ―pronunció Megardos, hablando a través de la espada. La voz había sonado en la cabeza de Ion.

El caballero de las estrellas, tomó la espada con ambas manos y la blandió en el aire. Era más pesada que la espada de Valha, pero contando con la musculatura de su cuerpo, podría adaptarse con rapidez para usarla.

―Necesitarás entrenamiento, te ayudaré a mejorar. Hay muchas espadas en esta cueva que puedo usar para entrenarte ―dijo Megardos, haciendo levitar la espada más cercana―. Ponte en guardia. ―Le ordenó.

La espada flotante atacó a Ion con una estocada, con facilidad la detuvo, pero le costaba levantar a Megardos.

―Que me hayas curado, ¿Quiere decir que ya no estoy maldito? ―preguntó Ion, atacando a la espada flotante.

―Mi poder no rompe esa clase de maldiciones, debemos acabar con la magia desde la raíz ―concluía la espada.

Otro ataque desde abajo, hizo que Ion saltara para clavar a Megardos encima de la espada flotante para partirla en dos.

―No puedes abandonarme o permitir que me rompa ―reveló la espada―. Mientras me portes, tu cuerpo obtendrá mis poderes, debes cargar con esa responsabilidad y entrenar para dominar todas mis disciplinas. Al mismo tiempo puedo anular la maldición; en tanto me lleves contigo, nunca más saldrá la bestia. Pero en el momento que te alejes de mí o me destruyan, el monstruo dentro de ti surgirá ―advirtió con pesar y oscuridad.

―Entonces, entrenaré hasta convertirme en el mejor espadachín ―proclamó Ion, alzando la espada.

 

Durante días, meses y un par de años. El guerrero terracota, proclamado el caballero de las estrellas y aquello que decía ser un dragón, ahora la espada más poderosa del mundo, entrelazaron una amistad de hermandad. Hombre y espada, entrenando arduamente con la indudable e increíble misión de acabar con la desdicha y el mal. Tarea casi imposible y admirable.

Cuando estuvieran listos, Ion guardaría su espada, cogería un puñado de ambarinos granos de la tierra y volvería a su cruzada, en busca de una cura permanente a su maldición, divisando en cada montaña, cielo, pradera, lago, río, desierto y pantano, el escondite de los zambaras y su maldita magia negra.

FIN

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