Aunque el mapa estaba muy arrugado, era evidente que lo llevaría al lugar indicado, ―la marca era clara―, no había forma de perderse en el bosque. Pronto Javier llegaría a esa cueva.
Había escuchado rumores, rumores raros de esa cueva, algo adentro que no dejaba que nadie saliera, quizás eran patrañas. Javier no creía en los monstruos, pero sí en los animales salvajes, por eso compró un rifle de cazador y una mágnum en caso de emergencia. Nunca había utilizado un arma, sus manos fueron creadas para escribir; tenía la certeza de que, ―si en algún momento llegara a necesitar usar un arma―, la fuerza de sus dedos de escritor lo ayudaría a jalar el gatillo
¿Y por qué ir un lugar peligroso como esa cueva? Javier había escrito varios libros, pero necesitaba un nuevo reto, quería escribir algo escalofriante, algo terrorífico, algo que ni siquiera a él lo dejara dormir por las noches. Pasó meses buscando inspiración, leyendo libros, viendo películas, luego yendo a sitios malditos, lugares abandonaos, ―pese a eso―, todos carecían del peligro que necesitaba para inspirarse realmente.
Tuvo experiencias extremas, esas que te hacen estar al filo de la muerte; solo era adrenalina acumulada en el momento, nunca tuvo miedo verdaderamente. Entonces fue cuando recibió un correo electrónico, el primer rumor de la cueva; Javier siguió pista tras pista, hallazgo tras hallazgo, hasta que finalmente en un puesto de antigüedades de la calle en la India, pudo hallar el mapa hacía la cueva.
Después de varios días de incansables viajes, Javier caminaba entre las hojas secas del abrumador bosque cerca de la cueva. El mapa le indicaba que estaba a pocos pasos de la gruta, entonces la vio. Una pequeña cueva, o más bien una especie de grieta enorme en la pared de la montaña, parecía una enorme herida en la roca.
Le costó entrar en la oscuridad, tuvo que pasar él primero y luego arrastrar con fuerza su mochila. Encendió la linterna iluminando la profundidad cavernaria, una profunda garganta oscura llena de rocas y estalactitas. Javier estaba emocionado, comenzaba a sentir el flujo de su sangre, un tenue miedo a lo desconocido. Así que se aventuró al agujero de la montaña.
Durante horas no vio nada interesante, tampoco vio huellas en la arena, por lo que dedujo que no había ninguna criatura “monstruosa” en la caverna. Al cabo de un rato, notó algo en suelo; apuntó con la luz en su mano y alumbró un pedazo de tela sucio en el piso. Al acercarse, tocó la tela y la movió, era una camiseta a rayas, a pocos pasos se encontraba un pantalón y más adelante unos zapatos.
La situación daba un giro inesperado, lo interesante iniciaba con lo que encontraba en la oscuridad. Javier siguió el camino, halló más retazos de ropa, vestimenta suelta, calzados abandonados, ¿Quién pondría esa ropa allí? Seguro era una broma pesada para los más asustadizos.
De repente, un sonido rocoso hizo vibrar el suelo. La superficie se desequilibró y Javier rodó por una pequeña ladera. Arrastrado por la fuerza de la caída, su cabeza chocó contra la pared quedando inconsciente.
Al despertar, revisó su cabeza, estaba un poco humedad, definitivamente tenía una herida. Aplicó los primeros auxilios con calma y se levantó para seguir el camino, comenzaba a asustarse. La linterna parpadeaba, en ese preciso instante, Javier la golpeó suavemente para ajustar la luz y divisó algo espeluznantemente atractivo.
Al principio era una mancha beige en la pared, con un interesante brillo en la superficie. Cuando se acercó, Javier comenzó a comprender la morfología de la pared. Algo redondo y hueco, algo muy familiar, algo humano… era el cráneo de una persona. Javier movió con cuidado la linterna, había más huesos en la pared: fémures, clavículas, omóplatos, tibias y otros huesos que no recordaba sus nombres. Todas esas extensiones de calcio añejo fundidas en la pared, como una aterradora obra de arte, traída desde el mismo infierno.
Nunca había visto tantos huesos juntos. Era una pared demasiado grande y demasiado perfecta y real, como para ser una especie de broma o chiste. Javier se quitó los guantes para tocar los huesos. Cuando el índice rozó la frente del cráneo, igual que una lengua humedad tocando el hielo, una fuerza magnética lo adhirió a la pared. Javier jaló su mano y logró zafarse, cayó al suelo asustado, sentía un eléctrico espasmo escalofriante en todos sus huesos. Se levantó corriendo buscando la salida.
Javier sentía el cuerpo pesado, lento, cansado. Quiso apoyar su mano en una pared; al tocarla, sus dedos se doblaron como un globo sin aire. Se le aplanó la piel del brazo, se convertía en una tela de carne arrugada. Intentó correr desesperado, pero de la misma forma, uno de sus pies se hundió dentro de su zapato.
Las tibias y perones desaparecían, pronto no sabría más de sus fémures. Los gritos de Javier chocaban contra las paredes; nadie escuchaba como poco a poco, los huesos de su cuerpo iban desapareciendo. Concebía la ausencia de sus costillas y como los músculos de su cuerpo colapsaban, chocaban entre sí; golpeando los órganos, creando pequeños hematomas y rompiendo los vasos sanguíneos.
Las últimas fuerzas de su voluntad se disipaban. Javier se daba por vencido, no existía manera de escapar de la cueva y de aquella pared que lo llamaba. Pronto su cabeza comenzaría deformarse.
Javier quería sentir el miedo, experimentar el verdadero terror, necesitaba inspiración para escribir una buena historia. En cambio, no contaba con el factor desesperante, esa fina línea que define y marca el territorio entre el horror y la muerte. Había encontrado la mejor fuente de inspiración de todas, ―eso no lo dudaba―, ergo… nunca pensó que él formaría parte de ella.
FIN