Blanco Carmesí III: El Árbol de Huesos 🌲💀
(Escrito por Augusto Andra en el año 2024)
En remoto pueblo en Megalonia, despierta un abominable ser. El Árbol de Huesos se alza sobre la tierra, recolectando más huesos para sus ramas y raíces, dejando en su camino, un ejército de muertos vivientes que siguen su marcha como ratas hambrientas. ¿Qué le deparará la suerte a Ion Ohm cuando se tope con el aterrador origen de ese colosal árbol maldito?
(La tercera historia de la saga: Blanco Carmesí)
ÍNDICE
PRÓLOGO
Una espesa estela de miasma púrpura se acumulaba en la espesura del llano, se mezclaba con la neblina que bajaba del páramo oscureciendo el sendero y la ruta que recorría la sabana.
Una caravana de gifatos, conformada por tres enormes carrozas, de gruesas ruedas y coloridos tapices, ―jaladas por tres caballos cada una―, luchaban por abrirse paso entre la inescrutable ruta llanera.
Los gifatos eran un pueblo nómada, acostumbrados a viajar por extensos territorios con sus famosas caravanas de colores, ofreciendo espectáculos para entretener; joyas, gemas, alfombras, ropa y especias para comerciar; y lecturas de cartas de tarot y adivinación para los más curiosos e interesados. Aquel pueblo de piel canela, no solo eran famosos por sus hermosas mujeres extravagantes, que bailaban con exóticos ritmos que enamoraban a los nombres, sino también por sus misteriosos halos que envolvían su cultura en una magia misteriosa, que sabían aprovechar para el comercio en los pueblos y mercados. Además, también se contaba que ellos mismos sembraban raíces y tubérculos dentro de sus enormes casas andantes, como si fueran jardines andantes. Eran un pueblo misterioso, ―y al mismo tiempo―, conocido por su misticismo.
Sin embargo, en esa peligrosa ruta con espesa fatiga e incómoda sensación. Ni su perspicacia gifata, podría adivinar lo que se ocultaba detrás de la bruma.
―Hay algo más allá de aquello que nos nubla la vista ―aseguró una anciana, asomándose por una de las ventanas.
Los caballos estaban inquietos, no querían avanzar y rechistaban nerviosos.
Un grupo de hombres bajaron con antorchas, espadas curvas y látigos. Intentaban despejar la bruma azotando las llamas, otros encendían los látigos con fuego abarcando más terreno para disipar la neblina.
Lograban avanzar de a poco, querían apresurarse antes de que la noche los arropara en ese extraño páramo.
La anciana entrecerraba los ojos, intentando divisar más allá de la bruma. Tenía un mal presentimiento, lo sentía en la sangre.
―Abuela, ¿te encuentras bien? ―preguntó su joven nieta, asomada en la ventana junto a ella.
La anciana musitó un casi silencioso verso y corrió hacia una mesa de la carrosa, donde tenía un cuenco de madera negra con huesos rotos esparcidos para la adivinación.
―Es un mal augurio… ―proclamó la anciana―. Los huesos se mueven solos ―dijo la anciana, besando la punta de sus dedos índice y medio, para luego llevárselos al corazón.
De inmediato, corrió de vuelta a la ventana y vociferó a los hombres de afuera.
―¡Hay que retroceder! ―gritó asustada―. Estas tierras están malditas ―decretó la anciana.
Los hombres pararon la caminata.
―Los gifatos nunca retrocedemos, siempre adelante contra el viento, sabia anciana ―pronunció uno de los hombres que llevaba un látigo encendido.
―Madre. ―Uno de ellos alzó la voz―. No seas pájaro de mal agüero. Solo atravesaremos el páramo, no hay nada que… ―El hombre calló al escuchar un extraño ruido.
Los hombres se agruparon, apretaron las manos empuñando las armas. Algo se movía lentamente en la niebla, sonaba como árboles quebrantándose, como piedras chocando… como…
―Huesos que caminan… ―pronunció la anciana, observando los huesos rotos que tenía en la mano.
Una larguirucha silueta se aproximaba entre la bruma. Los hombres gifatos estaban en posición, preparados para atacar.
Aquella cosa avanzaba lentamente, sus pisadas sonaban dolorosas, rotas y huecas. La silueta se hacía cada vez más visible ante la luz de las antorchas, una figura alta y delgada que no tenía explicación antes los ojos gifatos.
―¿Qué demonios es esa cosa? ―preguntó uno de ellos, con la cara empapada de sudor.
La bruma se disipó y la luz de las llamaradas iluminaba aquello frente a ellos, produciendo sombras oscuras entre las grietas de un árbol que, ―a duras penas―, caminaba ante sus ojos. No era un árbol cualquiera, no tenía ramas de madera u hojas secas, ni frutos o bayas.
En su aglomerada forma, se acumulaban partículas óseas y de calcio. Su tronco se conformaba por costillas y pelvis, sus ramas por humeros, cubitos y radios, sus raíces de fémures, tibias y peronés. Sus frutos eran cráneos de muchas formas y tamaños, de las ramas colgaban espinas dorsales como si fueran lianas y cabellos viejos como musgo que ataban todo como cuerdas.
Una monstruosa abominación de la tierra y la muerte, un horripilante árbol de huesos que caminaba, lento y seguro hacia un destino desconocido. Sin miedo a avanzar y con hambre de acumular más huesos a su espeluznante forma.
PARTE I
Al sur de un pequeño pueblo en el páramo, un forastero pisaba con alegre caminar la empedrada calle principal. Sus botas tenían un particular tintineo de metal al chocar con la piedra, era un sujeto extraño y extravagante para las curiosas y miedosas miradas de los pueblerinos.
Entrando al mercado en la plaza, los vendedores le pusieron el ojo encima. Era un sujeto vestido con colores vivos: rojo y amarillo encima de blanco, una armadura ligera con cota de malla sobre un jubón con faldón acampanado, botas y guantes negros en forma de embudo, un sobrero grande de color negro con una pluma roja que sobresalía, y una capa corta negra con la cruz de Santa Berenice bordada en amarillo y rojo.
Sin duda, su presencia emanaba ostentosidad. El sujeto se acercó al puesto del carnicero, se peinó el largo mostacho con sus dedos, se sacudió la barba larga de la barbilla, hablando con un acento que nadie sabía identificar, con voz gruesa y rasposa, pronunciando con particular énfasis las «S» y las «Z».
―Buenas tardes, caballero. ¿Cuál de estas carnes es vuestro mejor jamón? ―preguntó el extranjero.
El carnicero lo miró de arriba abajo, bufó y señaló con el cuchillo un regordete cerdo guindado a su espalda.
El sujeto inclinó la mirada para detallar la carne del cerdo, sin percatarse de la cara horrorizada que comenzaba a sudar del carnicero.
―Padre… ―pronunció nerviosa la hija del carnicero, que soltó el cuchillo en el suelo.
―¿Qué os pasa? ―cuestionó el sujeto, observando sus miradas asustadas.
Al girar la mirada al resto del mercado, se distinguió una rara bruma púrpura que comenzaba a acumularse en el suelo. Los mercaderes nerviosos, cerraban sus puestos y tiendas con una premura exagerada y temerosa.
―Debe irse de aquí, busque una taberna o una posada para hospedarse. Pero hágalo rápido ―le advirtió el carnicero.
Él y su hija, guardaban las carnes y tendían la tienda.
―Pero, ¿qué pasa, macho? Que aquí todos se han pirado ―hablaba el sujeto, extrañado del comportamiento de las personas.
La hija del carnicero se le acercó para hablarle en voz baja.
―Desde que esa miasma azora nuestro pueblo, la muerte camina entre las calles buscando más hombres para su ejército de muertos vivientes ―compartió la chica, tragando con nerviosismo.
―Joder, ¿qué me cuentas? ―decía el sujeto con incredulidad.
El carnicero lo tomó de los hombros y lo zarandeó con el ceño fruncido.
―No estamos jugando… Normalmente, la miasma aparece cuando se pone el sol. Pero hoy a aparecido a estas horas, eso quiere decir que ha logrado comer en el páramo ―aseguró el carnicero, llevándose a su hija de la mano.
―Pero, ¿quién ha comido? ―preguntó el sujeto, antes de que se alejaran los suficiente.
―El Árbol de Huesos. ―Escuchó decir a la chica a lo lejos.
El silbido del viento le indicó al extranjero una sepulcral soledad en el mercado, los pueblerinos se habían refugiado como ratas huyendo del fuego. El sujeto volvió a peinarse el mostacho, ―un hábito que no podía quitarse―, corrió con pasos apresurados escalando como un reptil, el pequeño monumento en forma de caballo que adornaba el centro de la plaza del mercado.
―Ciudadanos del pueblo… ―calló por unos segundos, recordando que no sabía el nombre del pueblo―. ¡Nobles ciudadanos! ―gritó con más fuerza para llamar la atención―. Vuestra salvación ha llegado en bandeja de plata, gracias a la bendición de nuestra venerada Santísima Berenice ―proclamó con orgullosa entonación―. Vuestro servidor, Antonio García Vicento, mosquetero de la Santa Inquisición de Nueva León en Zaragoña, os ofrece los servicios de la iglesia para erradicar el mal que los acongoja ―dictó, extendiendo las manos en el aire.
Algunas ventanas se entreabrieron asomando miradas. Pero el silencio seguía siendo absoluto y la neblina comenzaba a espesar.
―¿Quién de vosotros puede explicarme que cojones pasa en este pueblo? Mi espada y mi rosario os ayudarán a expiar los males de estos páramos ―ofreció con galantería, desenfundando su espada.
La gente miró con más curiosidad, Antonio García Vicento había desenfundado una larguísima espada delgada, incluso más larga de lo que la vaina ocupaba. Con tan solo agitar la hoja de su arma, un cúmulo de bruma púrpura se esfumó, evaporándose en el aire.
Un sonido quejumbroso hacía eco en las calles, las voces viajaban por la neblina hasta oídos del extranjero. Unas voces humanas pesadas y adoloridas.
―¿Habéis dicho algo? ¿Es eso una queja? ―preguntó, apuntando su larga espada a la bruma.
Las siluetas de hombres comenzaban a distinguirse en la esquina de una de las casas, sombras humanas que se arrastraban de a poco, quejándose y masticando el aire.
De un salto, Antonio García Vicento bajó de la estatua, apartando la bruma con su caída. Con perspicaz cuidado y atención, se puso en posición con la hoja de su espada de frente, sosteniéndola con una sola mano, firme y fuerte, con el otro brazo extendido en sentido contrario para equilibrar el peso.
―¿Quién anda ahí? ¿Por qué os ocultáis? ―reclamaba, centrando la vista en la punta de su espada.
Los quejidos aumentaban su sonoridad, la silueta del hombre frente a él, se hacía más visible y grotesca. Antonio García Vicento retrocedió unos pasos al distinguir la cara del pobre hombre.
―Que la Santa Madre nos proteja… Pero, ¿qué cojones…? ―No le dio ni tiempo de hablar, cuando un nombre se le abalanzó.
De un solo tajo, Antonio García Vicento le abrió el estómago a su enemigo. La hoja le desparramó las vísceras, pero no hubo sangre que se le derramara. Lo más espeluznante es que el sujeto seguía “vivo”, moviéndose lentamente hacia el mosquetero, resbaló en sus propias vísceras y siguió arrastrándose en su pesar quejumbroso.
Las siluetas de las demás personas se acumularon como un pequeño escuadrón desorganizado. Cada mirada se veía vacía y nula, presentaban características similares: una piel en extremo pálida, una tela blanquecina les cubría los ojos, sus movimientos parecían lentos y torpes, ―pero a la vez―, veloces y duros. Sus mandíbulas chasqueaban y babeaban, demostrando una insaciable hambre en sus quejidos.
―Vosotros estáis muertos en vida… ―dedujo el extranjero―. Que la espada de la Santa Inquisición de la Santísima Berenice, purifique sus almas y les dé descanso eterno ―proclamó, levantando su espada―. Es lo único que puedo hacer para salvaros de esta abominante maldición ―rezó, posando la vista en sus presas.
Giró la espada ligeramente hacia abajo y, ―de nuevo―, con una veloz estocada, el filo de la hoja decapitó a tres hombres muertos de un solo tajo.
A diferencia del primer hombre que atacó, estos tres cayeron ipso facto en el suelo, sin presentar movimientos espasmódicos o quejidos en sus cabezas cortadas.
―Como dice el dicho, cuando el demonio aparece, hay que tomarlo por los cuernos ―enunció con galantería, decapitando al hombre muerto que se seguía arrastrándose sobre sus vísceras.
Antonio García Vicento, se persignó dibujando una cruz en su rostro, besó sus dedos, respiró hondo y con la delicadeza de un baile de espadas que parecía un recital de danzas, su espada cabrioleaba por el aire decapitando muertos vivientes.
El sonido del movimiento de la espada producía un bonito silbido que cortaba el viento y culminaba con el corte de la carne tiesa. El mosquetero se movía como una gacela entre la multitud de muertos, cortando y tajando cabezas y cuellos. Algunas cabezas rodaban enteras por el suelo, otras cortadas a la mitad, ―por debajo de la nariz―, dejando solo la quijada en el cuello, o con cortes verticales removiéndolas en una sola estocada.
La multitud de muertos vivientes acrecentaba, con cada corte y esquivo de mordeduras y rasguños, Antonio García Vicento comenzaba a cansarse. Era de esperarse, un solo hombre, ―por más habilidoso que fuera con la espada―, no podría derrotar a un ejército.
―¡¿Qué nadie piensa decirme de dónde cojones han salido estos muertos vivientes?! ―gritó con enojo en su mirada, estaba saliéndose de sus casillas―. He visto cuerpos con vestimentas pueblerinas, pero también ropas coloridas con tejidos del pueblo gifato… ¿Han sido ellos? No temáis en responderme, los gifatos son paganos y juegan con brujería. ¿Quién os ha maldecido? ―Seguía haciendo cortes y más cortes.
El grupo de muertos vivientes seguía apareciendo. Antonio García Vicento, atacaba con inercia, sus movimientos se hacían repetitivos y monótonos. A ese punto del cansancio, su cuerpo se movía solo y sin estrategia.
La espada de repente chocó con el casco de una armadura gruesa y fortificada. Uno de los muertos vivientes, llevaba puesta una armadura pesada, reconoció el símbolo de los caballeros del Reino Amalgamo de Roxford, el dragón rojo de Garos.
―¡Habéis sido vosotros! ―bramó, tratando de batir su espada contra el caballero.
Las fuertes manos del caballero de Roxford sostuvieron la espada en el segundo intento de decapitarlo. Antonio García Vicento se vio acorralado, inmovilizado por una fuerza tiesa y gruesa que imponía la armadura del caballero. Al mirar sobre su hombro, vio que una docena de caballeros de Roxford se aproximaban acompañando a más muertos vivientes.
Desde su cinturón sacó un objeto pequeño y largo, grueso y de un metal oscuro. Haciendo alarde de su rapidez felina y su habilidosa forma de jugar con los dedos, apuntó con un diminuto cañón en su mano al caballero de Roxford. Al apretar el gatillo, un estallido de humo empujó una pequeñísima bala de cañón al casco del guerrero; el proyectil le perforó la cabeza dejando un perfecto agujero que desparramó sus sesos por la nuca.
―Este es el último juguetito de los ingenieros de guerra de Zaragoña. El cañón portátil de mano, el arcabuz de Nueva León ―pronunció orgulloso―. Aunque solo tengo dos disparos ―dijo en voz baja para sí mismo.
El extranjero liberó su espada, cortando las cabezas que se le aproximaban por la espalda, tratando de alejarse de los muertos vivientes con armadura de Roxford que se acercaban lentamente. Entre más cortes, estocadas y esquivos, otro sonido metálico, resonaba a través de los quejidos moribundos y los tajos cortados.
El chirrido de metal contra metal, producía chispazos que Antonio García Vicento entrevió en la multitud. No debía distraerse, siguió cortando cabezas a destajo, cuando sintió una enorme presencia a su espalda, no quería cometer el mismo error de atacar a un guerrero con armadura de Roxford sin usar todas sus fuerzas, por lo que el mosquetero sostuvo su espada con ambas manos, colocó el peso de su cuerpo en su pierna izquierda y de un giró abanicó su larga espada cortando la bruma y el viento hacia la enorme figura.
Un centenar de chispas brotaron al chocar los metales, dos espadas que colisionaban con la fuerza de dos guerreros diestros en la danza de espadas. Ambos se miraron a los ojos, Antonio García Vicento supo de inmediato que no era un muerto viviente, los ojos ámbar de ese hombre eran de un brillo y color excepcional; ojos que no solo representaban vida, sino también una especie de ira mezclada con justicia.
Los guerreros retrocedieron, estaban rodeados, había más caballeros de Roxford en los alrededores. Antonio García Vicento corrió hasta la estatua de caballo, la escaló y de un salto cayó en el techo más cercano resguardándose.
El otro guerrero lo imitó, pero no tuvo la necesidad de impulsar su salto desde la estatua. A pesar de su altura y musculatura, saltaba como si no pesara su cuerpo.
Era un hombre alto, corpulento, vestido de negro con una capa larga y hombreras de metal oscuro, con una hermosa cabellera blanquecina y larga, y un particular color de piel terracota.
PARTE II
La bruma comenzaba a espesar más, desde el techo solo se veían las cabezas de los muertos vivientes caminando por el pueblo. La sensación de escalofrío se colaba en los guerreros, quienes no despegaron la vista uno del otro.
Desde su distancia, Ion Omh usaba su vista para ver más allá de aquel sujeto del otro lado de la plaza. No era un barbárico guerrero, de hecho, era delgado, ―galante―, con una mirada que Ion jamás había visto, ojos asesinos y veloces, ―pero al mismo tiempo―, de un color verdoso claro que derramaban cierta bondad caritativa. Eran ojos como los suyos, ―sin el don de la vista del horizonte―, con la intención de proteger.
A pensar de disuadir ese primer análisis, el guerrero seguía mirándolo con actitud extraña y desconfiada. Peinándose el mostacho, levantó su espada señalando a Ion.
―Vos, guerrero terracota, ¿sois el culpable de traer esta maldición a este pueblo? No os recomiendo que mintáis ―amenazó, dando giros a su espada.
Enfundando la espada en su espalda, Ion contestó.
―No conozco de magia y hechicería. Iba de paso por el pueblo buscando provisiones. ¿Qué ha pasado aquí? ―preguntó, dando unos pasos al borde el tejado.
―Provisiones mis cojones. ―Le insultó, caminado también al borde del tejado―. La Santa Inquisición de la Santísima Berenice, ha viajado por cada rincón del mundo y nunca había visto a una persona con vuestro color de piel terracota, y mucho menos con una espada que lleva por empuñadura los cuernos de un demonio ―espetó, sin dejar de señalarlo con la espada.
Ion chistó tocando su espada, pero no quiso desenfundarla de nuevo.
―Son los cuernos de un dragón. Y no soy responsable de esta tragedia, que mi palabra sea juzgada por el padre Ohk y la madre Oha ―proclamó, tocándose el pecho con la palma de la mano.
―Un hereje de la iglesia… no me sorprende. La única verdadera madre que existe es la Santísima Berenice ―pregonó, enseñando el rosario que le colgaba del cuello.
―Me disculpo si mis creencias ofenden las tuyas. Solo quiero ayudar, si la Santísima Berenice pretende socorre a este pueblo a través de tu espada, con mucho gusto ofrezco la mía en tu campaña. ―Ion hincó una rodilla, postrando su enorme espada ante la poca luz del sol que brillaba en su esplendor.
Los reflejos en la hoja oscura hechas con el mágico metal de Valha, reflejaron aros de un color ambarino en la niebla que la despejaba; las criaturas no muertas, se alejaban del brillo.
Antonio García Vicento enarcó una ceja, le pareció curioso el hermoso brillo de la espada, una luz dorada como esa no podría venir desde las fuerzas oscura de una maldición. Quizá la bendición de la Santísima Berenice le ofrecía una ayuda en sus misteriosas formas de obrar.
El guerrero de Zaragoña saltó un par de tejados acercándose a Ion, por precaución, seguía con la espada en las manos.
―Tengo mis sospechas en vos ―dijo, levantando los labios―. Mi espada vibró de manera extraña cuando chocamos metales, esa no es buena señal. ―Con su mano, sacó de un bolsillo otro rosario de perlas negras y rosadas―. Este es el Santo Rosario de la Pena, hecho de cuarzos y turmalinas benditas, el roce de su pureza revela la maldad y el pecado, ningún ser vivo se salva de su juicio. ―Extendió su mano, a pocos centímetros del rostro de guerrero terracota.
Ion seguía hincado, su especial vista penetró en las perlas del rosario, era evidente un objeto bendito con facultades mágicas. Quizá el guerrero petulante no lo notaba, pero pequeñas vibraciones con denotaciones de preocupación señalaban que el rosario detectaba magia negra a su alrededor. Y no precisamente por parte de Ion.
―Me temo que decepcionaría tu percepción sobre mí si llegase a tocar ese rosario. Puesto que estoy maldito… ―confesó, alzando la mirada―. Mi espada también es una bendición, sino fuera por Megardos, la maldición me estuviese consumiendo. ―Se levantó, mostrándole el esplendor de su espada.
El sujeto se peinó el mostacho, observando con ojos entrecerrados, la hoja negra de la espada y sus ornamentadas guardas. Luego de un rezo en susurros, Antonio García Vicento colgó el rosario en uno de los cuernos de dragón que sobresalía de la espada. Las perlas de cuarzo brillaron, ―pero a su vez―, las turmalinas negras temblaron de advertencia.
―Madre mía… Jamás vi esa reacción antes. Lo que dices es cierto ―admitió, retirando el rosario―. ¿Quién sois, guerrero maldito? ―preguntó con más amabilidad.
―Mi nombre es Ion Ohm, fui padre de familia. Ahora soy un guerrero solitario, un cazador de la oscuridad y brujería, un buscador de rompemaldiciones. ―Se tocó el pecho como los guerreros de Valha.
―Hombre, bendita sea tu tarea, aunque camines en sederos ajenos a mi fe. ―Hizo una leve reverencia, quitándose el sombrero―. Soy Antonio García Vicento, mosquetero de la Santa Inquisición de Nueva León en Zaragoña. Que mi espada acompañe a la vuestra en esta desgraciada batalla con la muerte. ―Alzó la espada al cielo, pero Ion no entendió el gesto y se limitó a mirarlo.
―Mi espada dice que le gusta tu espada. Es una hoja curiosa ―agregó Ion, detallando el largo de la espada.
―¿Vuestra espada os habla? ―enarcó una ceja, dando pie a un alarde―. Bueno, hombre. Pues claro que os gusta mi espada, es una ropera tizona hecha en Nueva León, las mejores espadas de Zaragoña. ―Dibujó un par de círculos en el aire―. Tiene empuñadura y revestimiento en plata y oro, enfriada en las forjas con agua bendita, santificada por la mismísima aparición de Santa Berenice. Mira esta marca. ―Le enseñó la empuñadura, con la cruz de Santa Berenice de un color rojo intenso, el tinte se movía como si estuviese vivo―. Es la sangre de la Santa Berenice, permite a mi espada ser tan larga y grande como la fe que el portador tenga por ella. Solo existen doce espadas como es… ―Fue interrumpido por un temblor estruendoso.
La sacudida fue tal, que ambos tuvieron que clavar las espadas en el tejado para no caerse del techo.
―Joder, ¿qué ha sido eso? ―preguntó el zaragoño, acomodándose el sombrero.
―Algo grande se aproxima ―dedujo Ion, sosteniendo su espada con ambas manos.
Las sacudidas seguían haciendo temblar el suelo, como si un coloso caminara entre las calles del pueblo, dañando el empedrado de las calles, retumbando las paredes de las casas, levantando el polvo del suelo y los tejados.
En la lejanía, donde la bruma y la miasma cubrían la vista del páramo y el horizonte, se dibujó una gigantesca sombra que se tambaleaba poco a poco. El temblor acompañaba a un particular y aterrador sonido de cascabeles, un sonido hueco y perturbador, como huesos huecos chocando entre sí.
Ion apretó la empuñadura de la espada, dispuesto a atacar a lo que fuese que se aproximaba. Antonio García Vicento se persignó, envainó su espada y con paciencia, sacó pólvora de un saquito para recargar su arma de juego. Ion le dio un vistazo de curiosidad.
Un escalofrío les recorrió la espalda. Los no muertos, silenciaron sus quejidos unos segundos, para después retomar un cántico espeluznante en sincronía, anunciando la llegada de algo aún peor que ellos.
La bruma se expendía, aquella enorme silueta de gigante tomaba más forma. Era una cosa enorme y ornamentada, con ramas que sobresalían cual agujas gruesas hasta el cielo. Ion concentró sus ojos ámbar en la figura, entendía su morfología y aspecto, pero ―jamás en su vida―, ni siquiera en los cuentos y leyendas que recordaba, había escuchado hablar de semejante abominación de la naturaleza.
―Debemos actuar con precaución… Eso que se avecina no es de este mundo ―mencionó Ion, una gota fría le recorrió la mejilla.
―Madre mía, es lo que la niña ha dicho… ―Tragó saliva, nervioso.
Las ramas y el tronco atravesaron la bruma, revelando su monstruosa forma cadavérica. Un colosal árbol infernal, formado por huesos humanos y animales, aglomerados en una masa de carne y podredumbre, que chorreaba sangre y pus. Los cráneos que adornaban al árbol como si fueran frutas, hacían sonar sus mandíbulas, entretanto sus raíces arrastraban el tronco principal como si fueran patas de araña hechas de calcio.
―El Árbol de Huesos… ―mencionó Antonio García Vicento, recordando lo que había dicho la hija del carnicero.
Los muertos vivientes abrían paso a su dios, que caminaba a paso lento. Su altura era tan grande, que sus ramas casi llegaban al cielo, sobrepasando los techos de las casas. La espantosa miasma era un producto maldito que desprendía la presencia del árbol, las calaveras que le colgaban de las ramas, ―amarradas por cabellos humanos―, vomitaban un gas púrpura que contaminaba el aire.
Los dos guerreros sintieron con más intensidad el olor y la fatiga, les produjo un inhumano malestar que les dio arcadas, les nubló la vista con un escalofrío de tal magnitud, que les hizo sudar tanto como para no sostener sus espadas con propiedad.
―Esa cosa va a matarnos solo con su presencia… ―concluyó Ion, que incluso observarlo le produjo migraña a la vista.
Retrocedieron unos pasos en el tejado, mirando de soslayo, ―sin quitarle los ojos al árbol―, en busca de una ruta de escape.
Las pisadas del Árbol de Huesos hacían retumbar la aldea, el gigantesco dios de la muerte avanzaba hasta la plaza central, una caravana de nuevos muertos vivientes lo acompañaba, guerreros de toda clase, incluso animales.
Un estallido de garras acuchilló las paredes de la casa en donde estaba parados, algo grande escalaba el muro. Antonio García Vicento apuntó su pistola cuando la criatura asomó la cabeza. De un salto, cayó en el techo, rugiendo con rabia.
―Pero… ¿qué cojones…? ―Casi se quedó sin hablar, al ver a la criatura.
Los ojos de Ion se fundieron, sorprendidos en la criatura. Era un hombre robusto, con la piel peluda y encrespada, sus rasgos eran los de una especie de canino rabioso, quizá un lobo, quizá un zorro. Su estado moribundo de putrefacción le había quitado la vista, uno de sus ojos estaba blanco y del otro no había ni rastro, una cicatriz evidenciaba una antigua pelea. El asombro de Ion, no recaía en entender que ese misterioso hombre era igual que él, un hombre maldito con la maldición de la bestialidad animal, de la incontrolable licantropía; sino que el ropaje que adornaba el moribundo cuerpo del hombre bestia lo había visto antes: tejidos con particulares patrones y colores, con plumas y escamas, y una máscara de madera aterradora que le colgaba del cuello. ¡Ese hombre había sido un zambara en vida!
Ion volvió en sí cuando escuchó los disparos del arma del mosquetero. La bestia recibió los proyectiles, uno en el cuello y el otro en la cabeza, pero su cuerpo, ―más que todo su pelaje―, era tan resistente como un caparazón. Antonio García Vicento se quedó sin habla, era la primera vez que veía un nombre bestia, ―y menos aún―, uno muerto en vida. Trató de asestarle una estocada, ―sin embargo―, la velocidad de una bestia fue demasiado para él. El zambara cerró sus fauces en el antebrazo del zaragoño, destrozándole los huesos; con desespero, el mosquetero sacó un pequeño puñal de su cinturón, apuñalando constantemente la cabeza del licántropo hasta que lo soltó.
La bestia abrió sus fauces derramando un torrente sanguinolento de entre sus dientes, llenos de apestoso pus. Saltó de nuevo para atacar, pero la poderosa y gruesa espada de Ion se interpuso entre sus colmillos, arrancándole la mitad de la quijada en el proceso.
―¿Puedes levantarte? ―preguntó Ion, recogiendo la espada del mosquetero.
Al mirarlo con detenimiento, supo que estaba mal. El brazo de Antonio García Vicento no solo estaba herido, la gangrenación era en extremo acelerada e inusual, su piel se tornaba púrpura y sus venas engrosaban como gusanos gordos. La vista del hombre se difuminaba.
Sin meditación, Ion sostuvo su espada, de un solo tajo hizo un perfecto corte, arrancándole el brazo a su compañero, poco más abajo del codo. La bestia quiso acercarse de nuevo, pero una luz prominente le hizo retroceder. Enfocando su vista en el cuello del zambara, Ion entrompó a la criatura, la hoja de la espada se calentó como si estuviera en una fragua y antes de que las fauces del monstruo volvieran a intentar morder, la cabeza del zambara fue removida de su cuerpo por el ardiente corte de la espada del guerrero terracota. Ion dio unos pasos recogiendo la máscara de madera del zambara y la amarró a su cinturón. Quiso enfundar su espada, pero otros muertos vivientes lograban escalar las paredes hasta el techo.
Con dificultad, Ion logró llevarse la espada del mosquetero y echarse al hombro al sujeto, surcando los techos en una huida sin planificar.
Antonio García Vicento recuperaba la razón, aquella luz radiante le bañaba el rostro con relajante calidez.
―Luz de Santa Berenice… apiádate de mí y dame fuerzas ―dijo como una letanía.
Ion hizo otros cortes, deshaciéndose de los agresores. El pesó del zaragoño en su espalda le causó un desequilibrio y resbaló con las tejas del techo. De repente, se vio rodeado, los muertos vivientes habían subido por unas escaleras de piedra al borde de la casa, algunos de ellos tenían armadura.
Antonio García Vicento estaba a los pies del guerrero terracota, preguntándose de dónde provenía la calidez de esa luz. Al recuperar la vista, vio a Ion, con un destello flameante en sus manos. Su espada Megardos, fulguraba llameantes flamas doradas que cubrían la hoja como un fuego sagrado.
―La espada del Arcángel Antonio… ―musitó el mosquetero.
Ion agitaba la espada encendida, formando un círculo alrededor de ellos. Había notado que los muertos vivientes le temían al fuego, ―no se le acercaban―, mirándolos con hambre, deseo y temor. Con una estocada derribó a un hombre, las llamas envolvieron su cuerpo en tanto lo consumía; los demás muertos vivientes, retrocedían más, sintiendo el temor de las llamas, incluso aquellos con armadura.
―¡Por aquí! ―gritó una voz a lo alto.
Desviando la mirada, ―sin dejar de estar alerta―, el guerrero vio señales de una persona, agitando las manos desde el edificio más alto del pueblo; una casa de unos cuatro pisos.
―¡Por aquí! ¡Por aquí! ―volvió a gritar.
Desde aquella ventana alta, un hombre ondeaba una cuerda con un pañuelo rojo. Al notar que Ion finalmente logró verlo, soltó la cuerda hasta el tejado más cercano a la ventana. Ion captó la señal, resopló tomando fuerzas para volver a cargar al mosquetero a los hombros, abriéndose paso entre la multitud de muertos, saltando de tejado en tejado hasta llegar a la cuerda.
Como pudo, Ion improvisó con rapidez un nudo en el torso de Antonio García Vicento. Las personas en la ventana elevaron al zaragoño poco a poco, ―era ligero―. El guerrero terracota, siguió luchando, unos cuantos muertos lo habían seguido, le molestaba uno en particular que llevaba una alabarda larga y filosa. Ion recordaba lo que se sentía usar una lanza como arma, y también sabía cuál era su debilidad. Vio el filo de la hoja de la alabarda, ―próximo a su rostro―, con su espada dio un mínimo, ―pero fuerte golpe a un costado―, clavando la hoja de la alabarda en el suelo, inmovilizando la vara del contrincante, de este modo dio un giro sobre sus pies, facilitando un corte limpio con su espada que le rebanó la cabeza al guerrero muerto.
La cuerda de la ventana volvió a descender. Ion enfundó su espada, anudó un círculo en la cuerda donde puso el pie derecho, sosteniéndose con un firme apretón de sus manos.
―¡Súbanme! ―gritó con ánimos, se sentía a salvo.
PARTE III
La cuerda era arrastrada por la pared, soportando el pesado cuerpo del guerrero terracota. Ion le daba un vistazo a la muchedumbre de muertos vivientes, divisando como la espesa bruma a esas alturas había ascendido de tal manera que cubrió el cielo, como una gigantesca pantalla de humo y nubes que ocultaba la luz del sol, ―a plena luz del día―. Era un mal presagio, una noche anticipada.
Puso el pie en la ventana para entrar, se percató que unas personas ayudaban a Antonio García Vicento, le quitaron la ropa para revisarle el brazo cortado por su espada.
―Está cicatrizado… ―dijo un hombre, sorprendido, que le revisaba el brazo.
―Ha sido un corte con fuego ―expresó Antonio García Vicento―. Fuego sagrado de la espada de aquel hombre. ―Señaló a Ion con su otro brazo.
Pese a eso, un intenso dolor le hizo gemir, sosteniéndose el brazo cortado, apretando los dientes. El corte y la cauterización con el fuego, habían sido un inteligente y premeditado acto que funcionó para salvarlo, pero una espada no podía salvarlo del veneno y la putrefacción de las fauces de aquel monstruo.
―Por favor, en mi bolsa… ¡Buscad los matraces con una cruz! ―suplicó el mosquetero, mientras se sostenía el brazo del dolor.
Las venas en el corte se gangrenaban, gruesas como gusanos morados que se hinchaban, tornando la piel de un color marrón oscuro y sanguinolento.
Ion se preocupó, tocando la espada del mosquetero que se había guindado del cinto.
―Es poco probable que se salve… Lo siento por su amigo ―mencionó el hombre que había arrojado la cuerda―. No es la primera vez que vemos esto, cuando una de esas cosas te muerde, la carne se te pudre como carroña expuesta al sol del medio día… y al pasar las horas, pierdes el juicio y la razón, te conviertes en uno de ellos… Seres sin vida ni voluntad propia. ―Apretó los puños, frunciendo el ceño.
Ion volvió a sacar su espada. Al dar un primer paso, vio como la mujer que ayudaba al zarageño, encontró los matraces de vidrio en el saco del mosquetero.
Antonio García Vicento lo tomó con desespero, le quitó la boquilla con los dientes bebiéndose el contenido, ―un líquido cristalino―, con un casi imperceptible brillo dorado escarchado, ―que probablemente nadie más vio―, pero que era evidente antes los especiales ojos de Ion. Luego, destapó otro matraz y lo vertió sobre la herida del brazo.
Las venas dejaron de palpitarle, la hinchazón cesaba, recuperando de a poco su color habitual de piel. Ion cerró los ojos, aliviado, enfundó su espada, acercándose al mosquetero.
―Es un milagro… ―dijo la mujer, llevándose las manos a la boca.
―Es agua bendita por las lágrimas de la sagrada estatua de Santa Berenice en Nueva León ―mencionó el mosquetero, peinándose le mostacho, parecía recuperado―. Un milagro menor, pero milagro es milagro cuando la fe os acompaña, señorita. ―Se persignó de arriba abajo.
Repasando la mirada alrededor, vio unas cuantas personas resguardadas en la torre, quizá una docena de hombres y mujeres por igual. Ion se aproximó al mosquetero, devolviéndole la larga espada que se había ajustado al cinturón.
―Es una buena espada, no la pierdas ―agregó Ion, apretándole la mano cuando el zarageño sostuvo el mango.
―Os agradezco. ―Asintió con respecto y sinceridad.
Unas pequeñas piedrecillas se movían en el piso de la torre, anunciando un sismo constante que asustó a los presentes, obligándolos a sostenerse de las paredes y pilares. Un sonido atroz, como paredes derrumbándose, hacía eco en pueblo, retumbando con cada porrazo.
―¡Por aquí! Es el árbol ―gritó un hombre, asomado por otra ventana.
Varias personas, ―Ion entre ellos―, corrieron para echar un vistazo por el ventanal. El gigantesco Árbol de Huesos, posado en medio de la plaza, había destruido con sus raíces la estatua central. Sus raíces, ―cual arietes puntiagudos―, perforaban y escarbaban el suelo; tan pesadas y fuertes eran las embestidas que hacían temblar el suelo y las casas.
―¿Qué está tratando de hacer? ―cuestionó Ion, extrañado del agresivo comportamiento del árbol.
―¿Cómo es posible? ―reaccionó el hombre que parecía liderar la torre―. Nunca nos habíamos preocupado cuando los no muertos cruzaban el pueblo por las noches… Marabo es un pueblo muy antiguo, nuestros antepasados construyeron túneles en la antigua guerra y los usamos para escondernos cuando la noche arribaba ―explicaba con sudor en la frente―. Hay personas escondidas allá abajo en este momento ―apretó los dientes, desviado la vista de la ventana.
Las raíces de huesos rompían el suelo, arrojando guijarros de tierra, entretanto cavaba y cavaba más profundo. Ion frunció la mirada, analizando el panorama, la enorme estampa del árbol cubrían con su figura y oscuro esplendor, lo que antes era la plaza. Sin embargo, los ojos de Ion captaron algo más entre la multitud de muertos.
―Esto jamás había sucedido ―mencionó otro hombre, al lado de Ion―. El Árbol de Huesos apareció hace más de seis meses en el páramo, muchos de nosotros lo vimos caminando cerca del pueblo… pero, nunca se había acercado tanto, ni mucho menos entrar en Marabo ―apretaba las manos, apoyadas en el alfeizar de la ventana.
―Y es inmenso… La última vez que lo vi fue hace meses cuando fui a cazar… Su tamaño era el de un árbol común del páramo. Esa forma que tiene ahora es… ―No supo cómo describir su monstruosidad.
A pesar de que Ion estaba atento a las palabras que compartían los presentes con él, su aguda visión del horizonte se centraba en un extraño comportamiento entre la multitud de muertos vivientes. Sus ojos analizaban algo peculiar, un grupo de personas formando un círculo, alrededor de algo que Ion percibía familiar, una presencia también de naturaleza ignota y desconocida, pero que de alguna manera Ion la había sentido antes.
Desvió la vista mirando la máscara del zambara que le colgaba de la cintura. ¿Podría ser esa cosa obra de un zambara? Lo creía poco probable, aquel zambara bestia había sido infectado por el virus de la muerte.
―¿Alguno de ustedes vio un nombre con una máscara como esta en el pueblo o sus alrededores antes de que apareciera ese árbol? ―preguntó Ion, alzando la máscara ante todos.
Los presentes negaron con la cabeza. Era la primera vez que veían esa clase de máscara, la teoría de Ion se descartaba.
Entretanto pensaba. Antonio García Vicento, lográndose componer, se puso en pie alzando la voz y su espada.
―Vuestra gente debe evacuar ―entonó, con oscura seriedad―. Si valoráis vuestras vidas, tendréis que admitir que este pueblo padecerá. Necesitaríais un ejército para acabar con ese árbol demoníaco, cosa que no tenéis… No hay deshonor alguno en la huida si salváis la vida de vuestros niños y ancianos. ―Clavó su espada en el piso para animarlos.
Ion admitía que, ―a diferencia de él―, Antonio García Vicento tenía cierta facilidad al convencimiento en el habla. Los hombres asentían ante sus palabras, puesto a que no eran calumnias, solo un ejército tenía la capacidad militar de arrasar contra otro ejército de muertos vivientes.
De entre sus cosas, el mosquetero sacó otro pequeño matraz de cristal, uno muy pequeño en forma de diamante con una bonita gema roja en la tapa.
―Estas son verdaderas lágrimas de la sagrada estatua de Santa Berenice en Nueva León, las mismas que me han curado del veneno maldito de ese árbol. ―Alzó el pequeño matraz ante todos―. Son pocas, pero en Zaragoña usamos la gracia de apenas unas gotas para convertir el agua simple en agua bendita. ―Al pronunciar esas palabras, los murmullos acompañaron la incertidumbre.
Ion prestaba atención, el mosquetero era un buen hombre, pero dudaba que incluso una oleada de agua bendita de Santa Berenice pudiera detener semejante monstruosidad… Él también debía hacer algo para ayudar, y tenía el presentimiento de que, ―ese algo que buscaba―, era lo que sus ojos percibían abajo en las calles del pueblo.
―Abajo en el sótano de la torre hay barriles de agua y vino, podemos usar las lágrimas ―mencionó un sujeto.
―Mi difunto esposo era carpintero, él construyó una catapulta pequeña para venderla. Todavía está desarmada en su taller ―adicionó una mujer.
Los vítores animaban una esperanza forzada.
―Podemos salvar el pueblo, podemos gana… ―La voz del hombre fue interrumpida por Ion.
―Eso no les servirá de nada… ―Su amarga razón los aterrizó en el suelo―. Encomiéndese a sus dioses, recen para que les de fuerza y vigor, porque esa cosa allá afuera no es de este mundo y es probable que nada de este mundo pueda pararlo… ―Ion tomó la cuerda de la ventana, amarrándola en los barrotes del ventanal del otro lado.
―La fe puede pararlo ―interrumpió el mosquetero―. Ese monstruo vino para llevarse vuestros cuerpos, no le daremos la oportunidad de hacerlo. Que la fe aclare vuestras esperanzas de vivir y no ciegue vuestra cordura tratando de hacer algo fuera de nuestras manos. ―Antonio García Vicento se interpuso entre Ion y la multitud―. Estas lágrimas nos ayudarán a huir, detenerlo el tiempo suficiente para evacuar el pueblo por los pasadizos subterráneos ―explicaba con más calma y serenidad.
La gruesa y áspera mano de Ion tocó el hombro del mosquetero, jalándolo suavemente hacia atrás.
―Necesitarán una distracción. ―Se llevó el puño al corazón como lo hacían los guerreros de Valha―. El árbol está cavando porque sabe que la gente está debajo del suelo. No perdamos el tiempo, es algo que no podemos recuperar y la bruma está subiendo más ―expuso, dando un salto a la ventana.
El mosquetero se persignó, murmurando un rezo al tocar la capa negra de Ion.
―¿Qué pensáis hacer? ―le preguntó.
―Tu preocupación no debe caer en mí, Antonio. Cuídalos a ellos, mi espada me cuidará a mí ―dijo, ajustándose la cuerda a la bota para bajar por la ventana.
Antes de saltar, Antonio García Vicento sacó un rosario y lo colgó en el cuello del guerrero terracota.
―Vuestra espada es un milagro… Cuentan las sagradas escrituras que cuando el padre de todos los demonios piso la tierra, retumbando las montañas y evaporando los mares, ni siquiera la gracia de Santa Berenice podía hacerle frente, entonces desde los cielos surgió el milagro. Un hombre con alas blancas y una espada de fuego, dicen que la pelea duró cien días; el Arcángel Antonio se alzó con la victoria, encumbrando su espada para bendecirnos con su luz ―relataba, con un orgulloso brillo en los ojos.
―He hecho cosas que no podrían calificarme para el puesto de un santo de tu fe. Pero, mi espada Megardos te agradece el gesto de virtud, su fuego será tan ardiente como el del Arcángel Antonio. ―Sonrió, deslizándose con la cuerda por la ventana.
―No os pongo en duda, la espada de fuego es un milagro como el mismo arcángel. Por eso mi madre me ha puesto ese nombre, Antonio García Vicento ―pronunció su nombre con galante entonación, entretanto se peinaba el mostacho como siempre.
Al tocar el suelo del techo más próximo a la torre, la miasma espesa cubría la mayor parte de la visibilidad de Ion. Sin embargo, gracias a sus ojos ámbar y visión del horizonte, veía a través de ella como si fuera una fina cortina en la ventana durante un día soleado. Con Megardos en mano, Ion saltó de techo en techo, buscando ese fenómeno extraño que había visto desde la altura de la torre. Podía sentirlo con la vista, un aura sobrenatural del inframundo, algo que pensaba haber visto antes y donde los muertos vivientes se acumulaban en un comportamiento errático, incluso para ellos.
Al llegar, observó desde el borde del tejado, un enorme grupo de muertos vivientes, ―la mayoría con armaduras―, agrupados en círculo alrededor de una presencia fantasmal. Ion se inquietó, sus ojos vieron la persona en cuestión, generándole una sensación de tranquilidad, ―pero al mismo tiempo―, de incertidumbre y pesadez, ¿Por qué los muertos vivientes no atacaban?
Era una presencia muy extraña, por su apariencia y vestimenta, no era un local del pueblo. Estaba de espaldas, una hermosa cabellera negra con reflejos azules, cubría la espalda de esa doncella de la oscuridad, llevaba un vestido negro y azul, ―muy hermoso y ajustado―, con vendajes blancos encima; su piel era tan pálida y fantasmal, que el tono azulado de su piel parecía la de una fallecida.
Ion hizo que Megardos encendiera las llamas de su hoja, iluminando con fuego como si fuera un faro. Los muertos vivientes se cubrieron la vista, la hermosa doncella fantasma giró suavemente su rostro para mirar al guerrero terracota.
Señalándola con la espada en llamas, le dirigió una mirada cauta, a un hermosísimo rostro, con labios pintados de negro y unos ojos tan oscuros como charcos reflejando la noche.
―¿Quién eres, mujer? ¿Eres la responsable de esta abominación de la naturaleza? ―preguntó con osada y retadora voz.
Ella entrecerró los ojos al mirar el esplendor de Ion, soltó una risita, deslizándose suavemente en el suelo sin mover los pies. Ion se dio cuenta que llevaba un cochecito de bebé, una hermosa pieza de madera pintada de blanco, con una manta blanca que cubría la caja.
―Sé quién eres, me han hablado de ti ―respondió la mujer, con un tono seductor y melancólico―. No pensé que nos conoceríamos tan pronto, señor Ion Omh. ―Se llevó las manos al pecho, suspirando de emoción.
―¿Cómo sabes mi nombre? Responde mis otras preguntas ―exigió, sin dejar de señalarla con la espada encendida.
De pronto, se fijó en más detalles envueltos a la dama. Su hermoso vestido cubría su cabello y brazos con un velo transparente, ―aun mostrando su hermosa figura y prominentes senos acentuados por su corsé y escote―. Cuando se deslizó por el suelo, levitando suavemente, ―con sus manos conteniendo el éxtasis en su pecho―, Ion se percató que la hermosa y misteriosa dama, contaba con un par de brazos extras, que sobresalían de su vestido y sostenían el coche del bebé.
―Un artista de la muerte, un caballero de sangre… ―Se llevó una de las manos a la mejilla, sonrojándose―. Padagio no mencionó que eras tan guapo y varonil. ¿Por qué no bajas? A mí lado es más seguro, como puedes ver, ninguno de ellos te tocará en mi presencia. ―Movió los brazos, abriéndolos de par en par, señalando el círculo de muertos vivientes a su alrededor.
―Eres uno de Los Cuervos, igual que ese sujeto jorobado sin nariz ―asumió Ion, recordando el encuentro con aquel monstruoso sujeto que recolectaba cadáveres guardándolos en un saco―. Con más razón, presiento que esta atrocidad es obra de su congregación, maldita mujer ―ahondó, acusándola con su espada.
―¡No me hables en ese tono! ―La voz de la dama retumbó en la mente de Ion, con un tono poderoso y horrendo.
Le temblaron los pies y le hizo hincarse con una rodilla.
―Los Recoge Cuerpos tenemos mala fama en el mundo oscuro, no compartimos nuestros secretos, por eso también nos llaman Los Hijos del Silencio… ―explicaba la mujer, indicándole con el dedo a Ion para que bajara del techo.
Ion se resistía a su llamado, su fuerza de voluntad no se doblegaba ante la seductora y maquiavélica presencia de la dama.
―Pero esta barbaridad, no es obra de nuestro trabajo. En La Congregación Post Mortem somos fieles devotos a la muerte, rendimos culto a la vida después de la putrefacción que limpia el alma, los cuerpos sin vida son sagrados, la sangre es aquel líquido vital que une este plano con el otro… ―Dio una mirada iracunda a los muertos que la rodeaban―. Esto que ven mis ojos, muertos sin voluntad levantándose, oponiéndose a los mandatos innegables de la lógica y la vida… ¡Es una blasfemia! ―Sus amarillentos ojos sobre negro brillaron ante la oscuridad de la miasma.
La flama de la espada de Ion se apagó. Al darse cuenta que incluso la miasma condensada del árbol maldito no entraba dentro del círculo de la dama. De un salto cayó frente a ella, ―sin dejar de hondar su espada―, dirigiéndole una mirada penetrante con más dedicación y análisis.
―Entonces respóndeme. ¿Qué haces en este lugar? ―cuestionó con dureza.
―Vinimos a parar la herejía en nuestra creencia. Ese árbol no debería existir, va en contra de la naturaleza que profesamos… No es obra de nuestro dios ―proclamaba con el ceño fruncido y los ojos brillantes.
Ion enfundó la espada con más calma. Era cierto que sus ojos percibían una misteriosa oscuridad en los miembros de esa extraña congregación, pero había aprendido que la oscuridad no siempre era sinónimo de maldad, sino de incomprensión. Esa congregación le daba mala espina de un modo u otro, pero en ese momento no estaba en posición de juzgar sus creencias, estaban de su parte.
―¿Vinimos? ―cuestionó Ion―. ¿Hay más de ustedes en el pueblo? ―preguntó curioso.
―Somos pocos, pero toda la congregación está en camino. Hemos llegado unos cuantos al pueblo, tu amigo Padagio deben andar por ahí… Aquí entre nos, él es muy cobarde para este tipo de trabajo, debe de estar escondido. ―Se llevó una mano a la boca para ocultar sin sarcástica sonrisa pícara.
―Me ofendes, hermana Narcisa. ―Se escuchó una voz entre la multitud, acompañada del raqueteo de unos zapatos de madera―. Escurridizo sí, cobarde… De pende de quién pregunte. ―Y se echó a reír.
Los muertos vivientes abrían paso como las cortinas de un teatro revelando un personaje. El misterioso jorobado sin nariz, el horrible y vendado recolector Padagio se asomó entre los muertos, presentándose ante ellos.
―Volvemos a encontrarnos, señor Ohm. ―Se inclinó amablemente―. Sé de buena mano que usted no es el autor de este desastre. Su arte es más hermosa, roja y sangrienta, con buenos cuerpos de por medio… Esto de aquí, da ganas de vomitar ―dijo, tocando uno de los muertos.
El hombre no vivo se quejó e intentó morderlo, pero en el último segundo, se paralizó chasqueando los dientes.
―¿Cómo es qué hacen eso? ¿Por qué no los atacan? ―preguntó Ion con sospecha.
Ambos hermanos intercambiaron una mirada paulatina.
―Porque nos tienen miedo, señor Ohm ―respondió Padagio, carcajeando con suavidad.
―Nuestra magia los convirtió en eso que son ahora y saben muy bien que también podemos extinguirlos de la misma manera ―completó la dama, peinándose un mechón.
―Entonces mis sospechas eran ciertas… Esto es obra de su congregación ―afirmó Ion, desenfundado la espada―. Díganme como me deshago de ese maldito árbol y sus muertos vivientes, o no doblegaré mi espada cuando atraviese sus cuerpos ―amenazó, ondeando el metal.
Padagio levantó las manos en señal de calma. La dama se ruborizó, mordiéndose los labios.
―Señor Ohm, nuestra congregación tiene reglamentos muy estrictos, no podemos ir por ahí entregándole información a cualquiera ―objetó el jorobado―. Lamento decirle que mi hermana Narcisa dice la verdad, pero a la vez no. ―Levantó un dedo, agitándolo para fomentar el interés.
―Explíquense ―ordenó el guerrero.
―Digamos que, esto fue hecho por un hereje. Un antiguo hermano de la congregación ―intervino la dama.
―Y no podemos decir más ―interrumpió Padagio, atravesándose entre ellos dos.
Sin enfundar la espada, Ion relajó sus músculos tomando calma, le sentía bien respirar un aire aparentemente fresco en presencia de los miembros de la congregación, que limpiaban el aire a su alrededor con su misteriosa presencia.
―¿Cómo planean detener esa cosa? ―preguntó Ion.
―He ahí el detalle, señor Ohm… La congregación carece de poder militar, no somos guerreros ―declaraba con vergüenza.
―A excepción de Godo. Es el único miembro de la congregación que podría luchar con esas cosas ―agregó la dama, con una expresión de reproche.
―Godo está loco, ni siquiera nosotros nos fiamos de él… Espero no encontrármelo ―mencionó en voz baja, siguiendo la conversación entre ellos.
Dando unos pasos sonoros y pesados, Ion se acercó más a ellos con desafío.
―Mis ojos me dicen que ustedes saben cómo detener al árbol, no me importa cuantos miembros de la congregación estén en el pueblo y si están locos como ese tal Godo. ―Sonaba amenazante y dispuesto a estrangularlos―. Díganme como paro esa cosa, hay vidas en riesgo ―exigió, apretando el puño ante sus caras.
―Señor Ohm, como le dije… No tenemos permitido revelar secretos de la congre… ―De repente, Padagio guardo silencio―. A menos que, quiera formar parte de nuestra sociedad. De esa manera, no tendremos ningún inconveniente en revelarle cualquier tipo de información… Y tenemos mucha. ―Arrastró sus pies, colocándose al lado de Ion.
―Nos vendría bien otro guerrero fuerte y varonil en nuestras filas ―encomendó la dama, sobando el musculoso brazo de Ion.
―Sé lo que implica ceder mi vida a su congregación, ustedes no forman parte de este mundo. ―Movió su cuerpo con rudeza para deshacerse de la cercanía a ellos―. No me gusta ofender las creencias de otras personas, pero no me interesa formar parte de su culto, tengo mi propia fe y la seguiré hasta el día de mi muerte, por la madre Oah y el padre Ohk ―reafirmaba, tocándose el pecho.
―Que gran desgracia, señor Ohm… ―Padagio se sobaba el rostro, decepcionado―. ¿Qué haremos entonces, Narcisa? Godo no podrá destruir el árbol él solo… ―Se rascaba la cabeza con preocupación.
Sin embargo, la dama sonreía con picardía y astucia. Nuevamente se deslizó por encima del sueño, abrazando con anhelo el brazo de Ion Ohm. Le dedicó una risa seductora y embriagante.
―Se me ocurren otras ideas para que el apuesto señor Ohm nos ayude ―confesó, acariciado el brazo del guerrero con su dedo índice.
Padagio aguanto una seca carcajada que Ion notó de inmediato.
―¿Cuál es su treta para conmigo? ―cuestionó Ion.
Algo en sus ojos le revelaba un extraño interés en la dama, ―la atracción sexual era evidente―, pero percibía algo más. Algo extraño y confortante, sin malas intenciones, era una sensación rara para él.
―No te preocupes, estoy segura que no querrás desaprovechar esta oferta. ―Lo abrazaba con más cariño y fuerza, recostando sus senos al brazo de Ion.
―Verá, señor Ohm. Todos los miembros nos unimos a la Congregación Post Mortem por un motivo. Nos consagramos a nuestro dios, esperando toda una vida a su servicio para cumplir un deseo, o romper una maldición. ―Soltó con gracia para atraparlo en su juego.
―Ve al grano, Padagio ―reclamó, pronunciando su nombre con más énfasis.
―Según veo en las intenciones de mi hermana aquí presente, podemos ofrecerle un trato equivalente de información a cambio de una vida ―reveló de manera confusa―. Déjeme aclarar sus dudas, señor Ohm. Como puede ver, Narcisa es una mujer de extrema belleza, no ha habido hombres que resistan su seductora presencia y ha tenido muchos pretendientes… ―La señalaba con galante adulación―. Pese a eso, mi pobre hermana no ha podido cumplir su deseo más ferviente, uno que incluso con la inmortalidad que nuestro dios nos ha regalado para servirle, no ha podido conseguir. Y como su hermano, me llena de tristeza. ―Se llevó las manos al pecho en una actuación melancólica sobreactuada.
Destilando otra mirada cauta a la dama a su lado, Ion vio un aire de satisfacción y anhelo en los ojos amarillos de Narcisa. Un deseo más allá de lo carnal, esa mujer buscaba un amor… ―pero no el amor de un hombre―, un amor que solo una mujer podría concebir. Cuando la vio de vuelta a los ojos, ―penetrando en su mirada―, tuvo la cándida sensación de verdadera bondad, un sentimiento que solo recordaba percibir en los ojos de su difunta esposa Eldria, o cuando miraban a su fallecida hija Eah. En ese instante, Ion retiró la mirada de los ojos de Narcisa, desvió sus ojos a su cuerpo, bajando poco a poco hasta ver el cochecito de bebé que ella empujaba con sus manos, entendiendo su verdadero deseo.
―Quieres ser madre ―formuló una pregunta en forma de respuesta.
―¿No es lo que toda mujer desea ser? ―preguntó, sobándole de nuevo el brazo con cariño.
―Y sí que lo ha intentado, señor Ohm. La lista de pretendientes de mi hermana es casi interminable, una vez se acostó con… ―Narcisa lo miró de vuelta con una fulminante mirada.
―Ya puedes callarte, hermano Padagio. ―Lo silenció de golpe―. El señor Ohm y yo, continuaremos la conversación en privado, en mis aposentos. ―Señaló el coche de bebé con la mirada.
Sintiéndose confuso y ofendido, Ion zarandeó a Narcisa quitándosela de encima.
―No pienso darle un hijo de mi semilla a su congregación. ―Frunció el rostro con enojo―. Míralos. ―Señaló a los muertos vivientes que seguían a su alrededor―. Hay personas luchando en este momento para escapar del pueblo, yo soy la distracción para que puedan tener la esperanza de huir. ¿Crees que tengo tiempo para acostarme contigo? ―Le reprochó con certera evasión y enfado.
―Sí lo tendrás. ―Narcisa sonrió con astuta malicia―. Tú necesitas la única manera que existe de detener al Árbol de Huesos y yo deseo un bebé. Es un intercambio razonable, incluso, desmedido a mi parecer, obtendrás más de lo que yo ganaré. ―Cruzó dos de sus brazos por debajo de sus senos, y del mismo modo, sus otros dos brazos, apoyando el codo sobre su mano, en una pose elegante y soberbia―. Obtendrás información de nuestra congregación, la manera de destruir al árbol, un futuro hijo y la dicha de compartir el lecho conmigo ―enumeró con sus dedos.
Ion permaneció en silencio.
―Es una gran oferta, señor Ohm ―intervino Padagio―. Piénselo bien. ¿Qué es el regalo de un infante en comparación con las vidas de todo un pueblo? Mejor dicho, de miles de vidas ―razonaba, ampliando las manos para convencerlo―. Este es solo el principio, señor Ohm. Este árbol es una maldición para el hombre, si no lo paramos ahora se convertirá en una pandemia indetenible ―razonaba con más convicción―. Y usted tiene la solución en sus manos, más bien en su entrepierna. ―Se echó a reír―. ¿Qué más da un par de minutos de desfogue con mi hermana? ―Se alzó de hombros.
―Requiero más que un par de minutos ―reafirmó la dama―. Entonces, señor Ohm. Creo que ahora sí estamos perdiendo el tiempo… ―Entrecerró los ojos, perdiendo la paciencia.
El guerrero suspiró con cansancio, le molestaba admitir que ellos tuviesen la razón. Si esa monstruosa atrocidad no era detenida, el pueblo de Marabo sería apenas el primero de muchos. Si cada vez que el Árbol de Huesos atacara un poblado aumentaba sus tropas… En cuestión de meses asediaría ciudades y urbes enteras.
Entre sus pensamientos fugaces, Ion escuchó una voz en su cabeza. La familiar voz metálica y rasposa, ―que de vez en cuando―, le daba consejos como su fiel compañero de batalla y vida. La espada en su mano vibraba y le hablaba en su mente.
―Acepta la oferta ―arrojó Megardos.
―De entre todos mis pocos conocidos, hubiese creído que serías el último en darme ese tipo de consejo ―artículo en su mente.
―¿Por qué te sorprende? ―cuestionó la bestia mística en su espada―. Mi trabajo también es velar por tu bienestar, Ion. Mi magia puede curar tu cuerpo, pero no puedo curar tu mente o tu corazón, por más duro que seas, las heridas del alma tardan en sanar y requiero que estés en plenas condiciones para nuestras futuras adversidades ―motivaba el dragón de metal.
―Comprendo tu interés, pero desahogar mis penas con una mujer no apaciguará el dolor de la pérdida que sigue palpitando en mi interior. ―Resopló con terquedad.
―Es por eso que mi consejo es valioso para tu causa ―respondió de inmediato―. Durante nuestro entrenamiento con la espada, me contaste que no conocías tu origen, tus padres murieron cuando eras un niño y la única fortuna que habías tenido era conocer a Eldria, una mujer de tu misma raza ―narraba recordando con detalle―. Días después, entre quejas y cansancio, mencionaste que querías encontrar a más de los tuyos, pero era tarea difícil porque habías descubierto que los de tu clan, solo pueden reproducirse entre ustedes. ―Seguía recordando.
―Sé a dónde quieres llegar. ―Le interrumpió―. Mi semilla no la impregnará a ella, pero ellos también usan magia, magia oscura… Y tengo el presentimiento de que Narcisa usará artimañas para quedar en cinta. Sospecho que no es la primera vez que lo intenta ―indicó con convicción.
―¿Entonces por qué no intentarlo? ―cuestionó de nuevo su razonamiento―. Tu semilla es fuerte y noble. Jugarás una apuesta sin pérdida; si esa mujer queda en cinta, podrás reclamar a tu hijo o hija cuando tengas oportunidad, los clanes siempre llaman. Y si no se embaraza, te quitarás un peso de encima y obtendrás lo que necesitamos para derrotar al Árbol de Huesos ―margó, labrando la mente de Ion.
―Puede que… tengas razón. ―Terminó aceptando entre otro suspiro.
―Asimismo, Ion ―agregó Megardos―. No solo eres un guerrero, también eres un hombre, una persona. Los humanos son parte del reino animal, tienen necesidades carnales que deben alimentar para no perder el juicio y la razón ―manifestaba, reganándolo―. El acto de satisfacción no es algo de lo que te debas avergonzar, es necesario. Mi segundo consejo es que lo hagas más seguido, para que te quites ese ceño fruncido que tienes todo el tiempo pegado al rostro ―fulminó el regaño.
Una sonrisa irónica se dibujó el rostro de Ion, relajando los músculos tensos de su cara.
―No sabía que hacer el contrato contigo también implicaba que serías el padre que nunca perdí ―contestó con contentura―. Gracias por aconsejarme, Megardos. Lo apreció mucho. ―Cerró los ojos volviendo a la realidad.
Narcisa seguía parada frente a él, esperando la respuesta.
―¿Y bien, guerrero terracota? ―Le preguntó de nuevo.
―Me gustaría que tuviésemos algo de privacidad en nuestro lecho ―respondió, aceptando la oferta.
PARTE IV
Narcisa se mordió los labios, conteniendo una gratificante emoción.
―La mejor alcoba, con la mejor de las comodidades para mi nuevo amante ―jactó sus palabras, quitándole el velo al cochecito de bebé.
Al igual que hacía Padagio al robarse los cadáveres al meterlos en su saco vacío mágico, Narcisa levitó introduciendo medio cuerpo en el coche de bebé.
―¿Qué esperas, cariño? Estoy ansiosa de ti. ―Lo invitó, ofreciéndole ambas manos para entrar en su mundo.
Alzando su espada, Ion la impregnó en un torrente de fuego que no lo quemaba y la arrojó en dirección a los muertos vivientes. Unos cuantos fueron abrasados por las llamas y cayeron al suelo. La espada se convirtió en un pilar constante de fuego.
―Eso servirá de distracción mientras tanto ―comentó Ion, aceptando la invitación de la dama al tomar su mano.
―Hermano Padagio ―agregó Narcisa, después estrechar las manos de su amante―. Dile a Godo que pronto enviaré a mi amante en su ayuda ―culminó, posando su cabeza en el musculoso pecho de Ion.
Luego de una risita contagiosa, Padagio se inclinó para despedirse y caminó lentamente abriéndose paso ante la multitud, resonando sus zapatos de madera entre los gemidos monstruosos de los muertos vivientes.
Ion levantó la pierna posando su pie al borde del cochecito de bebé. Sus ojos observaron con atención que el interior de esa pieza de madera, albergaba una especie de agujero negro, un cúmulo de estrellas que giraban entre sí transportándolos a otro universo, probablemente creado por Narcisa y aquel misterioso dios al que veneraban.
Cuando su cuerpo estuvo al completo adentro, un resplandor lo cegó. Luego de pestañar, se encontró en medio de una hermosísima habitación circular, llena de tapetes azules y rosas, flores y adornos del mismo color, un aroma seductor proporcionado por varios inciensos esparcidos por el cuarto. Una cama redonda adornaba el centro de atención, alumbrada por un seductor resplandor que casi opacaba las paredes, que simulaban un cielo nocturno estrellado en constante movimiento.
―Este lugar es hermoso, como el de una reina ―dijo Ion en voz alta.
―Oh, no pensé que eras de los que alagaban a sus amantes. Creí que irías directo al grano ―descubrió, mirándolo con deseo―. En ese caso, me encantaría empezar con un beso lento y extenso ―habló, extendiendo sus palabras de forma seductora.
Narcisa posó sus brazos superiores alrededor del cuello de Ion y los brazos inferiores tomándolo por su cintura. Parecía una pequeña damita ante el tamaño y musculatura del guerrero.
―Soy un caballero con las damas. Pero tú y yo sabemos que no podemos perder el tiempo. ―Le arrojó una mirada retadora y escueta.
―Relájate, cariño. En mi mundo, el tiempo transcurre de manera diferente, es como cuando tienes un sueño donde sientes que han transcurrido varios días ―explicaba, posando suavemente sus labios sobre los de él―. Tú solo hazme caso y sígueme la corriente ―exigió, dándole un apasionante beso, Ion no resistió la tentación de su embriagante lujuria de mujer y la sostuvo por la cintura apretándole el trasero―. Ahora quítate la ropa. ―Le ordenó, levitando pocos pasos fuera de él.
Apretando la mandíbula, Ion intentaba contener la lujuria que el embriagante aroma de Narcisa y sus seductoras órdenes, pesaban ante él. Pese a eso, se quitó la ropa, más por una acción motriz que por una exigencia de la dama.
―Qué hermosas cicatrices. ―Observó Narcisa, rodeándolo y sobando cada rastro de su piel terracota.
La musculatura tersa, gruesa y brillante de Ion se notaba más en su desnudez; los redondos bíceps y piernas, gruesos e imponentes, su espalda ancha y maciza, y su impenetrable pecho como de acero y su abdomen formado como una muralla.
Solo su terso cabello blanco destacaba entre las cicatrices que sobresalían, como marcas blancas en su piel oscura.
―Eres toda una delicia. ―Narcisa se deleitaba, posando su lasciva mirada en la entrepierna del enorme guerrero, que todavía no estaba dispuesto a su quehacer.
―A pesar de ser un nombre, te advierto que, aunque me parezca una mujer hermosa, sigues siendo un ser oscuro que me produce sospechas ―insinuó Ion―. Esto lo hago, porque es mi deber, me disculpo de ante mano si no llego a satisfacerte, puesto a que no produces en mí una atracción sexual que me provoque ir más allá de mis deseos ―puntualizó en un tono neutral.
Narcisa levitó unos pasos hacia atrás, ocultando una risilla. Arrojó el velo al suelo, comenzando a desabotonar y desligar su vestido.
―De seguro piensas que voy de pueblo en pueblo, y de ciudad en ciudad buscando hombres para satisfacerme ―articuló, dejando caer el vestido en sus pies―. Pero no es así, no busco el deseo sexual como una prostituta barata, yo quiero ser madre. ―Sus manos inferiores tocaron su vientre plano, bajando lentamente hasta su entrepierna―. Al igual que tú, también estoy maldita. Mi dios me ha dicho que soy fértil, y aquí me tienes, rogando la compañía de hombres que ponga en mí la esperanza de ser madre, porque nunca he quedado en cinta. ―Sus otros brazos acariciaron sus senos―. Un nombre fuerte y vigoroso, con una semilla fuerte y vigorosa. Sin embargo, Ion Ohm, ¿No sientes curiosidad en saber por qué me intereso tanto en ti? No había parado de imaginarte desde que mi hermano Padagio te describió. ―Seguía sobando su cuerpo con sus cuatro brazos, mordiéndose los labios.
―Supongo que soy el espécimen de hombre que faltaba en tu lista de intentos de embarazo ―dedujo Ion, sin cambiar la expresión seria de su rostro.
Narcisa se echó a reír descaradamente y le dio la espalda.
―Es una buena suposición, y aunque es cierta, no es precisamente por eso. ―Sus brazos superiores, tomaron su cabello, levantándolo para que Ion viera su espalda―. Eso de que no sientes atracción sexual hacia mí, va a cambiar en este momento. ―De repente, un fuego azul, un tanto translúcido, rodeó el cuerpo de Narcisa, agrietando su piel pálida como si fuera una porcelana―. Esta es mi verdadera forma, mi cuerpo mortal ―reveló la dama.
El fuego resquebrajaba la piel como barro roto, sus brazos inferiores cayeron al suelo como si fuesen partes de una muñeca. Los fragmentos llovían, derramando su piel cual hojas cayendo en otoño.
La sorpresa atajó a Ion, abriéndole los ojos, como si ellos no pudiesen creer o percibir lo que atestiguaban. Un palpito comenzó a aumentar el ritmo de su corazón; él mismo sabía que no era producto de la magia seductora de Narcisa, su magia se había ido con su presencia paranormal, estaba viendo a la verdadera Narcisa.
La piel blanca terminó por caer, ―revelando ante Ion―, una espalda de piel oscura, llena de cicatrices iguales a las suyas.
―¿Quién eres en verdad? ―Fue lo único que Ion pudo expresar en su sorpresa.
Moviendo sus brazos, Narcisa dejó caer en su espalda una melena lisa tan blanca como la nieve, una hermosa cabellera tan resplandeciente y limpia como los pétalos de un narciso.
―Por muchos años, fui una esclava. Maltratada y vendida, una extravagante atracción única por mi cabello y color de piel terracota ―manifestó, girando lentamente para que Ion la detallara con más atención.
Al voltear, la mirada de Ion la penetró con anhelo y felicidad. Su piel era de un hermoso color terracota, muy limpio y brillante; ―no era exactamente del mismo tono de piel que Ion―, pero a él le recordó al tono de piel de su madre, un recuerdo vástago que nunca había vuelto en su memoria hasta ese momento y lo regocijó de un sentimiento que había olvidado.
Moviendo las caderas con pura sensualidad, Narcisa caminó hacia Ion, recostando sus morenos senos en el pecho del guerrero, rodeándole el cuello con sus brazos.
―¿Y bien, grandulón? ―Lo apretó con fuerza hacia ella, rosando sus pieles.
Ion correspondió su abrazo, rodeándola con sus enormes brazos duros como la roca. Rozó sus labios por los hombros y el cuello de la dama para saborear su piel, y olió el delicioso aroma que desprendía su cabello. La besó con frenesí, entretanto ella le devolvía la caricia mordiéndole los labios, se sincronizaban sus deseos. Poco a poco, Ion fue bajando acariciándole los senos con pasión, hasta bajar a su vientre, besando con cariño el ombligo.
―Mi familia y yo también fuimos esclavos ―mencionó de pronto―. Después de que mi madre muriese, el deseo más anhelado de mi padre fue convertirse en abuelo. Intenté complacerlo, cuando era joven tuve muchas mujeres en mi cama y ninguna de ellas soportó mi semilla ―comenzaba a narrar una historia desde su alma―. Hasta que un día, durante un hermoso ocaso, entre la mercancía de unos esclavistas, la brisa levantó un hermoso cabello blanco ―recordó, levantando la vista hacia Narcisa―. Igual que el tuyo ―dijo, adulando y rozando las hebras de su cabello.
―Una de los nuestros ―asumió Narcisa, sobando también el cabello de Ion.
―Su nombre era Eldria. ―Entrecerró los ojos en su recuerdo―. La mujer más hermosa que había visto en mi vida ―sonrió.
―Hasta ahora ―sumó Narcisa con picardía, inclinándose para que su rostro quedara a la altura del de Ion.
―La primera noche que pasamos juntos, Eldria cumplió el deseo de mi padre y le dimos una nieta ―afirmó, tocándose el pecho, tenía el corazón acelerado―. Fue entonces cuando entendimos… Narcisa, ¿sabes por qué no puedes quedar en cinta? ―La miró a los ojos, dos pares de ojos color ámbar que se observaban más allá del horizonte―. Nuestra raza, nuestro clan es especial, es puro como la tierra, incorruptible como el padre Ohk y la madre Oah. ―Narcisa respiraba con deseo y emoción, sentía que un secreto de su misma persona estaba siendo revelado desde su mente―. Somos una tinta indeleble que no se mezcla como el aceite en el agua… ―Tocó el vientre de la dama, su palma desprendía calor―. Solo somos capaces de engendrar entre nosotros mismos ―confesó, mirándola de nuevo, rosando sus narices.
Narcisa entrecerró la mirada, sonriendo de oreja a oreja, su rubor se notaba en su piel oscura, su pecho palpitaba también de emoción. Usando su fuerza, sostuvo a Ion por el cabello y lo levantó, girando en el aire para arrojarlo con sutil esfuerzo a la cama.
El guerrero cayó de espaldas en las blancas sábanas de seda, se apoyó en sus codos para observar a la mujer que deseaba devorarlo, su hombría estaba dura y preparada, no había vuelta atrás. Narcisa tenía razón, Ion no iba a resistirse.
La dama gateó hasta la entrepierna de Ion, moviendo sus caderas y trasero como una gata en celo. Saboreaba al guerrero sin siquiera probarlo.
―El destino nos ha juntado, Ion Ohm ―dijo, posando sus muslos encima de él―. Hazme tuya, y engendremos más de nuestra estirpe, revivamos un linaje perdido y mancillado… ―proclamaba con el ardor de su cuerpo, sosteniendo con implacable fuerza las muñecas de Ion―. Hazme la madre del guerrero más poderoso de nuestro clan ―decretó, en un deseo ferviente bien correspondido.
PARTE V
El retumbar de las gruesa raíces de calcio del Árbol de Huesos, resquebrajaba las paredes subterráneas. El temblor movía los pasillos, dificultando la caminata de quienes huían desesperados. El techo se derrumbaba de a poco, gruesas piedras y polvo caían constantemente entorpeciendo el escape.
Un grupo de personas doblaba una esquina en los túneles, encontrándose de frente un contingente de muertos vivientes que bajaban por unas escaleras, ―su posible y única salida―. Una larga, puntiaguda y fina espada fue desenfundada desde el fondo del pasillo.
―¡Abrid paso! ―gritó el caballero que resguardaba la retaguardia del grupo.
Antonio García Vicento, ―sosteniendo su espada con un solo brazo―, desafió a los monstruosos hombres que deseaban comer la carne de los vivos.
Un pequeño grupo de valientes, armados con porras, hachas pequeñas y machetes, se alinearon al lado del zaragoño para reforzar la contienda. Detrás de ellos, la segunda línea defensiva, encendió antorchas vivas con un juego que desprendía un hermoso brillo escarchado.
―Recordad el plan ―decía el mosquetero―. El aceite de vuestras antorchas tiene agua bendita, el mal retrocede ante nuestra fe ―proclamó, soltando una estocada.
Los otros hombres siguieron su orden, atacando a la primera oleada de muertos vivientes. Antonio García Vicento cortó dos cabezas de una estocada, ―era un experto con la espada―, los demás hombres no tuvieron la misma suerte, unos perforaron cuellos, quebraron cráneos o arrancaban mandíbulas.
Al ataque de los muertos vivientes, los hombres armados retrocedían para darle paso a quienes llevaban las antorchas en mano, ondeando el juego vendido que ahuyentaba a los monstruos. Los pobres inconscientes, se tapaban los rostros, daban la espalda y se arrastraban escapando del juego. Era el momento idóneo, para que los hombres armados volvieran a atacar con mayor precisión, cortando cabezas y perforando cráneos.
―Así es, seguid ―felicitaba el mosquetero―. No retrocedáis ―alentaba la lucha.
Repitieron la estrategia varias veces, dejando una alfombra de cuerpos sin vida bajo sus pies. La estrategia era sencilla y astuta; atacar, evadir, flambear y volver a atacar. Poco a poco se acercaban a la escalera.
―Tened cuidado en la escalera. Es un terreno en desventaja, os atacarán desde arrib… ―El mosquetero dejó de hablar, al sonido de un grito barbárico que provenía de las escaleras.
Desde la cima de la escalera de piedra, un cúmulo de muertos vivientes cayó de bruces al túnel, muchos de ellos desmembrados o sin cabeza.
―¡Parad! ―gritó el mosquetero.
Una monstruosa respiración, acompañada de una risa jadeante y excitada, resonaba en la salida al son de unas pisadas pesadas con el tintineo de cadenas. Un pie grueso y de un pálido color negruzco, con mugrientas y amarillas uñas, pisó el primer peldaño de las escaleras.
Las personas retrocedieron unos cuantos pasos, esperando con miedo y curiosidad, aquello que se asomaba.
Una sutil y vaporosa luz, iluminaba al hombre que bajaba las escaleras, ―si es que a eso se le podría clasificar como un hombre―. Unos poderosos brazos se apoyaron en las paredes para seguir bajando, hasta asomar el torso y el rostro.
Las personas, ―junto al mismo mosquetero―, retrocedieron unos pasos más al ver a aquel hombre bajar. Al igual que sus pies, la piel de ese hombre era de una negrura extraña, no como el tono de piel terracota de Ion o de los hombres de piel ceniza provenientes de Afranca; ―era más bien―, ese color negro oscuro y purpureo cuando un hematoma en el cuerpo se extiende y gangrena. El hombre iba casi desnudo, cubierto con un enorme cinturón en la cintura y taparrabos, con varias vendas en las piernas y brazos.
Ese otro monstruo era igual de alto y fornido que Ion, pero su presencia aterradora era el total contrario a Ion. Lo más perturbador de su apariencia era su aspecto agresivo, su morfología asesina y barbárica. Tenía un par de brazos extras, ―cuatro brazos en total―, dos de ellos sobresalían desde sus omoplatos en la espalda. Cada muñeca llevaba brazaletes oxidados con cadenas rotas que colgaban y tintineaban, un brazo de su espalda sostenía un extraño barril de madera, ―remendado con vendas ensangrentadas y cuerdas negras―, otro brazo iba libre, y los otros dos sostenían tremendos garrotes de acero negro, con gruesas picas e igualmente remendados y vendados con telas ensangrentadas en los mangos.
Cuando terminó de asomarse y bajar por las escaleras, le echó una mirada profunda al mosquetero y al grupo de personas. Su mirada fue vacía para ellos, no podían ver su rostro, una especie de saco de mimbre le cubría la cabeza hasta la boca, ―repleta de dientes negros y amarillos―, también postraba un collar negro y grueso, que le protegía el cuello con enormes púas.
―Con que aquí era dónde se escondían ―habló de pronto, con una voz gutural y estruendosa―. Despejé esa zona, váyanse antes de que los maten ―ordenó, señalando la salida con uno de sus brazos.
Antonio García Vicento ondeó su espada hacia el extraño, interponiéndose ante él y las personas.
―¿Quién sois, monstruo? ―Le preguntó con agresivo tono.
El hombre lo miró, soltando una carcajada y se rascó la cabeza ignorando al mosquetero.
―Os demando una respuesta, criatura del averno ―exigió, dando unos pasos.
―Criatura del averno ―rio en voz baja―. Esa me gustó ―dijo, burlándose―. No vales la pena, mosquetero de Berenice. Salva a esa gente y llévatelos fuera del pueblo, este lugar está condenado ―habló, botando un fétido aliento de su boca.
―No habéis respondido mi pregunta ―insistió de nuevo.
―Soy quién va a arrancar ese maldito árbol desde la raíz. Es lo único que necesitan saber ―respondió con la boca fruncida, se había enojado―. Váyanse ahora, mis hermanos de la congregación les abrirán el paso. Váyanse antes de que me enoje más… ―Golpeó el suelo con uno de sus garrotes, rompiendo la tierra como si fuera de cristal.
El mosquetero permaneció en silencio por unos segundos. Un monstruo detrás de otro, ¿Qué tantas desgracias atraía el Árbol de Huesos? No estaba seguro si confiar en ese sujeto, despedía una presencia más que perturbadora.
Se adelantó al grupo, subiendo las escaleras primero para tantear la zona. La bruma se había despejado, un centenar de cadáveres evidenciaban que aquel sujeto había pasado por allí, destrozando cualquier cosa que se le atravesara.
―¡Por aquí! ―Escucharon una voz en el tejado.
Otro sujeto de aspecto extraño, con un sombrero alto y negro, les hablaba desde la altura. La luz le daba en la espalda, no podía distinguirse con seguridad, parecía que llevaba un féretro en la espalda.
―Sigan ese camino. ―Apuntaba con el brazo una ruta aparentemente segura.
El grupo acató la sugerencia, corrieron a través de un sendero en medio de los cadáveres. Detrás de una casa, otra presencia turbulenta se asomó, solo lograron ver una enorme cabeza deforme y de una obesidad mórbida tan asquerosa que sus cachetes grasientos, papada y frente, casi le cubrían el rostro.
―Esta calle es segura ―dijo la mujer regordeta, con una voz abominable y sonsa.
Antonio García Vicento tomó del brazo a uno de los hombres armados, metió la mano en su bolsillo dándole el pequeño matraz con las lágrimas de la Santa Berenice.
―No confío en estos hombres ―susurró con brevedad―. Tomad las lágrimas y seguís el plan. Yo iré debajo del túnel ―manifestó el mosquetero.
―Pero, señor Vicento. ―No supo que decir, no tuvo más remedio que aceptar las lágrimas―. Cuídese mucho, nosotros sacaremos a las demás personas. ―Aceptó el buen hombre.
Persignándose en un corto y rápido rezo, el mosquetero tomó marcha atrás devuelta por el camino hacia el túnel.
Una vez dentro, consiguió una antorcha encendiéndola con dificultad, ―no estaba acostumbrado a usar un solo brazo―; de la misma manera, se las ingenió para atar la antorcha a su muñón, sosteniendo su fiel espada con la otra mano.
Siguiendo el rastro de destrucción, entre retumbos y escombros que las sacudidas del árbol producían, Antonio García Vicento recorría la oscuridad del pasillo buscando el paradero del monstruoso sujeto enorme.
De repente, escuchó un llanto, corrió de prisa asomándose en un recoveco de una entrada, avistando dos niñas asustadas en una esquina.
―No os preocupéis, todo estará bien. ―Trató de calmarlas.
Las niñas corrieron abrazándolo por la cintura, la más grande de ellas lo miró a los ojos.
―Un monstruo nos salvó. Pero teníamos miedo… ―confesó la niña.
―¿Por dónde se fue? ―preguntó el mosquetero.
―Por las escaleras ―respondió la más pequeña, señalando un rústico agujero con unas escaleras en espiral.
―Escuchad, niñas. Han sido muy valientes, pero no puedo acompañadlas, tengo que detener al monstruo ―explicaba, entretanto improvisaba otra antorcha para las niñas―. Seguid este camino de vuelta, recto, una vez a la izquierda, dos veces a la derecha, ¿entendieron? ―Les ordenó, peinándoles el cabello―. Si ven un muerto vivientes, corred o usad esto. ―Le ofreció una pequeña daga a la más pequeña y su pistola arcabuz de Nueva León a la mayor―. Apretad el gatillo y disparará un proyectil. Si ven un monstruo como el que os salvó, pasad de largo y busquen a un adulto. Las escaleras están iluminadas por la luz del día, que la Santísima Berenice las vendida y las proteja ―proclamó, persignándoles la frente.
Las niñas, ―aun con miedo―, repitieron la frase esperanzándose. La mayor sostuvo con firmeza el arcabuz con una mano y la antorcha en la otra, la pequeña apretó el cinturón de la mayor para no perderse; se perdieron en la oscuridad del pasillo, recordando atentamente las instrucciones del mosquetero.
Escabulléndose como una veloz comadreja, el zaragoño bajó las escaleras saltando varios escalones. El golpeteo del derrumbe tronaba en las paredes, ―pese a eso―, lograba escuchar unas voces conversando y el tintineo de las cadenas del monstruoso sujeto. Con cuidado se aproximó, guardando cautela.
―¿Por qué nunca haces caso, Godo? ―decía una voz más aguda―. Narcisa nos consiguió ayuda, un guerrero formidable, deja de perder el tiempo y sube a la superficie. ―Continuaba la voz.
Antonio García Vicento se asomó desde las escaleras, escuchando la conversación.
El bárbaro gigante, dejó de golpear la pared con sus garrotes, amenazando al sujeto más pequeño que le reclamaba.
―¿Pidieron ayuda a alguien fuera de la congregación? Eso está prohibido. ―Godo apretó los dientes con furia.
―Ya conoces a Narcisa, siempre tiene un sustancioso trato en las manos, o más bien entre las piernas. ―Echó una carcajada, apartando el garrote de su cara―. Quizá tendremos un nuevo miembro en la congregación, me hubiese gustado que fuese el mismísimo señor Ohm, pero es un guerrero de carácter inquebrantable. Por ello es bueno para el trabajo, te ayudara, Godo. Créeme ―convencía entre palabras.
Desde la oscuridad, la luz de la antorcha reveló la presencia del mosquetero, que dando unos sonoros y evidentes pasos intencionales, sacó su espada retando a los extraños hombres.
―¿Qué le habéis hecho al noble guerrero Ion Ohm? ―Sacudió sus palabras sin temor.
―¿Otra vez tú? ―Se quejó Godo, volviendo a su labor, golpeando la pared.
El pequeño parlanchín dio unos pasos, saltando hacia el mosquetero, observándolo de arriba abajo.
―Ah, pero, ¿qué tenemos aquí? Un mosquetero de la Santa Inquisición de Berenice ―pronunció Padagio, sonriéndole al zaragoño―. Otros grandes artistas de la muerte, aplaudo sus masacres, señor mosquetero. Nos han regalado muchos cadáveres, yo aconsejaría que usaran menos torturas, pero en fin, arte es arte ―parloteó, caminando a su alrededor.
―Cadáveres… ―repitió el mosquetero con suspicacia―. Ya sé quién sois, los infames Recoge Cuerpos. ―Frunció el ceño, sin dejar de apuntar la espada―. Han visto a su congregación robando cadáveres en las guerras y masacres. Vuestra pútrida cofradía es la culpable de invocar al árbol de la muerte. ―Estaba dispuesto a atacar.
―Lo que trajo a esa cosa está detrás de estas paredes. Puedo olerlo, el cocal está por allí ―argumentó Godo, golpeando con el doble de fuerza la pared.
El muro se agrietó de una manera descomunal, casi se venía abajo.
―Godo, Godo, Godo, hermano. ―Padagio saltó de nuevo, calmando al gigante―. ¿Qué es lo que piensas hacer? El árbol está allá arriba, sé que huele extraño, pero no podemos estar seguros que el cocal está allí. Ve arriba, el señor Ohm te ayudará a arranchar el árbol de raíz. ―Trató de jalarlo de un brazo, pero su esfuerzo era como el de un niño intentando mover un pilar.
―¿Para qué subir si puedo atacarlo desde la misma raíz? ―argumentó Godo, golpeando nuevamente el muro.
El pedazo de pared se vino abajo, cayendo a un abismo desde el otro lado.
Un destello metálico se allegó desde la espalda. A pesar de ser un gigante grueso y pesado, Godo se movió con velocidad deteniendo el ataque del mosquetero, cubriéndose la espalda con uno de sus garrotes.
―No ignoréis mis preguntas ―reclamó el zaragoño―. ¿Qué habéis hecho con Ion Ohm? ¿Y qué cojones es ese árbol? ¿No es obra vuestra? ―preguntó en seguidilla.
―Son muchas preguntas ―contestó Godo, ignorándolo de nuevo.
―Lo sentimos mucho, señor mosquetero. Nuestra congregación no tiene permitido compartir información, a menos que quiera ser un nuevo miembro. ―Le sonrió de oreja a oreja―. La Congregación Post Mortem tiene muchos beneficios, un amplio conocimiento de la vida y la muerte. Además, le daríamos un brazo nuevo con un par de brazos adicionales. ¿Qué le parece? ―Demostró, abriendo sus cuatro brazos.
―Nada ni nadie podrá arrebatarme la fe que tengo por la Santísima Berenice ―pronunció con seco orgullo y sosiego.
―La santísima Berenice… ―pronunció Padagio en voz baja―. Como odio a los fanáticos religiosos ―dijo, sobándose las cejas y la frente con ambas manos.
―¿Disculpa? ―cuestionó ofendido.
―Eh… Lo único que puedo decirle, señor mosquetero. Es que nuestro amigo en común, el señor Ohm. Se ha ofrecido a ayudarnos a tumbar nuestro mutuo problema. ―Señaló el techo, refiriéndose al árbol―. Un trato que nos beneficia a todos, como ve, también nos preocupa la seguridad de los vivos y requerimos desesperadamente que desaparezca ese árbol. ―Juntó las manos, esperando una respuesta.
―Entonces… Esa cosa sí es vuestra, se les ha salido de las manos y estáis buscando desesperadamente ayuda externa para solventar vuestro problema ―dedujo el mosquetero.
Godo se enfureció y arremetió contra el resto de la pared, derrumbándola por completo.
―La Congregación Post Mortem jamás pide ayuda ―vociferó, finalmente mirando cara a cara al mosquetero―. La Congregación Post Mortem, no se equivoca. La Congregación Post Mortem, siempre tiene el control ―clamó, bramando el aire con su apestoso aliento.
―¿Cómo explicáis entonces de dónde surgió ese maldito árbol? Desde mis ojos, donde vela la fe de la Santísima Berenice, es obra vuestra ―respondió, aguantando el fétido olor, retándolo con la mirada.
―Ahh. ―Godo resopló con enojo―. Han robado magia de la congregación para invocar al Árbol de Huesos, y yo pienso recuperarla. Eso es todo, mosquetero de Berenice ―confesó a duras penas―. No haces falta en esta lucha que no te compete, márchate antes de que uno de mis garrotes te arranque la cabeza sin querer. ―Le amenazó, dándole la espalda de nuevo.
―Por favor, haga caso a las palabras de mi hermano Godo ―decía Padagio, con otra sonrisa torcida―. Está un poco loco. ―Le susurró en voz baja, moviendo los dedos en círculo por su sien.
Era probable que esos sujetos estuviesen en lo cierto, no percibía mentiras en sus palabras. Su congregación no solo era famosa por robar cuerpos en los campos de batallas, sino también por tratar de convertir personas a su fe, como había presenciado ahora con el parlanchín. Muchas personas narraban que los Recoge Cuerpos tenían una extraña devoción por la vida y la muerte, ―nunca mataban―, pero siempre buscan la muerte, ―por lo tanto―, tampoco se les daba mucho el mentir. Sin embargo, el misterio que los envolvía era tanto que, ―siendo miembro de la Santa Inquisición de la Santísima Berenice―, Antonio García Vicento, no podía permitir que ellos recuperaran lo que sea que fuese esa maldita magia capaz de invocar semejante monstruo de huesos. Si ese árbol estaba fuera de control, ―arrasando un pobre pueblo―, ni se imaginaba las atrocidades que podrían llevar al mundo si alguien pudiera tener el control de un ejército de muertos vivientes.
―Mierda… Hermano Padagio, tenemos un problema ―dijo extrañamente Godo, asomándose por el abismo del agujero que hizo en la pared.
El pequeño Padagio dio otro saltito, asomándose también por la pared, su rostro palideció más de lo que ya era y se llevó dos de sus manos a la cabeza.
―¡Por la sangre de Ergios! ―expresó el parlanchín, asustado―. Eso es lo que el árbol está buscando… ―Se metió los dedos a la boca, temblando.
―Entonces fue en este pueblo donde el maldito de Tholkal Khan escondió su tesoro ―dedujo Godo, apretando los dientes―. Si esa cosa despierta, ni siquiera mis garrotes podrán detenerlo ―declaraba en un tono de angustia enojada.
La curiosidad invadió a Antonio García Vicento, se aproximó al abismo, avistando a la profunda oscuridad que ellos observaban.
Antes de fijar la mirada, un derrumbe sacudió el suelo y el techo, un pedazo de tierra cayó desde arriba, iluminando con un sutil y, ―a la vez―, aterrador rayo de luz. Cuando el mosquetero lentamente recorría con su mirada a aquello desconocido, comenzaba a comprender el miedo que unos seres oscuros como los miembros de la Congregación Post Mortem sentían en los huesos.
En el fondo del abismo, se acumulaban montañas de oro y de perlas hermosas, ―de naturaleza oscura―, con brillos nocturnos en tonos color sangre, negros y azules y púrpuras muy oscuros. Había armas extrañas, estandartes con símbolos rúnicos y macabros, frascos con criaturas deformes y monstruosas, preservadas en gelatinosos líquidos, y una biblioteca con lo que parecían ser libros prohibidos y paganos.
A pesar del escalofrío que esos detalles le produjeron al mosquetero, ninguno de esos objetos se comparaba al miedo que le aferró al suelo, cuando vio aquello que reposaba “dormido” encima de la montaña de gemas y oro. Cubierto con una especie de cristal líquido o ámbar, dormía un gigantesco lagarto de proporciones monstruosas, un semi putrefacto ser con escamas puntiagudas, enormes cuernos negros que sobresalían, ―no solo de su cabeza―, sino por varias partes de su cuerpo como en su espina dorsal y cola espinada; sus alas estaban guardadas, pero por el tamaño de ese animal, la envergadura de sus alas debía de ser más que colosal. Era un monstruo abisal durmiente, un pútrido cadáver preservado para un propósito oscuro… Un dragón del averno.
―¿Qué cojones eso eso…? ―preguntó el mosquetero, con una fría gota de sudor recorriéndole la frente.
―Es Didrohorn, el dragón zombie de Kholé Tholkal Khan… Creí que lo habían despeda… ―Padagio hablaba hasta que fue interrumpido por un fuerte chasquido de Godo.
―¡No hables de más! ―Le reprochó.
Otro derrumbe abrió una brecha en la azotea, la luz se filtró más, asomando desde le hueco del techo una de las ramas esqueléticas del árbol.
―Si el árbol despierta a ese dragón, estamos condenados ―admitió el mosquetero, perdiendo un pequeñísimo atisbo de fe.
―Que inteligente. ―Godo se burló de él.
El guerrero monstruoso saltó al abismo, cayendo encima de unas rocas para seguir bajando.
―Voy a hacerle papilla la cabeza a ese dragón antes de que despierte ―gruñó Godo, bajando a saltos.
Posando un pie al filo del abismo, Antonio García Vicento se dispuso también a saltar. Antes de impulsarse, otro temblor los tumbó al suelo y una gigantesca parte del techo se vino abajo. La luz de la superficie iluminó la caverna, ―asomando desde arriba―, las raíces del Árbol de Huesos que bajaban como lianas esqueléticas.
―Maldita sea… ―pronunció Godo, al subir la mirada hacia el techo.
Las raíces rectaban como serpientes. Unas cuantas calaveras, ―adheridas a las raíces―, chasquearon sus mandíbulas al unísono, despidiendo desde sus agujeros la miasma maligna que bajaba al abismo como una apresurada bruma.
Godo vociferó un grito iracundo, corrió entre las gemas y el oro esparcidos por el suelo, se impulsó en un gran salto para descargar todo su peso en un doble garrotazo en la cabeza del dragón. El sonido del metal contra el cristalino bálsamo que recubría a Didrohorn, resonó como una campana, apenas haciéndole una pequeña grieta.
El gigante guerrero descargó una serie de golpes, ráfagas de acero cayendo como una lluvia de arietes de metal. Sin embargo, el cristal era demasiado grueso, lograba resquebrajarlo en la superficie, pero no llegaba a su núcleo.
A esas alturas, la bruma había descendido al suelo, cubriendo la sala. Antonio García Vicento comenzaba a marearse, era imposible para él bajar para ayudar al gigante de la congregación.
―¡Vamos, Godo! ―gritaba el parlanchín de Padagio―. ¡Golpea con más fuerza! ―Seguía dándole ánimos.
―¿Puedes callarte la maldita bo… ―Al girar la mirada, el fortachón observó un inminente peligro.
La espesa bruma, comenzaba a penetrar los envases de vidrio que resguardaban los experimentos quiméricos que había hecho el innombrable Kholé Tholkal Khan. Godo pestañó con preocupación, respirando profundamente; vio como una de esas deformes criaturas, ―un monstruoso hombre con cabeza y patas de tigre―, había movido los ojos.
Escupiendo otro grito de poderío, Godo plantó sus pies en el suelo firme, levantando sus garrotes en una posición defensiva.
Los vidriosos cilindros de experimentación se quebraron, reanimando quejumbrosamente con gritos y chillidos, a unas deformes bestias híbridas, ―que alguna vez―, el innombrable creó por capricho. Hombres con partes animales cocidas a sus cuerpos, remplazando sus extremidades; cadáveres quiméricos con aberraciones alteradas con magia y alquimia prohibida.
Un híbrido con cabeza de toro, arremetió contra Godo. El poderoso guerrero detuvo la embestida golpeándole los cuernos con sus garrotes, derrapando en el suelo para soportar la fricción del peso que el hombre-toro suponía ante él. Desde el suelo, un niño con cabeza y patas de hiena, le mordió una pierna, ―desgarrándole le muslo―, un torrente de sangre negra le brotó de la herida. De un solo manotazo con el garrote, Godo estalló contra el piso al niño-hiena, y tumbó con su fuerza colosal al hombre-toro; que sin ningún cansancio volvía a levantarse.
Godo soltaba una estruendosa carcajada llena de apestoso aliento y saliva.
―En la congregación pocas veces se nos permite matar… ―jadeaba―. Hoy es un buen día, disfrutaré de esta matanza. ¡Vengan todos al mismo tiempo, malditas bestias! ―bramó con su sonrisa podrida.
Las criaturas se lanzaron contra él, con un fuerte doble batazo, tronó la cabeza del hombre-toro desnucándolo. El esfuerzo de sobre fuerza lo dejó indefenso, una mujer con manos de serpiente le ató el cuello, mordiéndole el pecho y un hombro. Otro hombre jorobado con un enorme brazo de un gorila, le golpeó el estómago; Godo respondió con un garrotazo tan poderoso en las piernas del hombre-gorila, fueron arrancadas de un tajo, tumbándolo al suelo. Sin embargo, un pequeño enano con manos de lo que parecía ser un enorme reptil o ave, se le arreguindó de un brazo, clavándole las garras como garfios.
El hombre-tigre, ―más alto y fuerte―, pegó un salto para atacarlo desde arriba. En ese instante, el brillo de un filo como proyectil se clavó en la garganta del hombre-tigre, como una larguísima aguja hirviendo, que de un solo corte le separó la cabeza del cuerpo, volando por encima de Godo, hasta caer al suelo.
El gigante se sorprendió, deshaciéndose del enano al igual que había hecho con el niño-hiena. Su mirada dio un asentimiento de aprobación a Antonio García Vicento, ―que parado al lado de él―, había cortado a varias bestias en un abrir y cerrar de ojos, tan solo con un brazo y su mágica espada con la capacidad de alargarse.
―Luchas bien, pero no necesito de tu ayuda, mosquetero de Berenice ―aludió con orgullo, mordiendo con ferocidad, la serpiente que le ataba el cuello, para luego hundir uno de los garrotes en la mujer-serpiente, convirtiéndola en una masa deforme en el suelo―. No debiste bajar, la miasma te va matar ―habló, con un leve tono de inquietud.
―No os preocupéis. ―Antonio García Vicento se quitó el sombrero con la punta de su espada, la clavó al suelo y desde su bolso, sacó su último matraz de agua bendita, echándosela en la cabeza, bebiendo unos sorbos―. Que las aguas benditas de la Santísima Berenice me cubran de protección ―anunció, sosteniendo de nuevo su espada.
―Ah, aléjate de mí. ―Godo lo empujó suavemente, como si el agua bendita apestara en su nariz.
Ambos tomaron posición e iniciaron el ataque. La estrategia del mosquetero era más inteligente, consistía en alargar el filo de su espada como si disparase una larga aguja que atravesaba la carne, tomaba distancia para no acercarse a los nombres bestia, luego retrocedía posicionándose en terreno más alto, encima de los montículos de piedras y en las bibliotecas, para repetir el patrón de ataque con su espada larga.
El método de Godo era más rustico y barbárico, ―no tenía estrategia alguna―, tan solo agitaba ambos garrotes con su monstruosa fuerza, desmembrando y arrancando partes del cuerpo, como también soportando las heridas que los nombres bestias lograban hacerle.
Algunos hombres bestias eran resistentes y la miasma maldita ya había descendido hasta sus pies, dificultándoles la visibilidad. Los temblores que producía el árbol habían cesado, entre la bruma comenzaban a distinguirse las raíces que habían descendido lo suficiente.
Godo bramó de nuevo, golpeando una de las raíces, destrozándola en el proceso. Las astillas y pedazos de huesos se esparcieron en el aire. En cuanto la bruma de disipó, Godo estaba posicionado en la cara del dragón y vio con terror como el ojo izquierdo del reptil, pestañó abriendo los ojos, enfocando su reptiliana pupila.
Un estallido abrumador sacudió la caverna, como si hubiesen roto un castillo de vidrio. Los pedazos de cristal volaron por todas partes, lloviendo pedacitos de vidrios. Antonio García Vicento se cubrió el rostro de la ráfaga de viento que empujó la miasma y los vidrios que caían.
Desde el polvo del estallido, una enorme silueta se asomó en lo alto. Al abrir las alas, el dragón Didrohorn extendió sus alas a lo ancho de la sala, moviendo con su fétida ráfaga, los libros de las bibliotecas, las piedras y gemas del suelo, eliminando las partículas del polvo que había hecho el estallido.
De inmediato, Godo retrocedió acercándose al agujero por el que habían entrado. Todavía quedaban un par de nombres bestias rondando la sala.
Didrohorn los observó con atención, sus ojos, ―a pensar de tener una ausencia de brillo y vida―, escudriñaban el panorama, respirando con impulso, enseñando los negruzcos colmillos.
―Hay que irnos ―pronunció Godo, con decepcionante aceptación de derrota.
El dragón acumuló un fuego verdoso en su boca, que brotaba chispas y un espantoso olor a carne podrida y quemada. Godo y Antonio García Vicento, escalaron a duras penas la pared hasta el agujero, salvándose de un torrente de fuego pútrido tan grande que quemó toda la biblioteca, fundiendo el oro del suelo y consumiendo a los restantes hombres bestias que habían quedado de pie.
El batir de las alas de Didrohorn apagó el fuego, dejando apenas unas pocas llamas que fueron apagándose. El enorme dragón se elevó hasta la cima, derrumbando las paredes, con sus filosos cuernos terminó por abrir el enorme boquete del techo, destrozando el suelo de la plaza del pueblo, para ir escalando como una lagartija alada, el colosal cuerpo de su nuevo amo: el Árbol de Huesos.
Corriendo a través del derrumbe de los túneles, el mosquetero en compañía de los miembros de la congregación, esquivaron escombros entre las nubes de polvo, hasta llegar a las escaleras en dirección a la superficie.
Al salir, se encontraron rodeados por muertos vivientes, quienes no se acercaban por la extraña magia de la congregación. Sin embargo, desde esa distancia, no pudieron quitar la mirada de aquella escena pesadillesca. El dragón zombie Didrohorn, envolvía al Árbol de Huesos como su poderoso y eterno protector. Didrohorn disparaba su aliento verdoso e ígneo al cielo, demostrando su poderío inescrutable.
―Que la Santísima Berenice nos ampare ―musitó el mosquetero.
El sonido de un aullido ensordecedor como una caldera hirviendo, asomó una estela enorme de fuego desde detrás de la bruma y las casas. Una sombra gigante se escondía detrás, disparando un aliento de fuego tan potente como el del mismo Didrohorn.
Impactando en el árbol y el dragón, Didrohorn contratacó con otro aliento ígneo, ―que al chocar ambos torrentes de fuegos―, causaron una explosión de chispas en el aire que fue despejando la bruma.
―¿Qué mierda esa esa otra cosa? ―preguntó Godo, igual de sorprendido que los demás.
―Creo que es la ayuda que necesitábamos ―asumió Padagio, aplaudiendo con alegría.
―Amén ―dictó el mosquetero, persignándose al ver la figura gigante que venía a socorrerlos.
PARTE VI
Al culminar los gemidos de placer, las embestidas de amor, el sudor de una mujer y hombre mezclándose entre sí para formar vid; los amantes se levantaban de la cama, secándose el cuerpo con la tela de las sábanas, a pesar de que también estaban húmedas del placer.
Narcisa sobaba la espalda de Ion con sus senos, en tanto besaba su hombro y su cuello.
―Debería irme ―dijo Ion, girándose lentamente para acomodarle el cabello a su amante.
La dama se puso de pie, caminando hacia una hermosa cómoda con un espejo redondo. De una de las gavetas sacó un perfume, roseándose todo el cuerpo. Ion se posicionó a su espalda, recostando su enorme cuerpo a su espalda.
―Cuando era tan solo un niño, vi como mi madre murió en manos de unos mercenarios cuando quisimos escapar ―relataba, tocando el vientre de Narcisa―. Mi padre era muy anciano, murió años después, enseñándome lo que debía saber de nuestro clan, de nuestros dioses, del padre Ohk y la madre Oah. ―Esta vez fue él quien le besó el hombro y el cuello―. Desearía que nuestro hijo aprendiera sobre nuestras costumbres, y me haría mucha ilusión que tú también abrazaras nuestro legado ―confesaba, con una sutil esperanza de amor.
Ella se separó de él, se dio la vuelta mirándolo con una expresión seria, ―casi fruncida―. Tocó su vientre masajeándolo de manera circular.
―Ion, sabes muy bien cuál fue el trato, nuestro futuro hijo y yo pertenecemos a la Congregación Post Mortem ―le recordaba, comenzando a volver a su anterior forma.
La piel de Narcisa palideció, su cabello se tornó oscuro y azabache; su otro par de brazos nacieron de su cuerpo moviéndose como en un baile seductor.
―Lo instruiré en el arte de la congregación, pero respetaré nuestro pacto, tienes el derecho a contactar conmigo para visitarnos, no le negaré que eres su padre. Conocer su origen es importante ―concretaba la dama, dictando sus condiciones―. Cuando sea mayor de edad, teniendo ambas cartas sobre la mesa, dejaré que decida con quién irse. Espero que también respetes esa decisión cuando suceda. ―Le tocó el pecho a Ion para reafirmar el trato.
El guerrero terracota asintió de mala gana, apretando los labios.
―Bien… ―aceptó, cerrando los ojos―. Dime ahora por lo que vine. ¿De dónde salió el Árbol de Huesos y cómo podemos detenerlo? ―exigió, respirando enojado.
Narcisa le sonrió, leyendo en su rostro la molestia. Ella recogió las prendas de Ion del suelo y las levantó para dárselas.
―La Congregación Post Mortem es tan antigua como la vida misma, sus orígenes son inciertos, pero siempre le hemos dado respeto al proceso de la muerte, su significado trascendental y espiritual, su descomposición corporal y toda la vida que viene en conjunto con la misma muerte. ―Comenzaba a narrar―. Nuestro dios fomentaba a la investigación y desarrollo del estudio de la muerte. Y hace mucho tiempo, hubo un miembro de la congregación que corrompió la esencia de nuestra fe… Su nombre fue Kholé Tholkal Khan. ―Le costó pronunciar el nombre.
―¿Fue él quien creó esa cosa? ―preguntó Ion.
―Parcialmente ―respondió Narcisa―. Kholé Tholkal Khan, usando el conocimiento y magia de la congregación desarrolló lo que hoy en día se conoce como nigromancia ―reveló con vergüenza.
―La magia negra que invoca a los muertos… Había escuchado hablar de ello ―recordó Ion.
―¡Una blasfemia! Lo que ha muerto no debe traerse de vuelta a la vida… Lo más descarado y que dolió en nuestra congregación fue que él enseñó el arte de la nigromancia a otros hechiceros fuera de nuestro gremio. ―Seguía su relato, llevándose una mano a la cara―. Nuestro dios lo expulsó de la congregación y fue la única vez en la historia en la que miembros de la congregación se les fue permitido luchar en contra de Kholé Tholkal Khan. Con muchos sacrificios de ambas partes fue derrotado, Godo fue quién lo mató y su cuerpo fue incinerado. ―Apretó las manos, irritada.
―Entiendo… ¿Ese hombre es la clave para derribar al árbol? ―asumió Ion, formulando la pregunta.
―Cuando quemaron su cuerpo, sus huesos también se chamuscaron convirtiéndose en cenizas, a excepción de su cráneo. ―Elevó la mirada y sus pupilas temblaron recordando un antiguo temor―. Nombramos esa calavera maldita como el Cocal Negro, un objeto casi indestructible que guardaba todo el poder y magia de Kholé Tholkal Khan. ―Narcisa agitaba su respiración.
―¿Dónde está el Cocal Negro? ―preguntó el guerrero.
―Creemos que el Cocal Negro es el núcleo del Árbol de Huesos ―adjudicó la dama―. La calavera maldita fue robada hace mucho tiempo y le perdimos la pista hasta hoy. No lo hemos visto, pero por la naturaleza de esta magia, no hay duda que es obra del legado de Kholé Tholkal Khan ―concretaba, decepcionada.
―Quizá algo cerca de este pueblo activó su magia ―argumentó Ion.
―Solo una magia negra tan fuerte como la nuestra podría invocar el legado de ese hombre ―respondió Narcisa, pensativa.
Ion asintió entendiendo una presunta conexión. Recordó uno de los primeros ataques de los muertos vivientes del árbol, ―el hombre bestia que los había atacado―, lastimando el brazo de Antonio García Vicento. Ion echó una mirada a su atuendo, viendo que todavía tenía colgada la máscara del zambara en su cintura.
―Una magia negra tan oscura como la de un zambara. ―Tomó la máscara, enseñándosela a Narcisa.
La dama observó la máscara de madera con sumo detalle, le dio un escalofrío.
―Padagio mencionó que buscabas a esa gente… ¿De dónde sacaste esa máscara? ―preguntó la dama.
―Un zambara estaba entre el ejército de muertos. Quizá intentó controlar el Cocal Negro y terminó consumiéndose por la magia de Kholé Tholkal Khan ―asumió Ion, hilando los hechos en su cabeza.
Narcisa sostuvo la máscara de madera en sus manos, aproximó su nariz, inhalando profundamente la esencia de la magia de los zambara.
―Sí… ―dijo con pausa―. Es magia oscura, muy antigua y salvaje ―concluyó Narcisa―. ¿Puedo quedarme con esa máscara? ―le pidió, levantando el rostro.
―Es la única pista que tengo para encontrar a los zambara… ―se excusó con timidez.
―Te ayudaré a encontrarlos ―juró, apretando el puño contra su pecho―. Creo que puedo crear un hechizo de rastreo, haré una ilustración para que la tengas en tus viajes, pero necesitaría de la esencia de esta máscara para conjurar ese hechizo ―explicaba, tocándole las manos a Ion con sus otras manos.
―Está bien, te lo agradezco ―aceptó, apretándole las manos suavemente a Narcisa―. Ahora dime: ¿Cómo puedo destruir el Cocal Negro? ¿Puedes hacer que use la magia de la congregación para acercarme al árbol sin que su miasma me afecte? ―preguntaba con inquietud.
Desde su cómoda, Narcisa destapó una caja negra que emanaba una estela de magia oscura, Ion la percibía con sus ojos con mucha claridad. Con sus finos dedos de mujer, sacó un hermoso anillo de color rojo y negro. Ion lo detalló con más atención, eran dos pequeñas serpientes envueltas entre sí, ―una negra y otra roja―, que al mismo tiempo se devoraban formando un perfecto anillo, enredado como una trenza.
―Este es un anillo de Uróboros ―comento Narcisa, tomando la mano derecha de Ion para encajarle el anillo―. En nuestra magia, simboliza el ciclo perpetuo de destrucción y creación, vida y muerte en conjunto y harmonía perfecta. La vida se come a la muerte y la muerte devora a la vida ―explicaba, mostrando que ella tenía puesto ese mismo anillo en una de sus manos―. Los miembros de la congregación estamos en un limbo entre ambos mundos, somos el centro de la balanza, o más bien la médula del Uróboros. Por lo tanto, la vida no se nos puede arrebatar de manera tradicional y la misma muerte nos teme. Es por ello que esos muertos vivientes no se nos acercan. Con ese anillo podrás llegar al Cocal Negro. ―Le sobó la mano, dándole un beso al reverso en los nudillos―. Pero debes darte prisa y tener mucho cuidado, no eres un miembro oficial Post Mortem, es probable que el anillo no te proteja por mucho tiempo ―dijo con preocupación, entrelazando sus dedos con los de él.
―Entiendo. ―Le soltó la mano, sobándole ahora la mejilla a la dama―. Envíame al pueblo, Narcisa ―solicitó, dando unos pasos hacia atrás.
La dama asintió con gusto, movió sus cuatro brazos en una especie de danza mágica, haciendo aparecer en el suelo un tapete circular como un agujero negro con estrellas.
Ambos se tomaron de la mano saltando al agujero. Ion vio de nuevo un intenso brillo en sus ojos, que lo devolvió de inmediato a donde se habían marchado por última vez en el pueblo.
Al mirar a su alrededor, Ion destacó el torrente de fuego que formaba su espada Megardos, ningún muerto viviente se le acercaba. Narcisa levitó unos pasos, sosteniendo la mano de Ion con el anillo de Uróboros.
―Prueba el poder del anillo ―le aconsejó la dama, Narcisa arrastraba el coche de bebé.
Ion levantó la mano al nivel de sus hombros, los muertos vivientes miraron con incertidumbre y miedo. Cuando Ion comenzó a caminar hacia Megardos, los hombres muertos que los rodeaban se retiraban abriéndole paso, como si Ion fuera un rey caminando entre la muchedumbre.
Megardos apagó sus llamaradas, e Ion sostuvo su mango, levantando en el aire la enorme espada con cuernos.
―Ese anillo… Es magia negra ―pronunció Megardos en la mente de Ion.
―Solo es un requisito temporal para que podamos derrumbar el árbol ―respondió Ion, agitando la espada.
―¿Disfrutaste del encuentro? ―preguntó Megardos.
―Fue mejor de lo que esperaba ―respondió con un ligero tono apenado―. Gracias por convencerme, pero no es momento de hablar sobre ello, Megardos ―dijo Ion, con ojos decididos a luchar.
De repente, escucharon un estruendoso estallido. El suelo se movió, tambaleándose como un oleaje de tierra.
Ion miró el cielo, un vendaval disipaba la bruma, revelando de manera más clara la figura del Árbol de Huesos. Algo estaba encima del árbol, un enorme reptil alado, pútrido y de presencia peligrosa. El fuego verdoso del dragón aullaba en el aire quemando la superficie.
―Imposible… Es Didrohorn, el dragón zombie que creó Kholé Tholkal Khan. ―Narcisa se llevó dos manos a la boca, su sorpresa era preocupante―. Tú solo no podrás contra un dragón. ―Sostuvo a Ion de un brazo.
―Tengo una idea. ―Se soltó de Narcisa―. Combatir fuego contra fuego ―dio a entender, saltando una pared para posicionarse en un tejado.
Desde esa distancia divisaba con mejor claridad al monstruoso dragón que protegía al Árbol de Huesos.
―Megardos, ¿Sabes lo que quiero hacer? ¿Es posible? ―preguntaba Ion en su mente.
―Recuerda que ahora mi fuerza está unida a la tuya, estoy vinculado con tu energía ―resumía el espíritu de Megardos―. Si me usas de esa manera, consumiré tu vitalidad. Sobrepasar el límite puede que… ―Ion clavó la espada en el tejado interrumpiendo a Megardos.
―Tomaré el riesgo, nos estamos jugando algo más que una batalla en un pueblo ―aseveró, tocándose le pecho como los guerreros de Valha.
Ion se alejó de la espada, levantó una mano en dirección del arma clavada, pronunciando las palabras indicadas.
―Yo te invoco ―pronunció con ímpetu.
La espada en el tejado brilló de tal manera, que el estallido de luz iluminó el lugar, una luz fulgurante se disparó como una serpenteante ola de fuego, que comenzaba a tomar la gigantesca y metálica forma del dragón de hierro. Un bestia colosal hecha de escamas como dagas, espadas y lanzas como cuernos y garras, era una caldera viva que respiraba fuego.
Ion se acercó al borde del tejado y retiró la espada de plata, ―la que Vilken Tholrenson le había regalado―, que Megardos había dejado en su lugar. Alzo la espada, formando los aros de brillo de su característico metal mágico.
Megardos, posicionado a su lado, comenzando a respirar fuego como una fragua a punto de estallar.
―¡Ataca! ―gritó Ion, apuntando con la espada.
El rugido de Megardos, disparó un torrente tan potente de fuego y chispas, que pareció una cascada de flamas fulgurante. El fuego impactó de lleno en el árbol y en el dragón enemigo, quemándole la pútrida piel y desprendiendo partes esqueléticas que se le desprendieron al árbol.
Didrohorn se enfureció y disparó también otro torrente de fuego verdoso. Sin esfuerzo alguno, Megardos respondió a su ataque, ambos disparos chocaron en el aire, la luz de la explosión iluminó el cielo, disipando la bruma que envolvía al pueblo.
―Megardos, encárgate del dragón ―ordenó confiado, sentía que su fuerza era suficiente para ganar, dos ataques de Megardos al dragón no lo habían cansado―. Yo iré por el Cocal Negro. ―Apretó la espada de Valha y saltó del tejado, corriendo a través de las calles del pueblo, en dirección al árbol.
PARTE VII
Luego de que la explosión de calor estallara en el cielo del pueblo, una lluvia de chispas cayó sobre las calles y tejados.
Antonio García Vicento divisó con ojos abiertos, el segundo enorme dragón de metal y hierro, que abría sus alas batiendo el viento. El mosquetero hizo señas a Godo y Padagio, corrió por un callejón subiendo unas escaleras hasta uno de los tejados, ellos lo siguieron, ―Godo de mala gana―.
―¿De dónde mierda salió esa cosa? ―pregunto Godo.
―Esos cuernos y ese resplandor de luz… ―pensaba el mosquetero en voz alta―. Lucen como la espada de… ―Fue interrumpido.
―¡Ahí está el señor Ohm! ―gritó Padagio, señalando a uno de los tejados.
El brillo de la espada de Ion los iluminó con sus particulares aros de luz, viendo como el guerrero terracota saltaba del tejado a la calle.
―Hay que ayudarlo ―decidió el mosquetero.
Saltando varios tejados, corrió en dirección a Ion. Godo chistó escupiendo un gargajo coagulado de sangre, ―no le gustaba acatar órdenes―, pero no tuvo más opción que seguir al mosquetero.
El dragón Didrohorn desplegó sus alas, impulsándose con las patas desde el Árbol de Huesos, la ventisca que produjo su vuelo movía los tejados y demás cosas que habían quedado tiradas por las calles. Muchos de los muertos vivientes, cayeron al suelo por causa de la ventisca.
Godo resbaló del tejado, cayéndole encima a un grupo de muertos vivientes, con la misma rabia que sintió por haber caído, descargó su furia contra ellos, comenzando una pequeña masacre para disminuir el ejército.
Antonio García Vicento había logrado salvarse de la ventisca al clavar su espada al techo. Veía a Ion correr por la calle, cortando cabezas y cuellos con su espada de plata.
Dando un corto vistazo hacía detrás, sintió el choque de ambos dragones en el aire. Otra nueva ráfaga casi lo tumba del tejado.
Megardos había clavado sus largas y filosas garras en el pútrido cuerpo de Didrohorn. El dragón zombie expulsaba un hediondo calor y un potente fuego verde que trataba de penetrar la armadura de Megardos, pero el grueso metal del mítico dragón era como una fortaleza impenetrable.
Las alas de Megardos eran de una envergadura mucho más amplia, empezó a batirlas con tanta fuerza que ambos dragones se elevaban en el cielo, entre tanto se escupían fuego y trataban de morderse.
El viento era demasiado intenso y caliente. Antonio García Vicento apenas pudo levantarse, se incorporó para seguirle el rastro a Ion. Por alguna razón, los muertos vivientes no atacaban, ni se le acercaban mucho al guerrero terracota, pero se veía agotado y fatigado, le costaba mover la espada para cortar cabezas.
En ese instante, la larga espada como aguja del mosquetero se alargó como un fino pilar, perforando varias cabezas al lado de Ion. De un salto, cayó al lado de del guerrero terracota para ayudarlo.
―¿Os encontráis bien? ―preguntó el mosquetero.
―Antonio… ―respondió con jadeo―. ¿Las personas? ¿Pudieron evacuar? ―preguntó, preocupado.
―No os preocupéis, están a salvo. Vengo a socorreos ―dijo, cortando un par de cabezas más―. ¿Estáis usando alguna especie de sortilegio para que esos muertos no se acerquen a voz? ―cuestionó con curiosidad.
―Es una larga historia, pero sí… ―Ion se incorporó, resoplando por la nariz, para sostener la espada con más agarre―. Invocar el espíritu dragón de mi espada me está consumiendo ―explicó, haciendo un corte horizontal―. Debo llegar a donde está el árbol, dentro de esa cosa hay un maligno cráneo, el Cocal Negro de Kholé Tholkal Khan ―mencionaba el guerrero.
―Ah, comprendo ―analizó el mosquetero―. Esa es la fuente del mal que nos congoja. Os abriré paso, amigo Ion ―decretó, apuntando su espada.
―Espera, la miasma va dañarte, no puedes acercarte ―discernió Ion, apretando el hombro del mosquetero con fuerza.
―No os preocupéis, las lágrimas de la Santísima Berenice me protegerán ―juró, dispuesto a atacar.
El mosquetero abrió las piernas para el equilibrio, posicionó el mango de su espada en su pecho, apuntando la punta de la aguja hacia los muertos vivientes. Había aprendido que un ataque a distancia era más efectivo, en esa posición de ataque; usaba sus piernas como soporte y su pecho como pared, para que, ―al crecer la aguja de su espada―, no se desviara al alargarse y perforar.
Un grupo de muertos voló por encima de los demás, sus cráneos y piernas estaban destrozados como si un animal los hubiese despedazado. Ambos miraron con atención, sosteniendo sus espadas, ―para su sorpresa―, los muertos se alejaban asustados y como una ola de terror, pedazos de hombres volaban por doquier, abriéndole paso al guerrero de la Congregación Post Mortem.
Tanto el guerrero terracota como el monstruo intercambiaron miradas. La vista del horizonte de Ion captaban a leguas que ese “hombre”, eran tan peligroso como el Cocal Negro que debían destruir.
―Por tu aspecto, debes de ser Godo ―mencionó Ion―. Gracias por la ayuda. ―Inclinó el mentón como un saludo cordial.
―Y tú debe ser el enviado de Narcisa. ―Se le acercó, olisqueándolo con escrupulosidad y asco―. No has hecho el pacto. ―Arrugó el rostro, irritado y tomó a Ion por la mano, viendo el anillo que llevaba puesto―. Esa mocosa te ha dado un Uróboros, es herejía. ―Resonó los dientes, babeándose un poco por la comisura de su boca.
―Venga, no os cabréis ahora. No es momento de gilipolleces, hay que trabajar en conjunto. ―Intervenía el mosquetero, alivianando la tensión.
―Puedes arreglártelas con Narcisa después. Antonio tiene razón, no somos niños jugando a perseguir una liebre ―ultimaba Ion.
El gigante chistó de mala gana, movió los brazos con sus garrotes preparándose para atacar. De la misma manera, Antonio García Vicento, hizo alarde de su espada dibujando círculos en el aire, posicionándose al lado de Ion. El guerrero terracota se quitó la capa negra que le cubría los hombros, ―las piezas de metal de sus hombros eran pesadas―, se sonó el cuello, liderando el ataque desde el centro.
Como si fueran tres arietes de fuerza, los tres hombres avanzaban entre la multitud de muertos vivientes, penetrando las filas, entretanto cortaba, desgarraban, aplastaban y desmembraban cabeza a diestra y siniestra.
El mosquetero no tenía la protección del anillo Uróboros, por lo que saltó a los tejados, atacando desde la distancia con la extensión de su espada, saltando de tejado en tejado en una estrategia limpia y certera. Ion y Godo derrumbaban cadáveres como piezas de dominó, inclusive a los muertos vivientes que llevaban armaduras del ejército de Reino Amalgamo de Roxford.
El cielo se iluminaba con estallidos flameados de chispas y hedor. Algunos cúmulos de la piel pútrida y en llamas de Didrohorn caían al pueblo como estrellas muertas.
De repente, Ion vio volar un barril por el cielo. El pedazo de madera giró en el aire impactando contra el Árbol de Huesos. Al golpear las ramas de huesos, un torrente de vino bañó el tronco, expulsando un tenso humo blanco como si el vino le estuviese quemando como agua hirviendo.
―¡Os dije que funcionaría! ―gritó el mosquetero, riendo de felicidad.
Ion prestó más atención y escuchó el sonido de una catapulta, ―quizá en algún tejado―, que arrojó nuevamente otro barril de vino. Lo vio volar por encima de su cabeza, con una nata rapidez, Antonio García Vicento saltó perforando el barril en el aire con su espada, provocando una lluvia de vino sobre los muertos vivientes. Los cadáveres gritaban de dolor y el mosquetero aprovechaba el momento para hacer otros cortes, con desgarros profundos y largos.
―¡Las lágrimas de Santa Berenice nos protegen! ―le gritó desde un tejado.
Con tanto ajetreo, desviando su objetivo al hablar con los miembros de la Congregación Post Mortem, Ion había olvidado el plan que habían orquestado en la torre. Esos eran los barriles de vino, benditos con las lágrimas que Antonio García Vicento les había mencionado a los pueblerinos.
Ion se sintió más relajado, tenía la ayuda requerida para ganar. Sin embargo, la lucha de Megardos y Didrohorn, se tornaba larga; el dragón zombie estaba casi despedazado, se le caían las escamas y la piel, enseñando su esquelético cuerpo. Megardos escupía grandes cantidades de fuego y, ―en pocos minutos―, Ion sintió el peso de esas consecuencias. Megardos era un ser muy poderoso, tenía la ventaja sobre Didrohorn, ―pero aun con la ventaja―, Ion sintió un arrebato de fuerzas. Hincó la rodilla y dejó caer la espada, la vista se le nubló, le temblaban las manos.
―Primero ese vino bendito y ahora esto… ―se quejó Godo, acercándose a Ion―. Si no vas a cortar cabezas es mejor que me devuelvas el anillo ―espetó, apretándole su muñeca derecha con fuerza.
―¡Ion! ―gritó Antonio García Vicento―. ¿Os encontráis… ―Cortó su pregunta al instante.
Godo se separó de Ion, ajetreado, la mano que sostenía a Ion le sangraba, tenía unas espinas clavadas en la palma.
―¿Qué demonios eres? ―preguntó Godo, retrocediendo.
Ion respiraba con agitación, se encorvó sosteniéndose en el suelo con las manos. Las venas en su piel engrosaban con el furor de su sangre. El cuerpo terracota aumentaba de tamaño, se le rasgaba la ropa, el rosario que el mosquetero le había puesto en el cuello se rompió y sus perlas rodaron por el suelo en un mudo tintineo, entretanto gruesas espinas le nacían por toda la piel, cubriéndolo como con una armadura gruesa y espinosa.
Godo cruzó sus garrotes, expectante a lo que presenciaban sus ojos, la transformación de un hombre con una peligrosa y horrible maldición.
El rostro de Ion había cambiado completamente. Al levantar la mirada, seguía teniendo sus ojos ambarinos, pero su expresión y mirada era la de una bestia salvaje y peligrosa.
―Puedo oler tu sed de sangre… Eres un nombre maldito. Lo que nos faltaba. ―Godo rio de ironía, preparándose para el ataque de Ion.
El mosquetero observaba atónito. ¿En qué se había convertido su amigo Ion? Ahora era una bestia indescriptible, parecía una especie de hombre mitad bestia, ―como aquel que los había atacado antes―, tenía un hocico parecido al de un lobo, con acolmilladas fauces, largas y gruesas garras, con una armadura de espinas probablemente impenetrable. Nunca en su vida había visto un animal semejante a ese, un monstruo con espinas en vez de pelo.
La bestia hombre rugió y con una velocidad sobre humana, atacó a Godo con un zarpazo. El gigante supo defenderse con sus garrotes y solo fue empujado encima de los muertos vivientes que todavía andaban por ahí.
En un abrir y cerrar de ojos, la bestia hombre corrió a través de la multitud de muertos, perforándolos con el peligroso filo de sus espinas. Desde el tejado, el mosquetero veía como Ion corría en una sola dirección hacia el Árbol de Huesos sin el más mínimo esfuerzo, parecía una bola hecha de filosos picos y espadas que demolía todo a su paso. Con sus garras y mordiscos, iba despedazando cada cadáver como si fueran pétalos de rosas.
―Tu amigo tiene una maldición ―comentó Godo, incorporándose―. Ese sí es un monstruo del averno. ―Señaló el camino de cadáveres que Ion había dejado.
Antonio García Vicento se palpó los bolsillos, no le quedaban más lágrimas o agua bendita de Santa Berenice. Aun así, su deber como compañero de batalla era ayudar a Ion, ―si esa era realmente una maldición―, quizá habría una manera de ayudarlo. Sin embargo, el tiempo corría, Ion en su despertar bestial era imparable, una ventaja sin precedentes, más fuerte y letal que el monstruo Godo. El mosquetero seguía atacado desde los tejados, siguiendo a Ion y a Godo.
De repente, una gigantesca sombra oscureció los tejados, haciéndose más grande. Godo y el mosquetero subieron la mirada, descubriendo la caída del dragón zombie. El pútrido Didrohorn, derrotado y desmembrado por el dragón de Ion, caía en pedazos encima de las casas, parte de su cuerpo alado cayó con su enorme peso, destrozando varias casas, ―deteniendo al mismo tiempo―, parte del ejército de muertos vivientes, que quedaron sepultados debajo del cadáver y los escombros. La cabeza de Didrohorn casi le cae encima al mosquetero, pudo salvarse al clavar su espada y estirar la aguja como un resorte para impulsarse a otro tejado. Para su mala suerte, la enorme cabeza cornuda y el cuello largo de Didrohorn, le taparon el paso, era prácticamente un acto suicida tratar de escalar el pedazo de cuerpo putrefacto y quemado.
Del otro lado, Godo siguió con su labor arrasando cabezas ajenas, mancillando tantos muertos como podía. El mosquetero escuchaba la batalla, el choque del pesado metal de los garrotes de Godo y el aterrador rugido de Ion, desgarrando con sus espinas y garras.
El hombre bestia se erguía ante la colosal forma del Árbol de Huesos, escaló su tronco como si fuera un veloz reptil, reptando entre tanto sus espinas derrumbaban las ramas de huesos. Con desenfreno estrepitoso, sus garras perforaban las capas de huesos que conformaban el tronco, la lluvia de huesos rotos caía desde la altura. El choque de garra y espina contra el hueso, producía un sonido escalofriante, filo contra pared, frenesí contra cimiento, hueso contra hueso, ―una lucha quizá a la par―, pero que Ion iba ganando por mera fuerza bruta.
Otro sonido impidió el pensamiento del mosquetero, ―que dibujaba una ruta en su mente para rodear la cabeza de Didrohorn―. La catapulta sonó de nuevo, arrojando en el aire otro barril bendito. De nuevo, el impacto derramó el vino en el árbol, la llovizna del vino, disipaba la miasma alrededor del Árbol de Huesos. A Antonio García Vicento se le había ocurrido una grandiosa idea.
Ion perforaba de tal manera el árbol, que había cavado entre los huesos una cavidad profunda y oscura, la luz apenas penetraba la entrada. Desde el agujero se escuchó un grito diabólico y espectral, deteniendo el frenesí de Ion y, ―a la vez―, enloqueciendo a los muertos vivientes. Un humo negruzco y denso salió disparado del agujero, retrocediendo a Ion, que cayó de nuevo al suelo en las raíces.
Cuando el mosquetero corrió por los alrededores para rodear la cabeza del dragón cadáver, otra sombra dio aviso que el dragón de Ion descendía para atacar. Inesperadamente, un fulminante aliento de fuego atacó a Ion y los muertos que los rodeaban, la bestia saltó golpeando a Megardos en la quijada y casi lo tumba al suelo, la fuerza del Ion bestial era demasiada.
Megardos atacó con su cola, inmovilizando a Ion en una pared, las espinas se clavaron en la piedra caliza y la presión del dragón lo retenía. Era evidente que aquel ser de hierro y metal estaba haciendo entrar a Ion en razón, pero Antonio García Vicento sentía que no era suficiente, algo le decía que esa maldición no era un mal que podría ser contrarrestado con fuerza bruta y mucho menos con argumentos.
El mosquetero terminó por rodear la cabeza del dragón, saltó sobre otro tejado y con el mismo impulso, volvió a saltar, equilibrándose en la punta de unos de los gruesos y largos cuernos de Didrohorn.
―¡Dragón de hierro! ―le gritó a Megardos―. Retened a Ion lo más que podáis, os ayudaré ―explicó, ondeando su espada.
―Que pérdida de tiempo ―mencionó Godo, muy próximo a Megardos.
El monstruo Godo, corrió hasta las raíces del árbol, presionando sus brazos al concentrar toda su fuerza; las venas se le brotaron de un color negro intenso, apretó los mangos de sus garrotes propinando una serie de golpes tan pesados, que el árbol temblaba desprendiéndosele ramas y huesos por doquier.
Megardos le echó un vistazo al mosquetero. Concebía el valor y confianza que desprendía la fe de ese hombre, ―a pensar de no compartir su venero al dogma a la Santa Berenice―, pese a eso, confió en él y esperó.
Antonio García Vicento concentró su respiración, estaba extremadamente cansado, ―le dolía el brazo―, no estaba acostumbrado a luchar con una sola mano, sin el equilibrio que le proporcionaba su brazo faltante. El agua bendita de Santa Berenice lo bañaba, pero no tenían el mismo efecto duradero que las lágrimas puras de la santa, por lo que el resto de miasma que apenas quedaba en el aire, comenzaba a fatigarlo. Pese a todo, estaba concentrado, atento al sonido e la catapulta, recordaba que no había muchos barriles, ―como mínimo―, a los pueblerinos les quedaban dos tiros más. Y entonces sonó el disparo.
La luz del sol indicó la posición del barril que giraba con lentitud en el aire, el sol a su espalda lo convertía, ―ante los ojos del mosquetero―, en un punto oscuro en la contra luz del sol, ―difícil de observar―, pero con la suficiente precisión como para asestarle una estocada.
De un salto, Antonio García Vicento se impulsó en dirección del barril bendito. Hizo alargar su espada lo más que pudo, atravesando el barril de tal manera que, ―al girar su cuerpo―, el vino bendito sirvió como una cascada carmesí, bañando por completo el cuerpo de Ion que presionaba el dragón de hierro contra la pared.
Un rugido de dolor opacó el grito que producía el agujero del árbol. La voz de Ion, iba disminuyendo su intensidad, humanizando su tono de a poco.
Antonio García Vicento usó su espada para clavarla en el suelo y descender sin lastimarse.
―¡Ion! ―gritó el mosquetero, acercándosele―. ¿Os encontráis… ―No terminó de preguntar.
La lluvia del vino se disipaba, Ion estaba bañando en un torrente carmesí de aroma frutal. Sin embargo, su cuerpo no había vuelto a la normalidad, su metamorfosis estaba a medias; había recuperado las facciones de su rostro, algunas espinas sobresalían de su barbilla y su cabeza, la espalda espinada seguía presa, clavada en la pared.
―¡No te acerques! ―advirtió Ion, respirando con dificultad―. Los efectos de mi metamorfosis no se han ido del todo… ―explicaba, con la mirada incauta―. Antonio… con tu espada, debes perforar el Cocal Negro… Está allá arriba, lo vi en esa apertura. ―Señaló con la mirada.
El mosquetero subió la vista al agujero, su visión apenas divisaba la cavidad, ―la poca miasma lo afectaba―, su cansancio era demasiado. Asintió, apretando los dientes y sus ojos, ―los muertos los rodeaban―.
―Apresúrate… La protección del anillo de Uróboros que tengo no durará mucho. Es el momento de poner toda nuestra fe en tu espada ―decía Ion, alentando al mosquetero con sus más sinceras y honestas palabras.
El mosquetero se arrodilló, con su única mano reposó su espada en el suelo y con la palma, mojó sus dedos con el vino bendito que corría entre las hendiduras del camino empedrado, recitó un corto rezo, mojándose el rostro con el vino, formando una cruz entre sus ojos.
Godo había reculado y se le quedó viendo unos segundos, había una montaña de cadáveres en sus pies. Con tan solo esa profunda mirada, oliendo desde esa distancia la intención del mosquetero, entendió que debía ayudar y se preparó para escalar el árbol para despejarle el camino al mosquetero.
Megardos prendió su boca en llamas para fulminar un disparo a la cavidad, pensando de la misma manera que Godo: abrirle paso al mosquetero. Cuando abrió la boca para disparar, la moribunda cabeza de Didrohorn despertó, saltando como una serpiente al cuello de Megardos. El disparo se fuego se desvió al cielo y Megardos cayó en sentido contrario, luchando contra la mordida del dragón zombie.
Godo había subido con dificultad. A su enorme peso no se le daba bien la tarea de escalar, ―y mucho menos―, ir golpeando con sus garrotes en el proceso, ―se le había caído uno de sus garrotes―. Pese a eso, había llegado a la cavidad.
―Ahí estás, maldito cráneo de Kholé Tholkal Khan ―acertó Godo, golpeando la capa de huesos que protegía al Cocal Negro.
En ese momento, el sonido de la catapulta dio paso al último barril bendito, era la señal que Antonio García Vicento esperaba. Estaba posicionado en el tejado más alto, su vista era más clara, su determinación inquebrantable. Tensó los músculos de los pies, centrando su peso para saltar lo más alto que pudo.
Un brote de miasma tan negra como el carbón, surgió desde el Cocal Negro cuando Godo finalmente pudo romper la capa de huesos que lo rodeaba. El humo negro lo sacó de la cavidad, cayendo desde la altura. En la caída, Godo vio al mosquetero saltando en el aire, en perfecta posición con un barril de vino frente a él.
Antonio García Vicento posó el mango de la espada en su pecho, apuntando con certera exactitud la dirección para golpear el barril y redirigirlo a la cavidad, ―como había hecho para bañar a Ion―.
En ese preciso segundo, antes de alargar la aguja de su espada, el mosquetero escuchó una orden de Ion, ―no entendió si se dirigía a él―, pero sintió la presencia del dragón de hierro a su espalda. Una hermosa luz rodeó el brazo del mosquetero, acumulándose en el metal de su espada. La aguja creció, disparada con la fuerza de su fe y fue ahí cuando Antonio García Vicento se dio cuenta que aquel dragón de hierro, había fusionado su enorme cuerpo con su espada.
Era como la antigua y enorme espada de Ion, pero adaptada al diseño de la ropera tizona de Nueva León. Sobresalían los cuernos del dragón, con un brillo dorado y luminoso, como las llamaradas de un santo salvador.
―La espada del Arcángel Antonio ―pronunció Antonio García Vicento, con lágrimas en los ojos.
El filo de la espada roseado y bendito por el vino, ―ahora tan fulminante como una aguja hirviendo en una caldera―, creció abriéndose paso en el cielo como una estrella fugaz.
Tanto muertos vivientes, ―como Godo e Ion―, vieron el destello efímero y esperanzador que surcó y cortó el aire, para chocar con un corte fino y letal, abriéndole un boquete al Árbol de Huesos.
Un desesperado y estruendoso grito fantasmagórico, resonó en el pueblo, como una onda de choque que retumbó en las paredes y levantó el polvo.
La aguja del Arcángel Antonio había atravesado el Cocal Negro, quebrantándolo en miles de pequeños fragmentos que salieron volando en la cavidad.
El ejército de muertos vivientes se desmayó al instante, cayendo en el suelo como costales muertos y tiesos. La cabeza de Didrohorn se desplomó, quemándose con su propio fuego.
El árbol comenzó a desplomarse como una torre de naipes, ―su tronco no cayó como la tala de un árbol común―, se despedazo en su mismo centro, quebrantándose cual pilar de arena. La lluvia de huesos inundó el pueblo como en un mar de calcio, ―y poco a poco―, cada cráneo y cada costal de huesos se convertía en polvo blanco.
Antonio García Vicento reposaba agotado y sudoroso encima de varios cadáveres. No soltaba la espada de su mano, la apretujaba con determinante fe y esmero. Una voz le hablaba en su mente, ―muy lejana―, pero no lograba comprender sus palabras.
Algo se aproximó al mosquetero a una vertiginosa velocidad, un destello brilló ante sus ojos con el sonido de dos metales chocando con estrepitosa furia. Al abrir los ojos, vio a Godo protegiéndolo con sus garrotes, estaba muy herido, con el cuerpo ensangrentado y una pierna rota, ―con un hueso hacia afuera―, que milagrosamente podía mover.
―La batalla aun no acaba ―indicó Godo―. El hueso más filoso y duro es el último que hay que romper. ―Señaló con sus garrotes, rugiéndole al enemigo.
La bestia le rugió de vuelta, la metamorfosis de Ion se manifestaba de nuevo, sus ojos no eran humanos. Godo arremetió contra la bestia, dejando caer el peso de ambos garrotes encima de Ion. La bestia se movió a tal velocidad que pudo esquivar el ataque a medias, la fuerza de Godo era descomunal, los garrotes golpearon parte del hombro y la espalda de Ion, clavándolo en el suelo. Sin embargo, a pesar del gran golpe, ―que rompió el suelo―, el daño que había recibido Ion era mínimo, sus gruesas espinas eran demasiado duras para romperlas como para penetrar hasta la piel terracota.
Godo descargó una lluvia de garrotazos en la espalda de Ion. El hombre bestia abrió las fauces mordiéndole la pierna herida a Godo, su mandíbula era tan potente que, ―con la fuerza de sus trapecios y cuello―, logró levantar el enorme peso de Godo.
El monstruo zarandeaba al Godo de un lado a otro. Con sus garrotes, le golpeaba la cabeza constantemente, eran intentos inútiles, solo hacía que la bestia se encolerizara más. Los tendones y ligamentos de la pierna de Godo no aguantaron más, ―tenía demasiadas heridas de guerra―, y se le desprendió entre los colmillos de Ion, soltando un chorro de sangre negra que apestaba. La bestia tosió, vomitando la sangre que le había quedado en el hocico.
Estando en el suelo, Godo abanicó uno de sus garrotes golpeando la parte trasera de las rodillas de Ion, logrando tumbar a la bestia. Godo se incorporó, apoyándose con sus brazos inferiores, con uno de sus garrotes golpeó la mandíbula de Ion, ―soltándole algunos colmillos―. No obstante, en el segundo ataque, las fauces de la bestia mordieron el hierro del garrote, deteniendo el esfuerzo de Godo.
Antonio García Vicento no sabía qué hacer. ¿Cómo podía ayudar a su amigo? Ya no le quedaban lágrimas y agua bendita, ―y seguramente―, aquel barril era el último disparo divino de la catapulta. El mosquetero rezaba en voz baja, sosteniéndose con la espada de Megardos para no caerse… De repente, escuchó algo en su cabeza.
Godo saltó encima de Ion, abrazándolo desde la espalda. Las espinas gruesas se le clavaron en todo el cuerpo, entretanto presionaba el garrote en el hocico de Ion, intentando ahogarlo o dislocarle la quijada.
―Dispárame… ―Escuchó el mosquetero en su cabeza.
Sus ojos se movieron en todas direcciones, buscando la fuente de esa voz.
―Dispárame… ―Volvió a escuchar con más claridad.
Se dio cuenta que la voz venía de su espada, pero se proyectaba en su mente. Una espada de un metal negro dorado, con la forma de una ropera tizona de Nueva León, y la sangre de la Santísima Berenice.
Su mirada recorrió el diseño de la espada, cada fibra, encaje y metal, vibraba con la voz de la esperanza. Subió la mirada, enfocando a Ion y Godo, ―luchando en una amalgama de fuerza descomunal―, si no intervenía ambos se matarían entre sí.
Antonio García Vicento, ―confiando en la voz―, levantó la aguja de la espada, estableció con sus piernas abiertas la posición del mosquetero para estocar con precisión; apuntó su precisa mirada a Ion. Con un suspiro de esperanza y fe, disparó el filo de la espada, alargando la aguja que surcó el viento con un silbido de calor, clavándose en el pecho de Ion.
Una luz le envolvió el cuerpo, un estallido fulminante los cegó a todos, desarmando al mosquetero en el proceso, devolviendo su espada, a su diseño y forma original.
PARTE VIII
Sintiendo los párpados pesados, el guerrero terracota abría los ojos lentamente. Tenía una extraña sensación en el cuerpo, se sentía sumamente pesado, ―pero al mismo tiempo―, muy ligero y ausente.
―¿Despertaste? ―preguntó la voz de Narcisa.
Ion sintió que una de las manos de la dama le sobó una mejilla. Al recuperar y enfocar la vista, se dio cuenta que su espada, ―fusionada con Megardos―, estaba reposada encima de su cuerpo, emitiendo una cálida sensación que lo curaba. Narcisa estaba a su lado, secándole la frente con un hermoso pañuelo blanco.
―El árbol… ―pronunció Ion, e intentó levantarse.
Narcisa lo retuvo, sosteniéndole un brazo. Estaba desnudo, con una sábana cubriéndole las partes.
―Joder, tío. Cálmate un poco. ―Intervino el mosquetero―. Que no pasa nada, todo está bien ―comentó con una sonrisa, acomodándose el mostacho como siempre.
Habían transcurrido varias horas, muchos pueblerinos habían vuelto al pueblo, en la labor de recuperar su hogar, recogiendo cuerpos muertos, levantando escombros y barriendo el polvo de los huesos del árbol caído.
A los presentes les sorprendía cómo el cuerpo de Ion estaba recuperado y sano, sin marcas ni cicatrices. Le habían dado ropa de tela negra y ya vestía su pesada capa negra de hombreras gruesas, ―Megardos reposaba en su espalda―.
Narcisa abrazada de un brazo de Ion, lo invitó a pasar a una de las casas, donde podía escucharse la intrépida y característica voz del mosquetero, narrando la épica batalla a los curiosos jóvenes que los veían como héroes, ―entre tanto, unas mujeres le curaban las heridas y le ponían vendajes―.
―Me llena de alegría que todos estén a salvo ―dijo Ion, inclinando su cabeza.
Antonio García Vicento se quitó el sombrero haciendo una leve reverencia de agradecimiento.
―Quítate el anillo… ―pronunció una voz gruesa y áspera, en una esquina de la sala, detrás de un grueso pilar.
Los ojos de Ion se tornaron serios y sombríos, caminó unos pasos lentos y pesados, devolviéndole una mirada atenta y penetrante al gigante Godo.
―Quiero disculparme por mis actos, algunas maldiciones son incontrolables. ―Cerró los ojos suavemente, sin quebrantar su voz ante una disculpa.
Godo estaba recostado en la pared, apestaba a sangre coagulada, tenía heridas en todo el cuerpo con agujeros hechos por las espinas de Ion, por los cuales seguía chispeando chorritos de sangre oscura. Su pierna era inservible, destrozada y mallugada, no tenía ni fuerzas para levantar su barril o sus garrotes.
―Me compadezco de los malditos, todos los miembros de la congregación lo somos… Pero tú… ―Escupió un coágulo de sangre a los pies de Ion―. Eres un insulto viviente a nuestra religión, todo por esta maldita mocosa prostituta y traicionera… Los demás sabrán lo que hiciste ―insultó a Narcisa, apretando los dientes, ofendido.
―Cuida tus palabras, Godo ―le espetó Narcisa, interponiéndose ante Godo e Ion―. No soy ninguna blasfema, Ion hizo el pacto conmigo ―aseguró la dama.
―Mentirosa… ―le reclamó―. Entonces, ¿por qué no huele igual a nosotros? ―Olisqueó con náuseas, como si Ion apestara a azufre.
―Porque no fue un pacto convencional ―respondió Narcisa de inmediato, tocándose el vientre―. El miembro de la congregación está en mí, gestándose… Eres uno de los miembros más viejo, Godo. Sabes mi maldición, así es como pienso romperla ―manifestó la dama, aproximándose a Godo para que viera su vientre.
Godo olisqueó de nuevo, cerca del ombligo de Narcisa, calló unos segundos desviando la mirada.
―No es un pacto seguro ―mencionó en voz baja―. Eso no le da derecho a él a portar un anillo de Uróboros… Revelaste secretos que no deben ser contados. ―Seguía insistiendo.
El anillo voló por el aire chocando con el pecho de Godo, rebotó al suelo hasta sus pies, girando en su propio eje, ―cual serpientes gemelas―, hasta que el sonido y el movimiento constante se detuvieron.
―Toma tu maldito anillo, no me interesa ―pronunció Ion, dándose la espalda.
―Tú… Ion Ohm. ―Por primera vez pronunció su nombre―. Tienes suerte de que esté herido ―advirtió, apretando los dientes de nuevo―. No hay certeza que Narcisa esté preñada. ―La miró con asco―. Mientras ese niño no nazca… iré a buscarte… Cuando menos los esperes, en tu noche más fría, en tus momentos más vulnerables, apareceré para matarte ―amenazó, con una fúnebre mirada de odio.
―No te tengo miedo. Te estaré esperando ―aceptó, alejándose de él sin dirigirle la mirada.
Narcisa fue a seguirlo y un gritó de Godo la detuvo.
―Si te vas con él… ―Su propia rabia le silenció.
La dama se detuvo, le dio una mirada de cólera a su compañero.
―Llévame a la congregación… mocosa ―le espetó Godo, exigiendo su deber.
Ion no pudo evitar mirar a los ojos a Narcisa, la dama intercambió miradas, su rostro reflejaba que debía callar y obedecer. Sin embargo, la expresión de su rostro le indicaba a Ion que había algo que ella tenía que decirle, de seguro pronto lo contactaría.
Desde el suelo, apareció el cochecito de Narcisa, levantó su vestido depositando uno de sus pies dentro del carrito, dejando ver su hermosa y sensual pierna ante Ion. De vuelta, miró a Godo con la misma silenciosa rabia.
―Pídele a alguien más que te lleve. ―Fue lo último que dijo, antes de desaparecer dentro del cochecito.
Una leve sonrisa se dibujó en el rostro de Ion.
El guerrero terracota decidió salir a tomar el sol, la noche arribaba y el ocaso dibujaba rayos de luz por encima de los techos rotos del pueblo.
―Señor Ohm, ¡Señor Ohm! ―gritó la voz de Padagio desde las sombras.
En la esquina de un recoveco oscurecido, se asomó la horrible cara del jorobado. Ion miró a los lados, caminado en esa dirección.
―Oh, señor Ohm. Me gustaría disculparme por la actitud de mi hermano Godo, pero… lamentablemente sus palabras tienen un alto grado de razón ―infería, rascándose la cabeza―. Narcisa me pidió que le diera esto ―dijo, sacándose del saco un pergamino con el dibujo de la máscara de madera del zambara.
Ion lo tomó, revisando los detallados trazos y luego lo guardó en su bolso.
―Muchas gracias. ―Golpeó suavemente su pecho con el puño―. No quiero meterlos en más problemas con ese sujeto. Encontraré a los zambara por mi cuenta ―sugirió, dándole la mano a Padagio.
El hombrecillo se echó a reír, estrechando la mano de Ion con sus cuatro manos.
―No se preocupe, señor Ohm. Le tengo dos buenas noticias. ―Rio de nuevo, levantando dos dedos―. La primera… umm, no es una noticia, pero Narcisa me mandó a decir que hará todo lo posible que esté en sus cuatro manos para investigar a los zambaras y… ―Se acercó más a Ion para susurrarle―. Aquí entre nos… me invade una absoluta curiosidad sobre el tema, como somos amigos también ayudaré investigando. ―Le giñó el ojo, aguantándose la risa―. Y la segunda noticia le gustará más, señor Ohm. ―Lo jaló de la capa para hablarle más de cerca―. En los túneles abajo del pueblo, en esas catacumbas oscuras; el mosquetero, Godo y yo, encontramos el laboratorio de Kholé Tholkal Khan… Le aconsejo que le eche un vistazo a esos libros y papeles, bueno con esos ojos que tiene usted, señor Ohm, seguro encuentra algo que mis ojos viejos no ven. De lo que estoy seguro es que conseguirá información valiosa, créame cuando se lo digo ―decía con un ánimo curioso, alentando al guerrero.
―Te lo agradezco, Padagio. Iré a investigar mañana por la mañana. ―Puso su puño en el pecho de Padagio en señal de amistad y agradecimiento.
―De mí no escuchó nada. ―Se alzó de hombros, con una risita y desapareció entre las sombras.
Durante gran parte de la noche, Ion ayudó a la comunidad de los pueblerinos a seguir con la labor de limpiar el pueblo, también fue al bosque cazando un par de presas para preparar cenas, para lograr descansar de madrugada.
A la mañana siguiente, Ion se acercó al enorme agujero en medio del pueblo que habían dejado las raíces del Árbol de Huesos. Una profunda concavidad por la cual apenas se colaba la luz en lo profundo.
―Hay un dicho que dice que, si miráis al abismo, la misma oscuridad os devuelve la mirada. Es peligroso asomaos así de cerca, amigo Ion ―comentó Antonio García Vicento.
―Nunca había escuchado ese dicho, lo recordaré ―dijo Ion, alejándose del hueco.
―Venid, hay unas escaleras por allá. Os acompaño. ―indicó el mosquetero, a través de unos escombros.
Removieron un par rocas, destapando el pasadizo en el suelo, para revelar las escaleras; oscuras y llenas de polvo. Ion desenvainó la espada cubriéndola de luz como una antorcha para iluminar los pasillos.
―¿Cómo te sientes sin tu brazo? ―preguntó Ion, entre tanto caminaban por los pasajes.
―Madre mía, es desesperante. No me había dado cuenta qué tanto usaba esa mano ―comentó, con un pequeño tono de humor―. Pero así son los misterios de la vida, no sabéis lo que tenéis hasta que lo perdéis ―decía, tocándose el muñón.
―Eso lo sé muy bien… ―respondió en voz baja.
―La fe nos enseña que no hay mal que por bien no venga, si la buenaventura me quiere sin esta mano, es porque la Santísima Berenice me ha puesto a prueba. Grandes hazañas deparan mi futuro, nuestro futuro ―corrigió, palpando el hombro de Ion con cariñosa amistad.
―Es una buena manera de divisar el destino. Me agrada ―agregó Ion.
―Todavía estáis a tiempo de unirte a las apostólicas filas de nuestra Santísima Berenice ―agregó en son de broma.
―Gracias por la oferta, Antonio. Puedo creer en tu diosa, tanto como creo en los dioses de Valha y el misterioso dios de la Congregación Post Mortem. Sin embargo, mi fe, jamás olvida los principios que mi padre me enseño sobre el padre Ohk y la madre Oah. ―Culminó de hablar, al toparse con el hueco en la pared que guiaba hasta el laboratorio.
―¿También creéis en las atrocidades del hombre? Como las de ese tal Khan… Renegar la maldad no os salva de ella. Tened cuidado con lo que buscáis, amigo Ion ―habló, respondiéndose a sí mismo.
Ambos bajaron al laboratorio. Después de la lucha con los hombres bestia y el dragón zombie, había poco que ver, los libros se habían quemado, los matraces y tubos de cristal estaban rotos y quebrados, era un lugar de cenizas y hollín. Pese a eso, los ojos de Ion observaban con detalle y atención, repasando cada centímetro de la cueva en busca de alguna pista.
―En este sitio fuimos atacados por hombres bestia, experimentos de ese hombre. Pero no eran iguales al monstruo que me mordió el brazo, al de la máscara que llevabais colgada ―recordaba el mosquetero.
Rebuscando con más ahínco, los ojos de Ion detectaron algo que llamaba la atención; una especie de estela de un color áureo y particular, emanaba debajo de un librero. Al levantar la biblioteca caída y limpiar el hollín en el papel quemado, Ion encontró un pergamino enrollado. Al tocarlo, percibió que su textura no era de papel, parecía hecho con una especie de cuero o piel de un marrón muy oscuro y grueso.
El mosquetero observó por encima del hombro de Ion, también sintió curiosidad. El guerrero terracota destapó el pergamino, en su interior resaltaban letras de un idioma desconocido, ―resaltando a lo largo―, la arquitectónica ilustración de una gigantesca torre, que les daba mala espina.
―Conozco esa torre ―mencionó Antonio García Vicento.
―Esta estructura es de origen zambara ―concluyó Ion, señalando con el dedo unas inscripciones, que también se repetían a los bordes del diseño de la máscara del zambara―. ¿Has estado en este lugar? ―le preguntó al mosquetero.
―Sí, cuando era un escudero, aprendiz de mi maestro mosquetero Juan de Dios de León. Es un lugar maldito, la inquisición intentó invadirla, hubo muchos muertos en esa guerra y nadie más volvió a pisar un escalón de esa torre… Decían que estaba habitado por monstruos del inferno ―relataba, recordando su niñez.
―¿Dónde puedo encontrarla? ―Ion mostraba su delirante interés.
―No está muy lejos de por aquí, a caballo podéis llegar en menos de una semana, al sur de Mariah. ―Se tocó el mostacho pensando en la distancia―. Pero Ion, la inquisición perdió ese territorio hace años en contra del Reino Amalgamo de Roxford… No quiero ofendeos, pero si ven vuestro color de piel, os tratarán de esclavizar igual que hicieron con el pueblo de los meriaohs. Su milicia es conocida como los dragones de Garos, en el ejército de muertos había un par de ellos, armaduras con rojo y plata con un dragón por emblema ―advertía con su suma preocupación.
―Tomaré el riesgo ―asumió Ion, envolviendo de nuevo el pergamino―. Prepararé mis cosas para irme ―dijo, después de limpiarse los pantalones de hollín.
―Ion, esperad… ―Trató de detenerlo―. Se de buena fe, que dentro de unos meses una campaña de la inquisición se posicionará cerca de Mariah, si decís que sois mi amigo os ayudarán ―razonaba para ayudarlo.
―No quiero involucrar a más personas en los asuntos malditos de los zambaras ―decretó y comenzó a caminar.
―Ahora somos hermanos de guerra, quiero ayudaros, pero tengo una misión… Debo unirme a una campaña en Nionatsu, allá me dirigía desde un principio ―dijo, pensando en alternativas para ayudar a Ion―. Tomad esto, sacó un rosario de su bolsillo, muy diferente a los que le había ofrecido antes―. Si de camino allá os encontráis con mi maestro, Juan de Dios de León, mostradle este rosario. Él os ayudará. ―Le ofreció la pieza religiosa.
Era un hermoso rosario con pepitas blancas y doradas, en medio llevaba una moneda de oro de Santa Berenice, con un hermoso acabado con cristales blancos que ponía en letra cursivas en la parte trasera: «Bajo el amparo de la Santa y el Campeador».
Ion sostuvo el rosario aceptando el obsequio, besó la moneda, y se lo amarró en el antebrazo.
―Os deseo la mayor de las suertes. Que el hado os acompañe ―profetizó el mosquetero, con lágrimas en los ojos.
―Que la fe por tu Santa nunca se doblegue. Gracias, amigo. ―Y le dio la mano, apretándola con esmero.
Esa misma tarde, ―luego de abastecerse―, el guerrero terracota, con un pergamino negro de los zambara y un rosario bendito en la mano, tomó rumbo hacia aquella extraña torre que le deparaba el destino.
FIN