Crónicas de un Viaje Inaudito 🇻🇪✈️🇵🇹

(Escrito por Augusto Andra en el año 2019)
Yo soy Augusto Andra. Hoy vengo a relatarles en una crónica un poquito extensa, como fue el pesado y agotador viaje de mudanza que hice desde Venezuela a Portugal. Son varios capítulos así que me encantaría que leyeran todos y se tomasen el tiempo necesario para hacerlo, les va a encantar, son muy entretenidos y sentimentales.
ÍNDICE
La Última Semana
Para hacer cortas estas crónicas de viaje, no explicaré por qué decidimos irnos de Venezuela ―porque creo que es bastante obvio, la verdad―. Así que iniciaré en esa última semana, en la que mi mamá y yo estuvimos en Maracaibo, ―nuestra tierra del sol amada―.
A pesar de que era la última semana antes de irnos, el estrés de todos los meses se había aplacado un poco, había cierto relajo en nuestro apartamento, todo aparentemente tranquilo esperando el día de la partida. Teníamos todo organizado; maletas pesadas, documentos guardados, ropa elegida para el viaje, etc, etc, etc.
Mi plan en esa semana consistía en despedirme de mis amigos y hacer, ―o mejor dicho comer―, cosas que no iba a poder conseguir en Portugal.
Mientras tanto, seguía organizando mi computadora, ―ya que no podía llevármela a Europa, era demasiado costoso. Pc de escritorio, por cierto―. En fin, estaba respaldando: fotos, videos, entre otras cosas familiares para no dejar nada botado en Venezuela, ―ya saben, los recuerdos familiares son una de las cosas más importantes―. Sin embargo, no pude respaldar todo lo que tenía, así que tuve que dejar muchas cosas en el disco duro.
Despedirme de mis cosas no fue tarea fácil, muchas las regalé, otras probablemente mi hermana ―que todavía está en Venezuela―, las irá vendiendo. Mi colección de animes las repartí entre mi primo David y mi buen amigo Darsien. Cuando me di cuenta de que no podía llevar prácticamente ningún libro, decidí regalar algunos; entre mi abuela, otros primos y uno que también le di a Darsien. Una colección muy valiosa de cartas de Dragon Ball, también se las dejé a mi primo, David. Ah sí, y mi súper colección de CocaCola también se la dejé a David, ―pueden ver mi video mostrando la colección de CocaCola aquí―.
Y aunque las maletas ya estaban hechas, tuvimos que reacormodarlas unas tres veces más, sacando chécheres de mi mamá, acomodando ropa, escondiendo algunas cosas ―como un regalo para mi mamá que desapareció, y mis mazos de cartas Magic―. Pude meter en la maleta mi colección de afiches autografiados de artistas, ―la mayoría de Hip-Hop venezolano―, un par de juguetes de la infancia ―porque los recuerdos de la infancia también son súper importantes―, llevé una mini-pista de carreras de juguete, un PlayStation 1 y un robot súper viejo que me regaló mi abuela, ―un día de reyes―, cuando tenía unos 3 años de edad, creo que es el juguete más viejo que tengo.
Lamento mucho, mucho, mucho, no poder traerme a Portugal mis CDs originales de música, allá se quedaron discos muy especiales que sé que no podré encontrar por aquí. Pero bueh, quizá en un futuro los pueda traer.
Otra lamentación grande, son mis libros, mis apreciados libros en la pequeña biblioteca que era mi set de grabación. Finalmente, solo pude traerme dos libros, «Las Mejores Leyendas Mitológicas, recopilado por José Repollés», el primer libro que me regaló mi mamá, y «Las Vidas de Marie por Lennart Lidfors», ese libro raro de pocas ediciones que dicen que se pierde con facilidad ―obviamente yo no lo iba a dejar perder―.
Quise terminar de corregir la novela de la mamá de mi amigo, Ender. Pero me fue imposible hacerlo con tantas diligencias y despedidas.
No recuerdo si fue exactamente esa semana, pero acompañé a mi amigo Diego a comprar comida para perro y yo a comprar comida para mis gatas. Más o menos por esos días descubrí un puesto de chichas espectacular, combinan chichas con fresas y Toddy, ¿qué más puedo pedir? Comí en ese lugar unas tres veces.
Todos esos días estuve trabajando arduamente en editar videos para dejarlos en el canal e irlos publicando mientras tanto no tenga computadora en Portugal, ―hice bastantes así que no se preocupen―.
Cuando ya se acercaba el día, ―por cierto, nos fuimos un domingo―, iba a casa de mi abuela varias veces a compartir un rato y a tratar de arreglar el equipo de sonido de mi tía Achí ―sí, es un sobrenombre―.
El viernes en la noche hicimos una reunión de despedida en casa de mi abuela, ahí mismo aproveché para ir a un puesto de comida rápida llamado: Eloy FastFood, ―no era el ayer, ni el mañana, era… Eloy―. En fin, mi objetivo era comerme una súper hamburguesa monstruosa, callejera, cochina, insalubre, trigricélida, mortal y sudorosa de Maracaibo antes de irme. Y pues no me decepcionó para nada, esa hamburguesa gigante me dejó tan satisfecho como aquellas hamburguesas que me comía años atrás con mis amigos en la Plaza de la República, en aquellos tiempos de reuniones y celebraciones en los Encendidos antes de la Feria de la Chinita.
Poco más tarde, mi pana Ender me fue a buscar para despedirnos y charlar un poco. Creo que fue una de las despedidas más difíciles. Ender es uno de mis mejores amigos y de los más antiguos, esa noche me regaló una franela y un suéter, también nos tomamos una bebida alcohólica muy rara hecha de cannabis, ―con un grado de alcohol hiper fuerte―. Además, también nos tragamos unos buenos shots de tequila. Pero no fue hasta que, ―de vuelta a casa de mi abuela―, justo antes de bajarme de la camioneta de Ender, el sentimiento me dio duro en el pecho cuando nos despedimos con un abrazo y empecé a darme cuenta en realidad no volvería a ver a mi amigo Ender, ―y a todos los demás―, en un largo, largo tiempo… Casi estuve a punto de llorar cuando me bajé de la camioneta, pero bueh, me hice el fuerte.
Al día siguiente, como parte del reto: «Comer todo lo que no me puedo comer en Europa», fui a comerme unos pastelitos y unos tequeños, ―que estaban muy, muy buenos, con su salcita tártara y todo, hasta me tomé una Malta―.
De vuelta a casa, aprovechamos para descansar un rato, dormir y terminar de preparar algunas cosas para el viaje. Esa tarde volvimos a casa de mi abuela donde por sorpresa, ―no tanto para mí―, tenían una fiesta sorpresa para despedirnos nuevamente. Comimos hamburguesas y todo fue bastante ameno, ―hasta fueron unos primitos que son súper, súper tremendos―.
Luego de esto, mi amigo Darsien, ―que también estaba en la reunión―, nos acompañó al apartamento porque iba a ayudarme a desarmar la computadora, ―todo debido a que lamentablemente no la podía llevar al viaje, así que solo se iría conmigo el disco duro―. Surgieron algunos problemas, porque todos los demás componentes de mi pc, quería dárselos a la pc de mi hermana, pero no eran compatibles, pero bueh, eso ya se resolvería después.
Aquí viene otra de las despedidas emotivas. Estuve hablando con Darsien de muchas cosas, por muchooo rato, hasta que llegó la hora de despedirme. Parece raro, pero con Darsien no me sentí tan sentimental, porque por alguna razón siento que a él si lo veré de alguna manera más pronto, además de que hablamos con frecuencia y hasta grabamos un video de despedida en el canal. Así que, aunque también me pegó la despedida, con Darsien tengo una relación de panas muy estrecha porque compartimos muchas cosas en común, ―y también nos veremos seguido en YouTube, pueden seguir el canal de Darsien aquí―.
Finalmente, cuando ya cayó la noche, subí al piso 12 del edificio La Chinita, ―donde yo vivía, creo que nunca dije el nombre antes―, y también me fui a despedir de otros panas: Marco y Diego. Con ellos, aunque los conocía de antes, fue este año donde comencé a tratarlos de manera más seguida y congeniamos en muchísimos gustos similares, como: en series animadas, animes, video juegos, Cartas Magic, temas interesantes, entre otras cosas, ―igual que me pasaba con mis viejos amigos Tavo y Héctor, que ahora están en Colombia―. Marco y Diego, se quedaban en el apartamento de Tavo y Héctor, cuidando a Tsume, ―el perro que ellos dejaron en Maracaibo, que, por cierto, también me despedí de él, otro fiel amigo canino―.
Estando en el piso 12, aproveché para escanear unos capítulos de unos cómics que dibujé hace algún tiempo y que nunca había tenido la oportunidad de digitalizar, ―por supuesto, otra de las cosas que no me podía llevar a Portugal. Así que mientras escaneaba, Marco, Diego y yo comenzamos a conversar de muchas cosas, entre eso, de un tema muy genial sobre una historia de ciencia ficción que escribí llamada Tourianos. Esa historia de ciencia ficción plantea la situación de qué cosas haría la humanidad cuando un asteroide gigante se dirige a la Tierra, sin posibilidades de sobrevivencia alguna. Hablamos del terrible caos que se generaría, como los servicios comunes dejarían de funcionar, el inicio de saqueos, los suicidios, las violaciones, la extraña fe sobre algunas cosas y un sinfín de situaciones extremas y difíciles de superar. Fue una conversación muy interesante.
Acabando la noche, tuve otra despedida más llena de buenos recuerdos, otros panas que apenas iba conociendo realmente bien y que no podía compartir más tiempo con ellos. Sin embargo, también quedó la promesa de volvernos a ver algún día, esperando que fuese en otro país y con mejores condiciones de vida.
Pasaron los minutos y las horas, hasta que el sábado fue muriendo, esperando el tan ansioso día en que mi mamá y yo partiríamos en un viaje sin pronto retorno.
Saliendo de Maracaibo
Llegó el domingo, como siempre me levanté temprano, revisé las redes sociales y Netflix. Y al rato nos sentamos a desayunar.
Mi mamá quiso revisar las maletas nuevamente ―por quincuagésima vez…―. La cuestión es que habíamos escondido un regalo para mi mamá en una de mis maletas, ―ella cumplía años el mes siguiente―, y si ella la revisaba, obviamente iba a conseguir el regalo. Maniobrando un poco, mi hermana sacó el regalo mientras yo distraía a mi mamá y Claudia escondió el regalo rápidamente.
Quería tener un poco de tiempo para jugar Darksiders antes de irme y tratar de pasar el juego, pero me fue imposible tener un poquito de tiempo hasta para encender el PlayStation. Al cabo de un rato, mi primo David llegó al apartamento y almorzamos.
Apenas y dormí ―menos de una hora para descansar―, cuando ya nos avisaban que dentro de poco venían por nosotros para llevarnos al aeropuerto. Me vestí con rapidez, pero… de repente, el regalo de mi mamá que estaba escondido desapareció. Buscamos por todos lados, por todas las esquinas y por todos los huecos, pero nada… no apareció por ninguna parte.
Con una rabia tonta, tuvimos que desistir la búsqueda. Ahora tocaba una de las despedidas más tristes de todas, una que yo sabía que me iba a doler… despedirme de mis tres gaticas: Mocca, Coco y Doña Estella. Antes, entré a mi cuarto por última vez y agradecí todas las buenas cosas que me dio esa habitación, luego caminé y fui buscando a cada una de las gatas. Quizá a algunos de ustedes les suene extraño, pero yo sentía que ellas sabían que mi mamá y yo nos íbamos. Las detallé tristes y esquivas, ―ellas sabían que estaba pasando algo, con tantas cajas y maletas por todo el apartamento, pero no estoy seguro si realmente entendían qué estaba pasando en realidad―, nosotros nos marchábamos y no las veríamos en mucho tiempo, ―incluso con una mínima posibilidad de no verlas jamás, cosa que rezo todos los días porque no sea verdad, yo las quiero a las tres aquí en Portugal, ya son parte de la familia―. Se me quebraba la voz cada vez que me acercaba a una de ellas y las abrazaba, las sobaba y les decía muy bajito que ya me iba…
Eran alrededor de las dos y media de la tarde, cuando bajamos con todas las maletas, ―teníamos seis―, y las empezamos a guardar dentro de la camioneta que nos llevaría. Aquí tocó otra despedida más, entonces fue cuando toqué fondo y no me pude contener. Cuando mi primo David me abrazó y se puso a llorar… fue el golpe más directo que me dieron y me fue inevitable llorar también, ―sentí como si me hubiesen dado un jalón a lo más alto y luego la gravedad me empujara de vuelta al suelo―. En lo más profundo quería hacerme el duro para no llorar, pero escuchar a mi primo, ―que la verdad, ni me acuerdo qué dijo, porque ambos estábamos llorando―, me derribó de una manera que jamás lo hubiese pensado, solo recuerdo que le dije: «Nos vemos en Europa». Luego me despedí de mi hermana Claudia, ―que ella también estaba llorando por mi mamá―, pero con ella no me dio tanto sentimiento, porque Claudia es una chica muy jodida y fuerte, entonces sabía que iba a defenderse sola muy bien. Por último, me despedí de mi cuñado, Luis, ―el novio de Claudia―, y le dije que cuidada de la casa, ―en los últimos meses él se había convertido en un gran amigo y compañero―.
Cuando arrancó la camioneta y pasábamos la carretera, veía como flashbacks mi vida en Maracaibo; pensando en todas las últimas cosas que hice, las personas que dejé, las otras cosas que no pude hacer, las personas que no me pude despedir y muchas anécdotas tristes y divertidas. Me decía a mí mismo: «Esta es la última vez que pasarás por aquí… por ahora».
Al llegar al aeropuerto, Guillermo, ―la pareja de mi tía Achí, quién nos llevó en la camioneta―, nos ayudó a descargar las maletas en la línea aérea y aprovechamos para pesar el equipaje, ―aquí la cosa se complicó porque pesaban más de lo que debían, después de haber armado esas maletas como tres mil veces…―.
Se supone que el equipaje de bodega debía de pesar hasta 25 kg y el equipaje de mano, ―según decía la página de Internet―, debía de pesar 8 kg. ¡Pues no! El equipaje de mano ahora debía de pesar 5kg, entonces tuvimos que desarmar toda esa mierda, ―y algunas de las maletas de equipaje normal―, y volver a armar todo. Con un poco de rabia tuve que dejar una toalla, un jean y otras cositas ahí botadas en el aeropuerto para que la maleta pesase lo que debía de pesar, para irnos de una vez. #MeVoyParCoño fue lo que puse en mis redes sociales, ya quería salir de ahí.
Mi mamá se las apañó y le dejó la ropa que botamos a una señora que atendía una tienda dentro del aeropuerto, para ver si algún día, algún familiar nuestro, pasaba a buscar las cosas. Finalmente, pesamos todo nuevamente, quedamos con el peso perfecto, pagamos el equipaje extra y al fin pudimos relajarnos un poco y esperar a que llegara el avión ―que, por cierto, eran las tres y algo de la tarde y el vuelo estaba programado a las siete de la noche… El sistema está tan jodido que nos obligan a estar en el aeropuerto como con cinco horas de antelación… pero bueh, ahí estábamos―.
Mientras tanto, le dije a mi mamá que comprara un café y ¡sorpresa! El café vino con un exquisito topping de cucaracha, ¡delicioso! Cambiamos el café por uno nuevo, ―porque obviamente no nos íbamos a tomar ese café con patas de chiripita―.
Pasaron las horas hasta que un empleado del aeropuerto nos llamó para que pasáramos al área de abordaje, ―parece que los parlantes donde se escucha la voz de la chica que nadie entiende, estaban dañados―. Transitamos por la máquina detectora y por el escáner de rayos-x con normalidad, pero me llamó la atención que una chica que estaba frente a nosotros, pasó por el detector y salió corriendo dejando su maleta dentro del escáner… ―¿Quién coño deja botada su maleta, así como así?―. Al igual que yo, las autoridades tomaron eso como un acto sospechoso y se llevaron a la chica con su “maleta olvidada”, ―no supimos más de ella―.
Transcurrieron otros minutos, hicieron nuevamente la llamada para abordar al avión y todos comenzamos a caminar, ansiosos por irnos de allí. Uno a uno fuimos caminando por el pasillo, luego fuera del aeropuerto ―porque el avión no estaba conectado a las vías de entrada, no me pregunten porqué, lo más probable es que estuviesen dañadas por falta de mantenimiento―. Traté de grabar un video caminando al avión, pero un sujeto de seguridad me dijo que no podía grabar.
Al entrar a la nave, caminamos a nuestros asientos y esperamos la partida. Después de las previas indicaciones de las aeromozas y que yo le avisara a todo el mundo que ya nos íbamos, finalmente el avión despegó.
Sobrevolando la ciudad, el lugar que me vio nacer, crecer y madurar, la ciudad del sol amada, la ciudad horno ―por su calor―. Observaba desde el cielo nocturno, las pequeñitas luces como un pesebre de Maracaibo, muy pequeña y distante, la última vista que vería de mi ciudad. Justo en ese momento, mi mamá se acercó a la ventana y dijo algo como: «Maracaibo, me despido, pero siempre te llevaré en mi corazón», junto a esas hermosas palabras, recordé la letra de mi gaita favorita, ―la gaita es la música tradicional del Zulia―, esa canción llamada: Aquel Zuliano ―del gaitero Ricardo Cepeda―, que dice así:
“En la bruma resplandece
Maracaibo cuando duerme
Y taciturna desprende
El aroma de su arcano
Cuando noble y grata emerge
La imagen de aquel zuliano.
En la aurora se agiganta.
Despierta y se estremece
La ciudad del sol amada,
Cuando la voz adorada
De aquel bardo fiel le canta
Orgullosa se levanta
Y a su terruño le ofrece
Su corazón en la mano.”
―Pueden escucharla aquí―.
Y después de tararear esas estrofas en mi mente y ver a Maracaibo hacerse más pequeña en mi ventana, fue inevitable llorar de nuevo.
Una Semana en La Guaira
El vuelo fue bastante tranquilo, me dejó pensando algunas cosas. Al llegar, bajamos con tranquilidad y mi abuelo José, estaba esperándonos para llevarnos a su casa.
En esta parte de la crónica no me extenderé, la mayor parte de esa semana que pasé en La Guaira fue, bastante chévere y relajada, ―hasta que ocurrió lo inesperado, que lo narraré más adelante―. Todos esos días, nos relajamos hablando, comiendo unas arepas súper buenísimas, viendo a los gatos pasar, leyendo libros, ―aquí pude vencer un bloqueo de lector que tenía por el estrés del viaje y terminé de leer el tercer libro de las crónicas de Prydain: El Castillo de Llyr, que no es muy bueno que digamos…―.
Todo iba excelente, el miércoles nos vino a buscar una de mis tías para que fuésemos a conocer su apartamento y quedarnos allá hasta el sábado, ―el día que salía el vuelo de Venezuela a Portugal―. Seguimos charlando, blah blah blah, mi tía y su esposo salieron a trabajar, llevaron a mi primita al prescolar, etc, etc, etc.
El jueves, comenzó todo bien, incluso yo estuve tomando fotos y haciendo otras cosas ―ah, por cierto, en esa semana logré ver todas las películas del anime: Slayers, muy divertidas y entretenidas. Yo adoro al personaje de Naga, ella súper sexy―.
La tarde del jueves fuimos a visitar a un mi tío Armelín a Caracas, dónde nos preparó un almuerzo exquisito y también estuvimos charlando, para despedirnos y tomamos buenas fotos, ―mi tío tiene unos gatos súper grandes y geniales―. Bueno, en fin, ese día en la tarde, regresamos al apartamento de mi tía y mientras ella y su esposo hacían una diligencia, mi mamá y yo nos quedamos a cuidar a mi primita.
Aquí fue cuando el caos comenzó, algo imprevisto que acrecentaría un mal en toda Venezuela y nosotros no sabíamos la magnitud del problema cuando inició. Repentinamente se fue la luz, ―cosa que no es rara en Venezuela, porque siempre hay problemas con la electricidad en todo el país―, pero nos pareció raro, porque en La Guaira casi nunca había fallos eléctricos, ―nosotros ya estábamos acostumbrados, porque en la ciudad de Maracaibo se iba prácticamente todos los días. Incluso en 2018, hubo un racionamiento radical, donde nos quitaban la luz, absolutamente todos los días de 5:00 p.m. hasta las 11:00 p.m., sin falta―.
Al principio pensamos que se iría la luz por unas dos o tres horas, pero siguieron y siguieron pasando las horas y las horas, y nada que llegaba la electricidad. Las líneas de comunicación estaban muertas, no había forma de saber nada; no había teléfonos, no había Internet y no creo que las señales de humo ayudaran mucho en ese momento.
Total, que pasamos el jueves a oscuras, la mañana del viernes también y nos enteramos de que el apagón fue a nivel Nacional. Toda Venezuela estaba apagada, en la oscuridad, en la decadencia de un gobierno que no se preocupa por invertir en un servicio eléctrico para abastecer a su propio país… En pocas palabras: un total desastre de negligencia gubernamental, que poco a poco se convertiría en un terrible caos nacional.
El viernes en la noche llegaron unas pocas horas de luz y pudimos cargar los teléfonos y enviar mensajes para saber cómo estaban las cosas en otras partes, ―sobre todo en Maracaibo―. Pero la felicidad duró poco, porque la luz se extinguió de nuevo y estaba vez de una manera digamos “permanente”.
Estábamos más preocupado por mi hermana en Maracaibo que por el viaje a Portugal, ―porque yo tenía la mente y la fe clara en que nos íbamos de allí―.
Me daba un poco de risa ver como todos en casa de mi abuelo estaban hiper obstinados porque no había luz, se desesperaban y hasta parecían enfermos ―bueno, mi tía si se enfermó, pero creo que fue ajeno al problema eléctrico―. Lo gracioso es que yo pensaba que Maracaibo ya nos había entrenado para ese tipo de situación, estar sin luz para mi mamá y para mí era algo común, ―sí, lo sé, suena raro y poco humano/social, pero así son las cosas―, estar sin luz y en la oscuridad, prácticamente era nuestro habitad natural, por más raro y triste que suene.
Llegó el sábado, ―día de la partida―, contábamos con que el servicio eléctrico se restableciera para que el aeropuerto trabajara de manera adecuada, pero no había señales de la luz… Esa mañana hicimos lo habitual: charlar, prepararnos, comer y luego embarcarnos hacía el aeropuerto. Durante el camino tuve una de las mejores conversaciones con mi abuelo José. Hasta me di cuenta de que él también tiene facciones de lector, ―además de en los negocios―.
Cuando llegamos al aeropuerto nos encontramos que evidentemente estaba sin luz, ―cosa que me sorprendió porque a estas alturas debería tener una planta eléctrica para solventar este tipo de situaciones, ¡Por Dios, es el aeropuerto principal de todo el país! Hasta el de Maracaibo tiene planta eléctrica…pero bueh, así son las cosas―. Otra cosa para destacar es que el aeropuerto estaba totalmente militarizado. Afortunadamente ese no era el inconveniente y por raro que suene, las autoridades sí estaban ayudando, ―cosa que no sucede muy a menudo en Venezuela―.
Estacionándonos escuchamos que debido a la falla eléctrica estaban cancelando la mayoría de los vuelos, así que mi mamá y yo salimos corriendo, ―sin las maletas― a la línea aérea para preguntar qué pasaba. Nos encontramos con una fila casi interminable de pasajeros en la misma situación que nosotros, miles de personas quejándose, ―de todas las líneas aéreas―. El aeropuerto era un completo caos: sin electricidad, con gente sofocada y acalorada, con mal olor, ―porque obviamente no había aire acondicionado―. Desesperación, angustia, malestar, rabia, todo en un solo lugar, acorralado en forma de filas de gente que no obtenían respuesta de nadie, ―porque inclusive ni los mismos empleados sabían que precedería a continuación―.
Esperamos unos minutos, encontramos nuestra fila y nos dijeron que dentro de unas horas revelarían el procedimiento de los vuelos, ¿iban o no iban a salir? Tras escuchar esto, mi abuelo, el esposo de mi tía y yo, corrimos a buscar las maletas que estaban en los carros, ―les recuerdo que eran seis maletas, bastante equipaje, pero no tanto en comparación a otras personas que llevaban hasta animales―.
La desesperación fue tanta que tuve que pagarle 5$ a un sujeto para que nos llevase las maletas en una carretilla hasta la fila para no perder el puesto en caso de que avanzara la fila y comenzaran a embarcar a las personas. Pero todo el esfuerzo fue en vano, porque tras pasar unas horas más, los empleados del aeropuerto se acercaron a grupos en las filas, para decirnos que inevitablemente el vuelo no saldría porque estaba cancelado, ―o, mejor dicho, pospuesto hasta el otro día, si es que volvía a llegar la luz en Venezuela―.
Después de tanta mente positiva, tantos rezos, tantas buenas vibras que hice con Reiki ―sí, porque yo sé hacer Reiki―, nada sirvió para el sábado… Tuvimos que coger las maletas de vuelta a casa de mi abuelo, con rabia y decepción, pero teniendo en cuenta a las otras personas no tan afortunadas como nosotros de tener un lugar cerca en el cual refugiarse del caos sin electricidad.
La oscuridad de la noche arribaba, la luz no quería aparecer, ya iban tres días seguidos sin electricidad en toda Venezuela. Nosotros estábamos mal, ya queríamos irnos del país y eso nos tenía angustiados, pero con un poco de calma. Hice retrospectiva y lamentación de toda la gente que estaba sufriendo aún más que nosotros en situaciones horriblemente peores y desagradables.
Aunque las noticias no las conocíamos porque no había señal para el teléfono ni el Internet, las situaciones eran evidentes: cientos de muertes en hospitales que no tenían plantas eléctricas, lugares saqueados por la desesperación, gente durmiendo en la calle para tener un poco de frío en las calurosas noches, alimentos dañados en establecimientos, personas vigilando sus hogares con miedo a que fueran a robarlos por comida y otras situaciones lamentables.
Este terrible acontecimiento en Venezuela se convertía en algo parecido a la historia que escribí y que discutí con mis amigos Marco y Diego el día antes de irme de Maracaibo… ―estaba vez no era un asteroide que chocaría con la Tierra, era algo más real, una oscuridad perpetua en un país a causa de un despiadado gobierno―, ahora la ficción se convertía en realidad y eso si era aún más aterrador.
El día de la Partida
Y aunque pasamos la noche a oscuras, seguimos charlando de las buenas cosas, recordando familiares y anécdotas que nos brindasen un poco de felicidad para despistarnos del caos, ―hasta me comí otro buen par de arepas bien buenas―.
Nuevamente al amanecer, hicimos la misma rutina del día anterior: prepararnos, hablar y comer. Una vez más nos dirigimos al aeropuerto. ―esta vez mucho, pero muchooo más temprano que la vez anterior―, fuimos a las 10:00 a.m., cuando el vuelo saldría a las 7:00 p.m., pero era lo ideal para lidiar con el descontrol.
Esta vez con más paciencia, caminamos con todas las seis maletas a la cola de la línea aérea, estaba vez no era tan extensa como la vez pasada, ―gracias a Dios―. Pero nos conseguimos con toda la gente que tuvo que quedarse a dormir en el aeropuerto, porque no tenían un lugar a donde ir.
Afortunadamente, la luz comenzaba a llegar de a poco, había intentos de quedarse, iba y venía con desperfecto y con esa poca energía, el aeropuerto trataba lo más que podía en solucionar todos los inconvenientes.
Entramos en el proceso de avanzar en la cola para la línea aérea. De repente, mi abuelo consigue una amiga cerca que trabajaba en el aeropuerto y nos adelantó en la cola para pasar más rápido. Nos pidieron documentos, pasaporte, boletos y demás cosas para pasar a otra parte a alinearnos en otra cola, ―más corta―. Seguimos un poco más hasta llegar a la taquilla, volvimos a chequear los documentos, boletos y pesamos maletas, nos asignaron los asientos indicados y hasta ahora todo iba “perfecto”.
Recuerdo que mi hermana me envió un mensaje que decía que aprovecháramos y nos tomáramos una fotografía en el característico mural de colores del aeropuerto de Maiquetia, pero honestamente yo no quería hacer eso, ―todo venezolano que se marcha del país se toma una foto ahí, y yo no quería ser parte de esa tonta “tradición” de nostalgia, tristeza, desesperanza y pena. Además, yo siempre voy en contra de la mayoría de las cosas que se vuelven populares, o como comúnmente dicen: que se vuelven mainstream. Siempre le llevo la contraría a todo, por eso camino para adelante… para llevarle la contraía al culo, así de simple―.
Luego de chequear todo y despedirnos del esposo de mi tía y de mi abuelo, tocaba hacer otra cola más… La tenebrosa y temida entrada a migración y aduanas. Otra cola muchísimo, pero muchísimo más tediosa y cansada que las anteriores, ―les recuerdo que la luz todavía iba y venía―.
Comenzamos la cola para entrar a la zona, fue fácil, simplemente mostrando el pasaporte y los boarding pass nos dejaban pasar, ―hubo mucha gente que, por alguna razón, aunque ya tenían el boarding pass, no los dejaban entrar―. Una vez dentro, la cola se extendía enormemente, líneas y vueltas y vueltas de gente de pie arrastrando sus maletas, cargando a sus hijos, empujando los coches de los bebés y por supuesto, quejándose. Allí pasamos unas tres horas más o menos, quizá más… fue eterno.
Finalmente llegamos a la zona de revisión, donde nos tuvimos que quitar los objetos metálicos, pasar todo y maletas por los rayos-x, ―el procedimiento común―. Seguido de esto, nuevamente otra cola larga hasta llegar a la taquilla. Afortunadamente esta parte fue sencilla, caminar y esperar un poco… ¡Pero! La luz se volvió a ir, esta vez de forma permanente, el caos se encendió como una mecha. Volvieron las quejas, el escándalo, ―fomentado por una pendeja quejándose por el trato de los empleados que, lo único que hacían era tratar de solventar todo de la mejor manera… que mujer tan imbécil―. Aquí las cosas se complicaron, debido a que sin electricidad las máquinas de rayos-x no servían, así que la Guardia Nacional tuvo que ayudar a revisar, maleta por maleta en busca de algún objeto sospechoso, ―en pocas palabras, la tardanza sería aún más eterna―.
Llegamos a la taquilla, ―había un poco de luz generada por alguna pequeña planta de emergencia―. Nuevamente revisaron los documentos, nos hicieron un par de preguntas y como si nada, nos dejaron entrar al otro lado ―al lado oscuro, porque todavía no había luz―. Lo curioso es que a mucha gente la paraban de lleno por algún inconveniente con los pasaportes, ―mi mamá y yo asumimos que quizá era porque sus pasaportes estaban en prórroga de vencimientos o simplemente por ser de los pasaportes rojos, o sea de los viejos, y no de los azules nuevos como los nuestros. Fuimos afortunados, valió la pena pagar esos pasaportes costosos―.
Una vez más, tranquilos y descansando un rato sentados en las butacas de la zona de espera, el hambre nos tocó la puerta, ―era raro que no hubiese pasado antes, estábamos muy cansados―. Mientras mi mamá cuidaba las maletas, fui al baño e investigué los pocos sitios de comida que estaban abiertos y vendiendo algo, solo encontré un puesto de arepas que nos vendieron dos arepas, ―full equipo― con dos botellitas de agua mineral en 10$, ―caro, pero necesario por el hambre―.
Pasaban las horas, estábamos tan obstinados, que ni siquiera quise tomar fotos para documentar algo, la situación era horrible. Hubo luz por algo de tiempo y hasta pude salir corriendo para cargar mi teléfono y avisar nuestra situación, ―pero como siempre, la luz iba y venía―.
Durante largo rato, seguimos igual. Mi mamá compró un par de chucherías para comer matando el tiempo. La mayoría de los pasajeros a Portugal ya estaban en la zona de espera, entonces las autoridades comenzaban a llamar a algunos de ellos para volver a revisar las maletas, ―otro proceso extenso y lento―.
Ya eran casi las 8:00 p.m. cuando nos llamaron para embarcar, fuimos el último vuelo en salir. Nos trasladaron a otra área para agruparnos, ―me sentí literalmente como ganado―. Pero justo antes de comenzar a embarcar, entró una supervisora, ―la misma que conocía a mi abuelo y nos ayudó a entrar más rápido―, y dijo que el vuelo no estaba en condiciones de partir… Todos quedamos con la boca abierta, no había ni fuerzas para quejarse.
Pero, si iniciaban nuevamente otro examen hiper mega ultra exhaustivo del equipaje de cada persona, quizá nos dejaran partir. Así que, por enésima vez, formamos una cola, ―en realidad dos colas, una de hombres y otra de mujeres―, donde uno por uno, los guardias iban revisando cada equipaje, desde el más pequeño hasta el más grande.
Mientras hacía la cola, notaba las caras de desesperación, de cansancio y de resignación, pero yo estaba mil por ciento seguro que ese día volaríamos a Portugal como fuese. Me dio un poco de lástima una pareja de Suecos / Suizos / Ucranianos / Rusos / Polacos, ―no estaba seguro de qué nacionalidad tenían―, que vinieron de vacaciones a Los Roques y de vuelta a su hogar tuvieron que pasar por toda esta mierda… ―me da pena con ellos, jamás querrán volver a Venezuela―.
Durante la examinación, mi mamá pasó primero y me esperó del otro lado, poco a poco fuimos entrando al pasillo que se dirigía a otra zona, ―dónde estábamos esperando antes―. Allí bajamos unas escaleras y finalmente nos montábamos en autobuses del aeropuerto que nos llevarían hacía el avión. Todos nos alegramos cuando vimos ese avión con una pequeña banderita de Portugal.
Uno a uno fuimos subiendo a la nave, nos recibieron los tripulantes de vuelo. Cada quién guardó sus maletas en el equipaje, cada quién tomó asiento, cada quién aguardó el momento… cada quién rezaba, cada quién estaba ansioso a la expectativa. Hasta que los motores de la nave sonaran y el avión despegara, no íbamos a estar tranquilos, ―por cierto, eran como las 10:00 p.m. ―.
Al transcurrir unos segundos, los tripulantes iniciaron el protocolo de seguridad, explicando todas las cosas del avión, ―se lo deben saber―. Y ya con los motores sonando, las explicaciones protocolares dadas, un chamito gritando: «¡AL FIN!», y las risas de fondo por el comentario del niño, el avión despegó al cielo.
Llegando a Portugal
La pesadilla había terminado, salíamos de Venezuela a Portugal. Era interesante analizar de una manera poética y metafórica el rumbo de esta cruzada, como representábamos el infierno con la oscuridad de un apagón en Venezuela y como ascendimos al cielo en el avión, de una manera pasiva y tranquila. Y aunque el cielo donde estábamos era solo de nubes y estrellas, estoy seguro de que todos en el avión nos sentimos en el mismísimo paraíso, pronto llegaríamos al Edén.
El viaje estuvo sumamente cómodo, era la primera vez que hacía un viaje al exterior y tenía una mezcla de sentimientos entre emocionado, asustado y ansioso. Los asientos eran bastante cómodos, tenía una pantalla frente donde podíamos: ver películas, series, escuchar música y ver el recorrido del avión en un mapa. Pero lo más importante para mí, era que tenía una ranura USB para colocar el cable y poder cargar mi teléfono, ―la batería se estaba muriendo poquito a poco―.
Al cabo de un rato, nos sirvieron unas bebidas y yo tomé mi teléfono para leer un rato, tenía pendiente la lectura de una novela de ciencia ficción llamada: Under the Skin por Michel Faber, ―quizá la conozcan por una película del mismo nombre protagonizada por la sexy Scarlett Johansson―.
Estuvo muy interesante el inicio de la novela. También vi un par de animes en mi teléfono y por supuesto dormí todo lo que pude, hasta que un pequeño destello de luz comenzó a brillar por la ventana. Esa será una vista que jamás olvidaré, una fina línea anaranjada que dividía el cielo en dos partes; un horizonte dorado que revelaba las dos caras del cielo, un nocturno y un nuevo amanecer. La luz se extendió hasta abarcar la mayor parte del cielo, fue una luz paciente que cubría todo, hasta convertir el resplandor de una ráfaga anaranjada a un azul celeste, ―por supuesto, tomé unas buenas fotografías―.
Una de las cosas que más me encantó del viaje fue el almuerzo: una exquisita carne fileteada, con croquetas de papas, pan con un taquito de mantequilla, ―esa mantequilla estuvo genial―, una ensalada, quesos con aceitunas ―súper buenísimos―, un fresco, ―creo que fue Chinotto o 7 Up, no lo recuerdo bien―, y para completar, un excelente postre: un mousse de chocolate con café.
Añado que normalmente el vuelo de Venezuela a Portugal tarda unas nueve horas, pero nosotros fuimos a toda potencia, tardamos apenas siete horas en llegar. Mientras tanto, me cansé de leer y coloqué en la pantalla un capítulo de la serie Friends, ―ese cap donde Chandler estaba adentro en una caja enorme―. Poco después sirvieron el desayuno, también bastante bueno; pan con jamón y queso, con café y unas galletas muy sabrosas.
El avión comenzaba a descender, observé por la ventana el mar, unos enormes barcos que se veían muy pequeños. Al rato, se divisó el primer pedazo de tierra, mi primer vistazo de Europa. Luego la costa, más tarde el avión se acercaba a la ciudad, ―no sabía que íbamos a pasar tan cerca, pensé que el aeropuerto estaba más aislado, ya saben, expectativas de venezolano―.
Las primeras cosas destacables que vi de la ciudad desde el avión pasando tan cerca, fue el Cristo Rei de Lisboa, ―algo parecido al Cristo Redentor de Rio de Janeiro―, y también vi un edificio con una gigantografía enorme con publicidad de la última temporada de Game of Thrones, ―aparecía Jon Snow―. Eso me causó gracia, pero a la vez me agradó la cultura publicitaria de Lisboa, ―jamás iba a ver una publicidad de ese estilo en Venezuela―.
Finalmente, el avión pisó tierra con sus ruedas y nos deslizamos hasta la estación, donde después de tanta tortura estaríamos en paz en Portugal. Me sorprendía que la mayoría de los pasajeros del avión harían transbordos a otros sitios; muchos a otros lugares de Portugal, otros a España, Francia e Italia.
Nos montaron en otro bus que nos dirigió a la estructura del aeropuerto, un recorrido muy largo, mucho más extenso que el que hicimos en Venezuela, ―el aeropuerto de Lisboa es enorme, bueno… tampoco es que he conocido muchos aeropuertos en mi vida―.
Al bajar, cada quién se separó para tomar sus rutas, apenas unos pocos nos quedamos en Lisboa y nos dirigimos a una pequeña cola para verificar documentos y recoger nuestro equipaje.
Aquí viene una parte graciosa, mi papá nos había advertido que en migración y aduanas eran bastante estrictos y nos harían preguntas difíciles del porqué de nuestro viaje a Portugal. Durante varios días estuvimos aprendiendo y estudiando las respuestas de: ¿Qué vienen a hacer aquí? ¿Cuándo se marchan? ¿A quién vienen a visitar? Etc, etc, etc, ―incluso teníamos una carta de invitación de mi papá―. Entonces justo en la taquilla para entrar, el nombre nos pidió los pasaportes, se puso a hablar con su compañero de quién sabe qué, se rieron de lo que charlaban, el sujeto colocó el sello en los pasaportes, nos dio los buenos días y eso fue todo… ―creo que el tipo ni siquiera nos vio la cara, fue demasiado rápido, seguramente todo fue gracias a los presuntuosos pasaportes azules―. Cosa que agradezco muchísimo, porque nuevamente a algunas otras personas, si las paraban allí y les hacían las preguntas. Mi mamá y yo respiramos hondo y hasta nos causó gracias saber que no nos preguntaron nada, ―bueno, yo también tengo bastante cara de portugués, así que paso desapercibido―.
Luego nos tocó buscar las maletas en la zona de descarga, estuvimos un buen rato sentados ahí esperando las maletas que nos dijeron que saldrían por esa puerta. Mientras tanto, yo trataba de captar la señal del WiFi del aeropuerto para comunicarme con mi papá, ―porque las líneas telefónicas de Venezuela no funcionan en el exterior―, pero el teléfono no captaba absolutamente nada. Así que le dije a mi mamá que caminaría hasta el final del sitio para ver si lograba captar algo. Para mi sorpresa, justo al final de todo, en la última zona de descargas, estaban nuestras maletas varadas, junto a otras maletas más. Salí corriendo para avisarles a los demás.
Al recoger el equipaje, ―depositándolos en unos carritos del aeropuerto―, nos dirigimos a la salida con la esperanza de encontrar a mi papá por allí. Cuando salimos, mi papá estaba ahí en frente en primera fila, nos grabó con el teléfono y le dio un pequeño ramo de flores a mi mamá, ―seguramente lloraron un poco, pero no lo vi―. Yo apuré mi mamá, porque estábamos en medio de una rampa donde bajaba la gente con sus maletas y carritos. Cuando llegamos al final, mi papá nos dio un fuerte abrazo, creo que todos dijimos lo mismo cuando nos vimos: «Ya estamos aquí… ya llegamos». Después de casi un año sin vernos, ya estábamos en Lisboa con mi papá.
Aquí empezó el choque cultura, el genial choque cultural. Apenas unos minutos en el aeropuerto y ya comenzaba a notar las grandes diferencias: la amabilidad, el orden, lo correcto y el deber ser de las cosas y las personas, ―y no digo que el venezolano no sea amable, son dos tipos de amabilidad distinta―.
Lo primero, una fila correcta, recta, sin ruido y estable para tomar los taxis; me dejó sorprendido el orden de esa fila. Ahí fue un recorrido corto, ―ya que vivimos cerca del aeropuerto―, conocimos un poquito los alrededores en la ciudad, en ese paseíto vi todo el tipo de publicidad genial y creativa que alguna vez si logré ver en Venezuela, pero que ya ahora no la vemos mucho, y por supuesto otras que jamás vería como la de Game of Thrones que ya mencioné, otras como de Capitana Marvel y WestWorld, ―otra serie de HBO que les recomiendo mucho―.
Cuando llegamos al apartamento, vimos el estilo de los edificios: las casas como villas muy bonitas, las escaleras para subir a los parques y caminadoras, etc, etc, etc.
Cambios tontos y radicales que me gustaron mucho, como que puedo tomar agua directamente del lavamanos, porque Lisboa tiene una de las aguas potables más limpias del mundo, ―cosa increíble, porque de pasar a tener agua color tamarindo saliendo del grifo en Maracaibo, a tomar agua potable del tuvo… ¡Eso si es sorprendente!―. Hablando del agua, ―aquí es un poco costosa. Además, que los otros servicios también son pagos como: la electricidad y el gas―; las pocetas ―o inodoros, el WC, el trono o como le quieran decir―, tiene dos botones para surtir agua, un botón para el N 1 ―que tiene menos agua, porque solo es orine―, y otro botón para el N 2, ―que obviamente vierte mucha más agua porque es… mierda―.
Otras cosas como qué aquí hay que clasificar la basura en: papel, plástico, vidrio, etc, etc, etc. Como también que, ―de noche―, los pasillos en los lugares no tienen la luz encendida siempre, sino que tienen un sensor de movimiento para que cuando alguien, ―o algo― pase, el sensor capte el movimiento y la luz se enciende para alumbrar, ―eso me parece ahorrativamente genial―. Puedo sacar mi teléfono en cualquier parte sin el temor que me roben, puedo dejar un bolso en el suelo para tomarme una foto y nadie se lo va a llevar y muchaaas otras cosas similares.
En la calle se respectan absolutamente todas las señales de tránsito. La gente sí camina en la acera, cruza en los rayados y algunas veces no se atraviesan cuando está la luz roja, ―claro, si no hay carros pasando y está la roja, obviamente vas a pasar―. Pero lo más sorprendente es que si vas a cruzar la calle y viene un carro, ¡no tienes que correr por tu vida, porque el auto te sede el paso!
En Venezuela no pasaba eso y les explicaré porqué; creo que todos están al tanto de la inseguridad del país, eso causa que cualquiera ser humano consciente del peligro, ―y con cuatro dedos de frente―, esté atento a cada detalle cuando caminamos, ―por eso en Venezuela no andamos escuchando música o llevando los teléfonos en la calle―. Por ende, desarrollamos ojos en la nuca, pendientes de cualquier actividad extraña o sospechosa con otras personas que tenemos alrededor. Ergo, cuando estamos parados en un semáforo para cruzar la calle, literalmente corremos por nuestra vida. Simplemente porque pensamos en dos opciones: si estoy parado mucho tiempo allí sin hacer nada, me pueden robar, o si no cruzo rápido, me van a atropellar, incluso si está la luz roja para los carros, ―sí, porque en Venezuela, ni el semáforo es respetado―.
Y bueno, hay muchísimas cosas más que contar, pero esta crónica se está extendiendo demasiado, quizá más adelante haga unos videos en mi canal de YouTube para que puedan ver mi vida por aquí; los lugares, las costumbres y los geniales choques culturales.
Les agradezco un motón que se hayan tomado el tiempo de leer las Crónicas de un Viaje Inaudito, que no debió ser así. Hasta la próxima y nos vemos en unas futuras historias oscuras.
Muchas gracias, soy Augusto Andra.