Hebras Tóxicas ✂️

(Escrito por Augusto Andra en el año 2023)

Al mudarse a un nuevo apartamento, Gustavo lidia con el trabajado de remodelarlo completamente. Sin embargo, durante su labor, no solo deberá soportar los celos de su novia Soraya, sino también de extraños cabellos que empiezan a aparecer por todas partes.

ÍNDICE

PARTE I

Tras abrir la puerta de madera, escuchando un leve chirrido en las viejas bisagras, Gustavo y Soraya entraron al nuevo apartamento. Un estudio pequeño, con la pintura de las paredes desgastada, un olor a cucaracha que molestaba al entrar y miles de telarañas en casa esquina del techo.

A Gustavo no le importaba, era justo lo que necesitaba, un cómodo espacio para arreglar. Contaba con una bonita cocina abierta que daba con la sala de estar, un baño para los invitados, una pequeña habitación que funcionaba también como lavandería y su propio cuarto que también contaba con un baño. Compacto, sencillo y agradable.

―Sí, linda. No digas nada, sé que es una pocilga ―comentaba Gustavo―. Ahora que me pagaron tengo tiempo de sobra y puedo dedicarle unas semanas a esto ―dijo rasgando una de las paredes con la uña.

―Huele horrible ―comentó Soraya tapándose la nariz, haciendo caso omiso a lo que había dicho Gustavo.

―Por eso estaba barato, Sore. ―Le reprochó, dirigiéndose a la cocina.

Con un periódico viejo sacudió el polvo en la mesa de trabajo de la cocina.

―Mira, esto te va a gustar. Seguro este departamento perteneció a un chef o algo así, dejó muchos utensilios de esos que te encantan. Solo hay que estelarizarlos ―decía abriendo las gavetas de la cocina.

Soraya se aproximó dando pasos largos para no pisar el sucio en el suelo. Se veía graciosa, su gran altura y sus piernas largas la hacían parecer un compás tratando de caminar en un mapa.

Se apoyó en los hombros de Gustavo con el codo y les echó un ojo a las gavetas. Había de todo, sartenes, cuchillos de todos los tamaños, ollas, paletas de cocinas, embudos y cosas que jamás pensó que podrían acabar en un apartamento viejo.

―Nada mal, Gus. Me convenciste, con eso puedo cocinar. ―Le dio un beso en la mejilla y le revolvió el cabello con la mano.

Ambos eran una pareja dispar. Soraya, una chica alta de piel morena que quiso ser modelo, pero terminó encantándose por el mundo de la cocina. Gustavo, por otro lado, un tipo bajito, pero buenmozo, con una musculatura agradable y con la fuerza suficiente para levantar en brazos a Soraya y llevársela a la cama.

―Aquí cometieron un grave error ―agregó Gustavo, señalando ambas puertas de las habitaciones, las había dejado abiertas―. Si te fijas con atención puedes distinguirlo desde aquí. ―Le indicaba a Soraya.

Ella se inclinó apoyando la barbilla en el hombro derecho de su novio, para estar a la altura de su vista. Entrecerró los ojos, tratando de adivinar lo que pasaba por la mente de Gustavo.

―¿La lavandería es más grande que tu habitación? ―pensó en voz alta, dudándolo.

―Exactamente ―chasqueó los dedos―. Simple error de distribución del arquitecto, todo el edificio debe ser igual. De seguro las tuberías están mal ubicadas, pero no importa, me gusta así. Acomodaré mejor la lavandería y colocaré mis mesas de trabajo ahí, como un pequeño estudio de arquitectura fuera de la oficina ―decía con entusiasmo.

―Bien por ti. ―Le dio un abrazo desde abajo, apretándole la espalda con sus pechos redondos―. Solo te advierto una pequeña cosita, cariño ―sonreía hablándole al oído―. Ni se te ocurra pedirme ayudar para remodelar esto, creo que voy a vomitar, odio el olor a cucaracha. ―Le susurró.

Gustavo puso una mueca de decepción y alzó los hombros. Era evidente quién llevaba los pantalones en la relación, cada decisión de pareja, ―a excepción de comprar el apartamento―, era determinado con el fuerte carácter de la Chef Soraya.

PARTE II

Pasaron las semanas, Gustavo les había pedido ayuda a varios conocidos. Trabajando como arquitecto en un estudio reconocido, había enlazado buenas amistades, sobre todo con algunos obreros de construcción que lo consideraban el joven arquitecto más educado y amable en comparación con los egocéntricos viejos que mandaban por encima de él. Gustavo era así, un buen chico simpático, de esos que le caían bien a todo el mundo, y por supuesto, atractivo para las chicas… lo cual era un problema para los desquiciados celos de Soraya.

El apartamento estaba casi terminado. La pintura relucía y no había ni una pisca de polvo por encima.

Esa misma tarde, Soraya estaba libre y pasaba por ahí para saludar a su novio. Al abrir la puerta, Gustavo le hizo entrar invitándola como si fuera una reina entrando a un palacio nuevo. Ella detallaba cada aspecto del lugar, la calidad de la pintura blanca es las paredes, la pulcritud en la mesa de trabajo en la cocina, principalmente en la limpieza de los utensilios que después usaría para preparar algún almuerzo o cena.

―Solo falta comprar algunos muebles, después me ayudas con eso ―mencionaba Gustavo, abriendo la puerta del cuarto principal.

Al entra Soraya se encontró con una habitación sencilla, una cama matrimonial pegada a la pared, una lámpara de pie muy alta y una pequeñita mesita de noche, donde reposaba un librito de cubierta amarillo pastel.

Los ojos de Soraya parecían un minucioso microscopio, como un detective buscando pistas en cada rincón con su lupa. Pasaba la mano por las paredes, se sentaba en la cama para ver su dureza, entre otras cosas.

―Corrí con la suerte de no tener que contratar a alguien para que revisara el cableado eléctrico, bastaba con pagar y reactivar el servicio de luz ―hablaba Gustavo, explicando las cosas que había hecho, Soraya no le prestaba mucha atención―. El gas y el agua fue lo complicado, tuvimos que reemplazar algunas tuberías externas. Un poco de gasto por aquí y por allá, ya sabes, son necesarios. ―La voz de Gustavo se escuchaba mínima en la cabeza de Soraya.

Ella estaba interesada en otro hallazgo que la perturbaba. En la mesita de noche, vio aquel librito llamativo, la cubierta era corrugada y de un color amarillo pastel, casi en un tono que desde una distancia larga podría parecer blanco. Pero eso no era lo que le molestó a la vista, había algo retorcido y vulgar encima del libro, un cabello largo y negro que trataba de ocultarse encima del nombre del autor.

Con sus dedos cogió el largo pelo y lo levantó para verlo de cerca. Gustavo seguía hablando a sus espaldas, describiendo cada cosa que había hecho en el apartamento y otras cosas más que faltaban por hacer. La mente de Soraya se había transportado a otro escenario, uno que evidentemente le molestaba.

―¿Quién estuvo aquí? ―preguntó ella.

―¿Quién? ―pensó Gustavo, sin percibir el mal humor de su novia―. Vinieron los muchachos: Rafa, Nuno y Elmer. Rafa no sabía pintar muy bien, así que me encargué yo ―explicaba señalando hacía afuera del cuarto.

―¿Qué es esto? ―Levantó la mano enseñando el cabello.

Gustavo entrecerró los ojos, sin distinguir a qué se refería Soraya. Dio unos pasos, acercando su cara a los dedos de su novia, tenía las uñas pintadas de rosa y el cabello sobresalía como un cablecito negro azabache.

―¿Un pelo? ―preguntó sin darle importancia.

―¿De quién es este cabello, Gustavo? ―cuestionó, pronunciando su nombre completo, sin apodos cariñosos.

―¿Qué sé yo? ¿De Nuno? Él tiene el pelo largo, ¿recuerdas? ―Le reprochaba.

―No de este largo ―decía agitando el cabello en su cara―. Tampoco es de tu mamá o de tu hermana, ellas tienen el cabello castaño y este es negro… muy negro ―resopló por la nariz, torciendo los labios y alzando una ceja.

―¿Existirá el día en el que pares tus paranoias de celos, Soraya? Es un puto pelo, pudo entrar por la ventana o se me pegó a la ropa en la calle ―reclamaba alzando la voz.

―Mira, Gustavo Alfredo Palomar ―dijo su nombre completo afincando con dureza cada última sílaba―. Detesto que jueguen con mis cosas. Y yo sé que a ti te gusta salir con tus amiguitos a pavonearte por ahí, quizá no lo notas, pero las chicas te miran mucho… Y te miran más cuando estás conmigo. ―Lo encaró aproximándose a su rostro―. Así que hazme el favor de comportarte, porque si vuelvo a encontrar algo como esto, voy a tomar mi cuchillo de carnicero y te corto los huevos, ¿capisci? ―fulminó, arrojándole el cabello a la cara.

―Puta loca… ―dijo en voz baja―. Yo también me pongo celoso sabes. Cuando estás entrenando en el gimnasio y se te acercan esos tipos ―habló desprovisto de autoridad en su voz.

Con una mirada asesina, Soraya fulminó la conversación. Dejaron de hablarse por varios minutos, esperando que alguno dijera unas palabras de disculpa, pero ambos eran unos tercos orgullosos, una de esas parejas vergonzosas que la gente se aleja en la calle cuando empiezan a discutir y algún ocioso los graba con su teléfono para hacerlos virales en Internet.

PARTE III

A los pocos días, la pareja dispareja volvía a ser feliz, sus discusiones eran parte rutinaria de su “amor”. Y hablando de amor, esa noche finalmente el apartamento estaba listo. Antes de celebrar con sus amigos, Gustavo le había dedicado una noche espectacular a su novia, llevándola a un restaurante caro, ―uno que Soraya tenía muchas ganas de ir―. Y luego con gratas ansias, a desvestirse y hacer el amor como unos animales en su nueva cama.

Al culminar una intensa noche de sudor, deshaciendo las sábanas y moviendo la cama. Soraya se estiró de arriba abajo sonándose los huesos, tratando de despegar a Gustavo de sus pechos morenos. Suspiró de alegría mordiéndose los labios, como adoraba a su noviecito de juguete.

A pesar del amor que se profesaban, la sonrisa de Soraya no duraría mucho esa noche. Al darse la vuelta para acomodar la almohada, sintió una ligera sensación de cosquilleo entre sus dedos. Las luces estaban apagadas, pero Soraya se hacía una idea de qué era; tomó su teléfono e iluminó con la tenue pantalla y… ¡Bingo!

Un largo cabello oscurísimo se arremolinaba entre sus dedos, era grueso y brillante, como ese cabello tierno de las modelos que hacen comerciales de shampoo.

Sin previo aviso, Gustavo recibió un puñetazo en la sien. El golpe fue tan fuerte y directo que lo tumbó de la cama, con un grito desconcertante comenzó a quejarse tocándose la cabeza.

―¿Qué mierda te pasa ahora, Soraya? ―preguntó enojado.

Ella encendió la luz acercándose a él con la mano levantada frente a su rostro. El cabello guindaba de sus dedos como un hilo acusador y travieso.

―¿En qué habíamos quedado? ―preguntó decepcionada, negando con la cabeza.

―Mierda… no, no, no ―Gustavo movía las manos, desesperado.

―Ah, ahora sí lo admites, pedazo de mierda ―deducía Soraya―. ¿A quién te estás cogiendo? ―Y le arrojó el cabello, que solo flotó cayendo suavemente.

―No, Soraya. No es lo que piensas… es que, este lugar… este apartamento no está bien ―balbuceaba intentando ordenar las ideas en su cabeza.

―¿No está bien qué? Se te olvidó que yo venía para acá y te la follaste aquí en vez de en un hotel, ¿es eso? ―Mientras hablaba apretaba los puños, en cualquier momento le soltaría otro golpe.

―Soraya, escúchame… ―trataba de calmarla―. Esto no tiene nada que ver con un engaño, te juro por Dios que jamás te engañaría ―iniciaba una especie de excusa―. No se lo he contado a nadie, porque… bueno, nadie me creería y menos tú. ―Se llevaba las manos a la cara.

Gustavo se sentó en la cama y se limpió las lágrimas que no terminaban de salir de sus ojos.

―Tus lágrimas no me compran, Gustavo. ―Se llevó las manos a la cintura, su rabia se convertía en asco.

―Te amo, pero también te tengo miedo, ¿sabes? ―sollozaba―. Pero últimamente, le he tenido miedo a algo más que a ti desde que me mudé aquí… ¿Es qué nadie lo siente? Este apartamento tiene algo raro, hay algo que me está acosando, Soraya… Ya no sé qué hacer ―cogió su franela del suelo para secarse las lágrimas.

―Me tienes que estar jodiendo, Gus. ―Casi se rió en su cara, pero apretó los labios para que él no viera su mueca―. Está bien, supongamos que te creo, ¿tienes un fantasma que va dejando pelos por todas partes? ―Su tono sarcástico no le hacía gracia a Gustavo.

―Vez que no me crees… ―La miró frunciendo la mirada―. Revisa las bolsas de basura y me creerás. ―Le señaló la cocina.

Soraya chistó, comenzó a vestirse. Gustavo le indicó que abriera la bolsa vieja de basura que estaba oculta detrás de una bolsa llena de botellas viejas de vidrio. En cuanto la abrió, se llevó una mano a la boca. Quizá su novio sí tenía razón.

―¿Qué mierda es eso? ―empujó la bolsa con la mano.

Una maraña inmensa de cabello negro se acumulaba como una gigantesca bola de pelo de gatos; brillante, humedad y extrañamente hermosa.

―No es una peluca, Soraya ―decía Gustavo―. Han aparecido por todas partes, en las esquinas, en el sofá, en el retrete, el lavamos, en la ducha, el fregadero… y donde más salen, es en mi cama ―declaraba con un hilo de preocupación en su voz.

La chica asqueada pateó la bolsa, se le hizo un revoltijo en el estómago, le tenía un intenso asco a los cabellos. No decía ni una palabra, cerró los ojos tapándose la cara con una mano, pensando qué decir.

―Entonces… ¿un fantasma? ―preguntó.

―¿Qué más puede ser? Esto no tiene ningún sentido ―repetía moviéndose de un lado a otro.

Después de un largo suspiro, Soraya dio un golpe a la mesa de la cocina y miró fijamente a su novio.

―Ok, esto es lo que haremos. ―Le señaló con el dedo―. En el restaurante hay un chico que nos contó que en su familia hay santeros. Le puedo pedir una opinión y ver si podemos traer a alguien aquí para que le eche un ojo al apartamento, ¿qué dices? ―planteaba pensando en una posible solución.

―¿Santero? ―dijo nervioso―. No me dan buena espina, ¿esos no son los que echan mal de ojos y esas cosas? Mejor buscamos a un cura o algo parecido ―proponía, amarrando de nuevo la bolsa con el cabello.

―Esto es lo más parecido que te puedo ofrecer. Además, tú ni eres católico, ¿qué le vas a decir al cura cuando te pregunte si estás bautizado? ―razonó en un tono casi de burla.

―Está bien, está bien. Pregúntale a tu amigo ―aceptó sin más remedio.

PARTE IV

Al inicio de la semana, pasada la tarde del lunes. Soraya se quedó hasta el turno nocturno del restaurante, esperando que su compañero llegara para solicitarle la consulta.

Ella se encontraba afuera, en la parte trasera del local, fumando un cigarrillo que se consumía por sí solo debido a la preocupación que la fatigaba.

De repente, su teléfono comenzó a vibrar. Era Gustavo.

―Hola, cariño ―contestó Soraya, cambiando su humor.

―Sora, Sora… tienes que venir ya. ―Le temblaba el habla―. ¿Saliste del restaurante? Ven rápido, por favor. ―Sonaba desesperado.

―¿Qué ocurre, Gus? ―preguntó más como si fuese un regaño―. No he podido hablar con mi amigo, creo que viene retrasado hoy ―dijo, apagando el cigarrillo con la pared.

―Qué más da, llámalo después, qué se yo. Solo ven… las cosas están empeorando ―tartamudeó un poco.

―Ok, Gus. Solo cálmate, ¿sí? ―respondió nuevamente como un regaño―. Le pediré el número del chico a mi jefe y lo llamaremos después. Ya voy para allá ―trancó la llamada―. ¿Qué le pasa? Tanto músculo y es una gallina… ―pensó en voz alta antes de entrar al restaurante.

Media hora después, Soraya subía las escaleras del edificio de seis pisos, el de Gustavo estaba en el quinto. Cuando llegó, percibió que algo no andaba bien. La puerta de su novio no tenía seguro, estaba casi cerrada apenas tocando la cerradura.

―¿Gus? ―preguntó tras abrir la puerta, había un olor raro―. ¿Gustavo? ―Quiso encender la luz, pero no funcionaba.

El bombillo pestañó tres veces y no se encendió. Por consiguiente, Soraya usó la luz de su teléfono para iluminar.

Cuando el foco de luz atravesó el umbral oscuro, desde la cocina hasta la sala de estar, a Soraya casi se le cae el teléfono de las manos.

―¿Pero que mierda es eso…? ―dijo, mirando con incredulidad la pared al lado de la cocina.

La pintura y los cimientos se habían venido abajo, detrás de la cal y el ladrillo, una serie de cableados eléctricos y tuberías se exponían ante la vista. O eso debía de parecer, algo más grueso y enmarañado cubría el agujero dándole un aspecto macabro y de cierta manera, asqueroso.

Soraya se llevó la mano a la boca y aguantó las náuseas, le tenía demasiado asco a los cabellos. Y precisamente esa pared, estaba repleta de miles de hebras de cabellos finos, que se acumulaban unos encima de otros, como una red inmensa de pelos que cubrían y se enredaban en el cableado y las tuberías.

¿Cómo era posible eso? El cabello no crecía de esa manera, pensaba Soraya aturdida. Era como una planta de cabellos vivientes que se extendía hasta quién sabe dónde. Cabello liso, negro y brillante, como si hubiese sido recientemente lavado. ¿Ese era el olor que percibía? Era una aromática fragancia de menta, una mezcla extraña de olores particulares, como si a algo podrido le hubiesen roseado una gran cantidad de aromatizante para cubrir el mal olor.

―¿Soraya? ¿Llegaste? ―preguntó Gustavo desde su habitación.

―¿Gus? ¿Dónde estás? ―Se volteó para mirar a su novio.

Desde la puerta de su habitación se asomó Gustavo a duras penas, sacó la mano indicándole a Soraya que corriera con él. Sin decir palabras entró y Gustavo cerró pasando el pestillo.

―¿Qué demonios le pasó a la pared? ―cuestionó Soraya preocupada.

Gustavo se peinaba el pelo hacia detrás, intentando organizar sus ideas para explicar lo que había pasado.

―La pared se vino abajo cuando traté de clavarle un clavo para un cuadro… Lo viste, ¿verdad? ―Le tembló la mandíbula―. Esa cosa se me pegó en el brazo ―dijo mostrando el antebrazo.

Iluminando con el teléfono, Soraya vio una peculiar herida en el brazo de su novio. Tenía marcas en forma de líneas, como si lo hubiesen amarrado con varios hilos y tuvo que huir zafándose de ellos con mucha violencia.

―Se me había ocurrido quemar el cabello, pero pensé que quizá por ahí también estaban algunas tuberías de gas… Entonces fue cuando agarré la tijera de la cocina y esa cosa me amarró, después se fue la luz y te llamé ―describía tomándose el antebrazo.

―Vámonos de aquí, Gus. ―Soraya le apretó la mano y se dirigieron a la puerta.

En cuanto ella sostuvo la perilla de la puerta, escucharon un rápido sonido del otro lado, como si algo se deslizara por las paredes. De un empujón, una fuerza cerró la puerta con un golpe.

Soraya le soltó la mano a Gustavo y forcejeó la perilla, estaba trabada e inmóvil, no habían escuchado el sonido del pestillo, por lo que deducían que no habían pasado la llave. Soraya no podía moverla, como si ese algo la estuviese sosteniendo del otro lado o más bien, amarrándola.

―Es el fantasma… es el fantasma. ―Gustavo se tapaba la boca con una mano.

―¡Ya cállate! ―gritó Soraya, le molestaba que su novio fuera un llorón―. Voy a llamar a mi amigo para que venga, le diré que es una emergencia, acuéstate en la cama y cálmate, ¿quieres? ―dijo con más enojo.

Su temperamento subía, no tanto por la actitud de Gustavo, sino porque Soraya era una orgullosa, no soportaba perder ante nada y que algo que no entendía del todo la dejase encerrada, la irritaba. Y no solo eso, el solo hecho de pensar que algo le estaba robando la atención de su novio, algo que obviamente deducía que era una especie de fantasma de mujer, ―por esos cabellos hermosamente tenebrosos―, la encolerizaba aún más.

Al cabo de unos minutos, Soraya hizo un par de llamadas y logró comunicarse con aquel chico. Después de explicarle la situación, accedió a ir a ayudarlos, pero se encontraba muy lejos, esa noche había pedido unas horas libres para llegar tarde al restaurante, por lo que tardaría también en arribar al apartamento.

Gustavo se había calmado, estaba dormido en la cama casi en una posición fetal muy patética para un hombre fuerte y de su musculatura. Soraya siempre decía que parecía un niño tonto cuando dormía de esa manera, pero le gustaba, era su niño tonto.

Se acostó al lado de él, lo arropó con la sábana y lo abrazó recostándolo en sus pechos. Le sobaba el cabello y las mejillas, limpiándole el sudor.

Luego de varios pestañeos, Soraya sentía que se iba quedando dormida. Se separó de Gustavo, dándose unas palmadas en la cara para despertar, necesitaba estar pendiente de su teléfono cuando su amigo llegara. Vio como la mano de su novio buscó la suya, le pareció un lindo gesto y se inclinó para darle un beso en los labios.

Un leve y sonoro rose en los labios, se convirtió en una extensa y húmeda caricia, dónde hubo lenguas y fluidos moviéndose. De repente, Soraya sintió algo extraño en su boca, una sensación que le desagradaba, como un sucio moviéndose e interrumpiendo el cariño entre ambos.

Cuando despegó la boca de Gustavo. Lo que pensó que era un hilo espeso de saliva, no eran más que hebras de ese cabello negro, que conectaban sus bocas.

Casi se moría del asco. Al echarse hacia detrás, casi se cae de la cama, con los dedos extrajo los hilos de cabello de su boca, unos pelos larguísimos y negros, que brillaban con el reflejo de la luz que entraba por la ventana.

La sensación de arcadas le subía por la tráquea, estaba asqueada y fue corriendo al baño del cuarto a vomitar en el retrete. La comida que devolvió iba acompañada de otros varios retazos de cabello, ¿Cómo habían llegado ahí? ¿Acaso estaban en la boca de Gustavo?

―Gustavo… ―pronunció Soraya, todavía con la sensación de nauseas en la garganta.

Se escuchaba un sonido en la habitación, un quejido, o más bien… un gemido, uno que ella conocía y gustaba.

Al asomarse por la puerta del baño, vio la silueta de una mujer encima de la cama. Una voluptuosa chica que arremetía a Gustavo, con la sensual fuerza de un sexo intenso, igual al que tenían ellos.

―Oh, Soraya, amor ―decía Gustavo con los ojos cerrados.

Abalanzándose con cautela, se escabuchó con sigilo detrás de ellos, no sin antes tomar la pesada lámpara de pie que Gustavo había puesto al salir del baño.

Soraya no se había percatado de un detalle perturbador, la mujer que estaba gozando encima de su novio, tenía una figura familiar, una forma casi calcada a la de ella misma. Pero sin pensarlo dos veces, arremetió contra la chica desde la espalda.

―¡Maldita, perra! ―gritó, agitando la lámpara con ambas manos.

La fuerza de la abatida hizo un sonido rápido moviendo el aire. La punta de la lámpara impactó de lleno en la nuca de la chica, pese a eso, no hubo ni un grito de dolor ni queja.

Las nubes en el cielo, habían tapado la entrada de luz de la luna hacia la habitación, la penumbra era más absoluta y Soraya no distinguía en la oscuridad a qué le había dado exactamente.

Desde su perspectiva, sintió como la había golpeado, pero al jalar la lámpara estaba atascada, amarrada por la cabellera larga y lisa de esa misteriosa mujer.

Cuando las nubes pasaron y un tenue rayo de luz se coló a la habitación, lo que vio Soraya le hizo soltar la lámpara.

Si bien, eso frente a sus ojos tenía forma de mujer, no se acercaba ni un poco a un ser humano. Un enorme cúmulo de cabellos en movimiento se había formado de tal manera, que su forma asemejaba perfectamente a la de una mujer, ―y no cualquier mujer―. A esa distancia, con una luz más plena, Soraya captaba que esa forma era la de ella. Un horripilante espejo de pelos frente a ella, un doppelgänger hecho de lo que más le daba asco en su vida… hebras de pelo.

La lámpara se había quedado trabada entre el cuello y la cabeza de la chica, su cabellera crecía amarrando más el tubo metálico presionándolo con fuerza.

A esas alturas la chica había dejado de moverse en su sensual coito con Gustavo y fue a ahí cuando él abrió los ojos, encontrándose con aquella cosa extraña en la que tenía introducido su miembro.

Un desesperante grito de pavor casi le rompe las cuerdas vocales a Gustavo. Se arrastró hacía detrás con sus manos, tratando de librarse de la chica. Las piernas de ella se deshacían convirtiéndose en tentaculados cabellos que lo amarraban a la cama.

―¡No! ¡Suéltame! ―gritaba desesperado, arrancándose cabellos del cuerpo.

Soraya estaba estática, no sabía qué podía hacer. Miraba alrededor buscando otro objeto que usar para defenderse, pero no había nada útil.

Otras hebras salían desde debajo del colchón, sosteniendo a Gustavo desde las muñecas, lo apretaban con tanta fuerza que los hilos de cabello fino lo cortaban. De repente, en su desespero se dio cuenta que en su entrepierna también sentía un intenso dolor, tal vez no distinguía del todo lo que pasaba por la poca luz, pero un charco de sangre se acumulaba entre el vello y la cama.

De un salto, Soraya se paró encima de la cama y sostuvo el tubo de la lámpara con todas sus fuerzas. Seguía pegado en la nuca de la chica. Haciendo uso de una adrenalina acelerada por el temor, Soraya apretó las manos y con sus brazos alzó la lámpara junto a la chica, que pesaba menos de lo que creía.

El peso se lo llevaba Gustavo, que seguía pegado a ella desde su entrepierna.

Soraya agitó nuevamente la lámpara, estrellando la cabeza de la chica contra la pared. Un golpe certero que detuvo los movimientos de los cabellos en la cama. Luego otro golpe y otro más. Soraya estaba cegada por la ira y no paraba de golpear la pared una y otra vez, deshaciendo la forma de mujer, dejando a penas el torso como lianas guindando de una rama.

El cuerpo se deshizo y cayó encima de Gustavo, este se la quitó de encima, arrancándose los retazos de hebras que seguían amarrados a él. Soraya cayó sentada en la cama, cansada y acelerada, le temblaba el corazón.

La luz de la luna iluminaba con más resplandor, se vieron a los ojos unos segundos, cuando de repente, escucharon un sonido en la pared. Ambos retrocedieron antes de que ―al igual que afuera al lado de la cocina―, la pared, junto a los ladrillos y la pintura, les cayera encima.

Aun herido, Gustavo no pudo salir de la cama, le dolían sus partes íntimas, las piernas y las manos. Soraya se posicionó al borde de la cama. El polvo de los escombros apenas se disipaba, mostrando lo que había dentro de la pared.

Nuevamente las arcadas subieron por la tráquea de Soraya, se llevó las manos a la boca aguantando las náuseas. Detrás de la pared, no solo había cabellos por doquier; una figura desgastada, corroída, podrida y desnutrida se ocultaba amarrada por las hebras, formando una cruz.

Era evidente una mujer, ―a pesar de parecer una especie de momia―, se notaba por la figura con curvas y los senos caídos. Su rostro era inexistente, a esas alturas se le había caído o desgastado. La calavera de su cráneo mostraba un punto blanco en la oscuridad entre su cuerpo podrido y la inmensa maraña de cabellos.

Él es mío ―escucharon una horripilante voz, proveniente del cadáver.

El cráneo levantó suavemente la cabeza, abriendo la boca. Soraya se espantó, a pesar de que esa cosa no tenía un verdadero rostro, percibía como una sonrisa se dibujaba en su cara.

Desde la pared, al igual que unos látigos furtivos, ramas de cabellos salieron disparados amarrando nuevamente a Gustavo. El pobre gritaba en su desespero y solo se lastimaban en su intento de desatarse.

Su novia saltó de vuelta a la cama, abrazándolo desde la espalda. Jalaba con fuerza, impulsándose hacia detrás, incluso si fuera a caerse.

―¡No me sueltes, Soraya! ―seguía gritando―. ¡Me quiere matar, me quiere matar! ―vociferaba como un frenético.

Los intentos de Soraya eran inútiles ante la monstruosa fuerza de aquellos cabellos malditos. Poco a poco, Gustavo se acercaba a la pared tocando el cadáver con su cuerpo desnudo y herido.

―¡¿Por qué lo quieres?! ―cuestionaba Soraya―. ¿Qué te hizo? ¿Por qué él? ―preguntaba jalando y jalando.

Una diminuta risita surgió de la boca del cadáver y detuvo la obstinación. Las ramas de cabellos se contuvieron, pero siguieron tensadas.

Él se acostó conmigo ―dijo el cadáver―. El día que llegó y puso su cama, aparecí ante él y no se resistió a mi presencia fantasmal ―pronunció la mujer.

Una punzada en el corazón le hizo soltar a Gustavo. Soraya cayó de bruces sobre su trasero al borde de la cama.

―Eres un maldito infiel ―enunció, con el mal sabor de la decepción en su boca.

―No, no… te lo juro, eso no fue lo que pasó ―tartamudeaba en su excusa―. Ella no se veía así, pensaba que eras tú, Sore ―agitaba la mano en un obvio intento inútil de alcanzar a Soraya―. Por favor, amor. ¡Créeme! ―gritaba con un torrente de lágrimas en los ojos.

Una cascada de cabellos terminó por cubrirlo como un capullo de oruga. Al cadáver de mujer le costó moverse, abrazó el capullo de cabellos aplastándolo hacia ella. Y al igual que una cucaracha huyendo, el espectro se escabulló entre los bordes y pasadizos dentro de las paredes, llevándose también su red de marañas de cabellos. Dejando un hueco en la pared, una cama ensangrentada y una chica celosa, iracunda y decepcionada, como principal sospechosa de un evidente homicidio.

FIN

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