Blanco Carmesí I: La Maldición del Zambara 🐗⚔️

(Escrito por Augusto Andra en el año 2023)

En una noche oscura en el bosque azul de Alurdan, el experto cazador Ion Ohm se topa con una enorme y extraña bestia, parecida a un jabalí blanco. El encuentro con el monstro no solo será un reto para su caza, también desvelará un poderoso secreto maldito.

(La primera historia de la saga: Blanco Carmesí)

ÍNDICE

PARTE I

En la perpetua noche del bosque azul al sur de Alurdan, el viento había abandonado su curso, la brisa no resoplaba, las corrientes no cantaban el sonar del viento contra las ramas de hojas azules, el sonido era perene, solo, innuendo.

La ausencia del viento estacionaba a las nubes en el firmamento, cubriendo el cielo nocturno con monstruosos nubarrones de formas extrañas. Apenas y un rayo de luz de luna atravesaba las nubes como si de un milagro se tratase, iluminando tenuemente el bosque azulado.

Entre las ramas y los arbustos, un hombre robusto de piel terracota y cabellera blanquecina, se ocultaba mimetizándose entre las plantas, aguantando la respiración. Ion Omh era un experto cazador, su mayor libertad y destreza era la caza, le divertía, pero se lo tomaba enserio; llevar la comida a casa y alimentar a su mujer y a su hija era el deber del hombre, un plato en la mesa era su responsabilidad.

Ion conocía sus debilidades y fortalezas, su misteriosa apariencia y resaltante cabellera larga y blanca era un impedimento a la hora de cazar, ―se dejaba el cabello largo, porque a su mujer le gustaba―. Sin embargo, algo como una tela blanca moviéndose en el bosque era blanco fácil para otros animales y alertaba a los que él cazaba. Por eso, su esposa le había hecho un particular sombrero, fabricado con las mismas hojas azules del bosque, donde con varios ligamentos, se enmarañaba el cabello ocultándolo dentro de la cachucha.

Por fortuna su oscura piel, le facilitaba la inmersión en el camuflaje, ocultándolo en las sombras como una pantera caminando en el sendero de la oscuridad, abriendo sus ojos amarillos al apuntar su presa.

Los ojos de Ion eran especiales, ―también los de su familia―, unos decían que tenía ojos de águila, otros aseguraban que parecían más lo de un jaguar, y algunos bromeaban al decir que parecían más bien los de un cocodrilo, porque nunca lo habían visto sacar ni una lágrima. Lo cierto era que, ―al igual que esos animales―, los ambarinos ojos de Ion resaltaban su visión más allá de una persona común; siendo un hábil cazador, Ion había desarrollado y entrado sus ojos en pro de la caza. Podía ver más allá de lo evidente, sentía los movimientos del aire, ―y por más raro que suene―, podía de alguna manera rastrear los sonidos con la vista. Cuando abría sus ojos de par en par, en medio de la oscuridad, brillaban como dos focos nocturnos de fuego amarillento detectando su presa, y si ese animal le devolvía la vista, un paralizante temor lo detenía, como si una misteriosa magia en los ojos de Ion le ordenaran detenerse.

Cuando volvió la brisa esa noche Ion la percibió extraña; sentía con la vista como los animales respiraban con temor, algo raro pasaba en el bosque azul. Decidió guardar unos minutos más, esperando alguna presa, ―tenían comida en casa―, solo quería cazar esa noche como entrenamiento, además de asegurarse en llevar algo para las reservas cuando el invierno se acercase.

De repente, sintió un escalofrío que le entró por los ojos. Apretó la mandíbula y los puños, algo enorme se acercaba bajando la ladera de la montaña, algo rápido y fuerte. No era un carromato o una caravana de caballería como las que solían pasar de vez en cuando para atravesar el pueblo cercano. Era algo enorme que corría en cuatro patas.

Ion tomó aire y aguantó aún más la respiración, relajó los músculos desapareciendo su presencia. Aquella cosa irrumpió el bosque, rompiendo ramas, doblando árboles y deformando el terreno. La bestia era pesada.

Un enorme bulto blanco corrió tumbando un grueso árbol con su hocico acolmillado, mordió la robusta madera con sus fauces y la masticó como si fuera un aperitivo suave.

El cazador, ―en sus treinta y tantos años―, jamás había visto un animal como ese, y mucho menos en ese bosque. A plena vista, lucía como un enorme jabalí albino, casi del tamaño de un elefante, tenía una enorme joroba llena de granos y cicatrices de batalla. Los colmillos de su mandíbula eran más gruesos y sobresalientes que los de un jabalín grande común, las puntas afiladas de sus colmillos estaban tintadas de rojo, notando una inquietante señal de que era peligroso y que matar no era un impedimento para la bestia.

Sus patas eran gruesas y pesadas, también estaban cubiertas de heridas sanadas, casi igual al resto de su enorme cuerpo; de seguro su piel era gruesa y blindada, como las de los rinocerontes que había visto Ion antes de vivir en el bosque azul.

Desde su distancia, Ion no podía verle directo al rostro, el monstro estaba casi de espaldas. Había llegado a la conclusión de que esa mítica bestia sería su mejor trofeo hasta ahora, además de que su familia se daría un banquete y las sobras abundarían hasta invierno. Estaba emocionado, hacía mucho tiempo que un verdadero reto no se cruzaba en su camino, desde aquella vez que un león extraviado llegó a parar a las cercanías del bosque.

En esta ocasión el sigilo no se contemplaba en sus planes. Quería mirar a la bestia a los ojos y paralizarlo con su imponente mirada para atravesarlo con su lanza.

Detallando su cuerpo herido y curado, Ion deducía que las capas gruesas de la piel eran demasiado duras para que pudiese clavar su lanza, por lo que la única oportunidad que tenía de matarlo sería clavándole la punta en los ojos o en la boca.

Cuando Ion pensó en esa posibilidad, escuchó los estruendosos crujidos que la bestia hacia con su boca al masticar la vigorosa madera. La posibilidad de atacar su interior estaba descartada, al primer intento el jabalí rompería su lanza, dejándolo indefenso.

Entonces lo decidió, un ataque certero a sus ojos sería la solución más adecuada, un único ataque que lo decidía todo.

Soltando la respiración, Ion emitió un distintivo y agudo silbido que penetraba los oídos del jabalí. Un pitido tan agudo y extraño como el de una flauta hecha de metal, una técnica de cacería que Ion usaba para confundir a los animales y luego asustarlos con la mirada.

Pero en el momento que el jabalí se dio la vuelta e Ion vio la mirada monstruosa del enemigo, sintió que un escalofrío le tambaleaba las piernas.

El monstruo que le devolvió la mirada carecía de vista, no existía manera de que los mágicos ojos de Ion pudieran paralizar a la bestia. Entonces Ion sintió temor.

El jabalí sabía que el enemigo estaba frente a él, lo sentía, lo olía y escuchaba; y apretando los dientes con un chirrido ensordecedor, se lanzó al ataque.

A pesar de recorrerle un escalofrío por la médula, el miedo de Ion lo emocionó, sentía como el torrente sanguíneo corría como una cascada enfurecida dentro de sus venas. El truco de sus ojos no funcionaría, era una batalla de hombres, fuerza animal contra fuerza humana, y estaba decidido a ganarla.

Botó el aire suavemente por su boca, se puso en posición; la pierna derecha firme cual un pilar como punto de apoyo, la izquierda extensa hacia adelante para el equilibrio. El brazo izquierdo hacia adelante apuntando al monstruo como la mira de una ballesta; el brazo derecho apretando la lanza hacia atrás con la vara pasando a la altura de sus ojos. La mirada fija sin pestañar, con sus pupilas dilatadas concentrándose en un solo punto.

El sonido de las enormes pisadas del jabalí retumbaba como tambores de guerra, estaba a pocos metros de él.

Los músculos de Ion apretujándose con fuerza, sonaban como un arco tensando su cuerda antes de disparar. Se le brotaron las venas y apretó los dientes antes de gritar asustando al jabalí.

Al mover el brazo derecho, la lanza salió disparada con una fuerza barbárica descomunal, como si el proyectil hubiese sido lanzado por esas enormes ballestas de guerra de los castillos, usadas para matar wyverns y dragones.

Y con una destreza certera, la lanza atravesó el ojo izquierdo del jabalí, clavándose casi hasta la mitad.

El golpe le hizo resbalar, la enorme bestia cayó impulsándose con un último intento de dañar a su adversario, la torpe caída solo le dio ventaja a Ion. El bárbaro saltó sobre el jabalí, apoyándose en el hocico para mover la lanza clavada de un lado a otro. Los gritos del enorme animal chillaron con un dolor inmenso, disminuyendo poco a poco, en tanto la sangre emanaba de su ojo como una pequeña cascada carmesí.

Con ambas manos Ion sostuvo la lanza, apoyando el pie en el rostro del monstruo, jaló el arma sacándosela del cráneo; otro torrente de sangre le bañó las piernas al cazador.

―Descansa en paz, valeroso monstruo del bosque. Tu carne será bendecida para nutrir y tu piel tejida para proteger a mi familia ―dedicó Ion, golpeando el suelo con la vara de la lanza.

Había sido suficiente caza por esa noche, un solo encontró rápido y certero. El encuentro había consumido toda su estamina en un solo ataque, incluso Ion pensó en ese momento de gloria que quizá algún día, ―antes de convertirse en anciano―, tendría la dicha de enfrentarse a un dragón.

Caminó unos pasos y descansó recostándose en la barriga del jabalí, sacó su cantimplora bebiendo la mitad del agua del saco, estaba sediento y sudado. Se limpiaba el sudor de la frente, secándose con las vendas de tela que cubrían sus antebrazos.

Por alguna razón seguía sudando mucho, era extraño, no era una noche calurosa, ―tampoco muy fría para no sudar―, pero sentía un calor enorme a su alrededor, sofocante y extrañamente frío a la vez.

De repente, Ion vio como su aliento se congelaba, como si fuera una fría noche de invierno. Las manos las sintió ásperas y la nariz húmeda. A su espalda un calor intenso se manifestaba, sus ojos advertían un peligro, una presencia. Algo más peligroso que el jabalí lo estaba viendo y era justo en ese momento donde estaba más cerca de él, pero, ¿dónde?

Un incandescente calor le abordó la espalda, el instinto empujó su cuerpo. Ion se arrojó rodando por el suelo, para luego darse vuelta y apuntar con la punta de la lanza.

Desde el cuerpo del jabalí emanaron flamas celestes y amarillentas, un fantasmal fuego que irradiaba calor en el cuerpo del difunto jabalí y al mismo tiempo un intenso frío a su alrededor.

El cadáver no se quemaba, las llamaradas cubrían la carne como una capa protectora, que iluminaba la noche.

El cazador se quedó inmóvil, atento a cualquier movimiento que le indicara el momento de atacar o huir, ―un sabio hombre conoce en qué circunstancias no podría ganar una pelea―.

Las flamas formaban diferentes formas, por un instante Ion creyó ver rostros de personas, caras angustiadas llenas de dolor y remordimientos.

Para Ion, era evidente que esas extrañas llamas eran obra de magia y hechicería, los guerreros barbáricos de su tipo no eran muy adeptos a acercarse a los misterios y poderes de la magia de ningún tipo, de hecho, algunos de ellos le temían. En el caso de Ion, más que temerle la respetaba, temer era un sentimiento que pocas veces había experimentado e Ion no sabría que esa noche sería una excepción.

―¿Quién obra esta magia? ―gritó a las anchas del bosque.

No hubo respuesta en lengua humana, el viento sopló entre las ramas produciendo sonidos cortantes y las llamas avivaron su ardor, cantando el choque de sus flamas en respuesta del guerrero.

―Has osado matar a un dios ―dijo una voz gruesa, opacando el sonido de las llamas.

Ion frunció el ceño, apretó las manos en la vara de su lanza, sin dejar de ver las llamas que hablaban.

―No existen más dioses que la Madre Oah y el Padre Ohk ―respondió el bárbaro sin temor en su lengua.

El fuego se elevó con furia. Las llamas daban forma a las palabras de aquella voz. De entre el fuego surgió el torso de un hombre.

―Oah y Okh no dominan estos páramos ―contestó la figura de hombre a Ion.

El cazador no despegaba la vista de la presencia en las llamas, detallaba a ese misterioso hombre que se creía un dios. Era corpulento, casi igual a él, de piel oscura y quemada, el torso vestía con ropa de telas gruesas, decoradas con adornos de madera en forma cilíndrica de colores azules y amarillos. No podía ver su rostro, el hombre ocultaba su mirada en una máscara enorme de madera, tallada con un horripilante rostro maligno, como aquellas criaturas demoníacas en las historias que contaban quienes venían de las tierras de Ashfalti. Sin embargo, Ion sabía que ese hombre no era de Ashfalti, su vestimenta no correspondía, también llevaba un largo penacho en la cabeza, con enormes y largas plumas de color amarillo y azul, propias del pueblo Meriaoh o de los Inkatos.

―El camino del viento guiaba mis pasos desde las montañas de Otana. Comí bosques enteros buscando la madera dulce del bosque azul, buscando la forma para caminar de nuevo entre los hombres… buscando la cura para ver de nuevo… ―amainó su habla―. Y tú… un simple hombre con una lanza de madera, me hirió de muerte ―señaló a Ion con ira.

―Un simple hombre que busca la comida y el sustento para los suyos ―respondió Ion con autoritaria voz―. La carne de un animal fuerte para alimentará mis retoños y una piel gruesa que les dará cobijo. Una noble muerte para un animal ―resaltaba Ion, tocándose el pecho―. Mas no sabía que el animal era un hechicero con delirios de grandeza. ―Le respondió con osadía.

―Un animal… ―habló el espíritu―. La maldición de los Zambara es cruel, quita la virtud de un hombre y lo obliga a convertirse en una bestia… en un animal ―dijo hablando para sí mismo, mirando el cuerpo encendido del jabalí.

―La magia es antinatura, no es propia del hombre, pero también he escuchado que es justa. No soy nadie para juzgarte, pero si estás maldito es porque has obrado mal, asumiendo la posición de un dios que no existe. Eso te convierte en un animal ―correspondió Ion sin temor alguno.

―Te enseñaré lo que se siente ser un animal ―osó responder el sujeto enmascarado, la flama y las llamas ardieron el doble―. Que la luna sea testigo de mis palabras hacia ti, temerario hombre del bosque azul ―vociferó.

El suelo tembló, grietas reptantes se dibujaron en el suelo en dirección de Ion. Al intentar moverse, una fuerza sobrenatural lo sostuvo de los pies, como si unas manos fantasmales lo retuvieran.

Desde las grietas, una luz amarillenta surgía cual polvo de cenizas. Ion supuso lo peor, había caído en un embrujo que lo mataría envuelto en llamas.

―¡Te maldigo! ―gritó el hombre entre las llamas―. En nombre de los Zambaras, proclamo que, desde este oscuro encuentro, cuando la luz de la luna ilumine la noche… Tú serás la bestia y yo seré el hombre ―promulgó desgarrando su voz.

Las llamaradas fantasmales surgieron del suelo cubriendo el cuerpo de Ion. El fuego no le quemaba, no le dolía en la piel, sino dentro de su sangre, de sus huesos, de su espíritu. Ion no se consumía, ni se desboronaba como la madera en una hoguera, más bien lo cambiaba y reducía.

El valeroso bárbaro intentaba ver sus manos, pero el torrente de fuego era tanto que ni su propia vista era capaz de distinguir las manos frente a su rostro.

Incluso su aguda y especial vista, no le daba abasto para distinguir más allá de las llamas. A pesar del extraño dolor interno, Ion sentía que su cuerpo cambiaba, se encorvaba, se arrastraba y rugía.

Cuando las flamas de las llamas disminuían su fervor, tirando en el suelo y casi a punto de desmayarse, vio al hombre que lo maldijo caminando hacia él.

Era un hombre de piel oscura, corpulento, con un caminar fuerte y firme, que daba miedo al acercarse. Llevaba su máscara demoníaca, mirando a Ion con unos extraños ojos rencorosos, que de cierta manera también expresaban gratitud.

Ion no sabía cómo moverse, su cuerpo era distinto, ya no era más un hombre… no sabía que era.

PARTE II

Cuando Ion despertó, lo acompañó un grito de dolor ahogado. Se arrastró de rodillas y vomitó un cúmulo de sangre con pedazos de carne y huesos triturados, tenía un sabor salvaje en la boca y una sed insaciable.

―Agua… ―dijo a duras penas.

Cuando alzó la mirada, vio que estaba dentro de una casa de piedra, como las del pueblo cercano a su casa en el bosque azul.

Estaba casi desnudo, apenas y llevaba el taparrabos que cubría su intimidad. No tenía su sombrero, ni su lanza, le temblaban las manos y la quijada.

Al levantarse se dirigió a la cocina, allí vio un profundo cuenco de arcilla blanca, metió otro pequeño cuenco de madera que encontró, bebiendo el agua fría que guardaban allí.

¿Estaba realmente en el pueblo? ¿Quiénes vivían en esa casa?

No escuchaba nada, seguía desorientado, la vista se le nublaba de vez en cuando. Estaba indefenso.

Luego de beber el agua suficiente e hidratar sus secos labios, caminó por la casa de paredes beiges, era evidente que estaba en el pueblo. Los Piefros eran conocidos por construir casas de piedra caliza para conservar mejor el frío en el caluroso verano.

Caminando torpemente, atravesó el umbral de una puerta. Era de día y la luz de una ventana alta iluminaba el vestíbulo central de la casa.

A Ion se le hizo un nudo en la garganta, había señales de agresión, los muebles desgarrados, las sillas y la mesa destrozadas. Pero lo que más le impresionó fue un gigantesco charco de sangre que mojaba la alfombra, un machón que comenzaba a secarse.

El susto le hizo retroceder, se sostuvo del marco de la puerta y su aguda vista, ―ahora mejor que antes―, percibió unas manchas en sus dedos. Al mirarse las palmas de las manos, vio oscuras manchas secas de una batalla, sangre que solo pudo haber hecho con sus propias manos, sangre que no era la suya.

Con la intriga y confusión en sus pensamientos, Ion abrió la puerta de un golpe saliendo de la casa. Un sol de medio día le cubrió la piel y entonces vio como el resto de su cuerpo también tenía sangre seca chispeada entre sus pliegues musculares de bárbaro.

Se frotó la piel tratando de borrar los rastros de sangre.

―¡Ahí está! ―gritó una voz a su espalda.

Un turbio y agudo sonido que rompía el viento, le sorprendió desde atrás. Ion fue lo suficientemente rápido para girar y esquivar la lanza que le arremetía, le rozó el hombro lastimándolo con la fricción de la madera.

―¡No vas a escapar, bastardo! ―anunció otra voz.

La ambarina vista de Ion divisaba a sus cazadores, era casi una docena de hombres, armados con lanzas y arcos. El corazón le palpitaba de angustia, él los conocía, de vez en cuando se topaba con ellos en el mercado del pueblo o cazando en el bosque azul.

Sus rostros no estaban para nada contentos. Veía en sus iracundas miradas, que esa cacería no era una cruzada para sobrevivir y abastecerse de comida, era una caza de venganza, de odio, de desesperación acumulada acompañada de miedo. Ellos iban a matarlo.

Dos hombres tensaron sus arcos, otros tres se acercaban lentamente sosteniendo sus lanzas.

Observando el panorama, Ion identificó de inmediato en qué parte del pueblo se encontraba, a solo unos minutos del mercado, y a otros pocos minutos más de la salida sur. Si corría lo suficiente, esquivando y huyendo de los pueblerinos, con suerte podría llegar a resguardarse en su casa en el bosque sin que lo persiguieran. El problema era que todos lo conocían, sabían dónde quedaba su cabaña. Ion no tenía certeza de qué había ocurrido, necesitaba ir a su hogar y confrontar el problema, resguardar a su familia y si era lamentablemente necesario, tendría que matar a esos hombres y escapar con su familia a otro pueblo u a otro bosque.

Otro sonido veloz atravesó el viento, la flecha iba directo a la cabeza de Ion. Moviéndose a un lado, el proyectil le rozó el cuello, la sangre que chispeó dio paso a su huida.

Encorvando su cuerpo, Ion pisó con fuerza iniciando el trote. El sujeto más cercano a él lo envistió con la lanza, pero fue un intento inútil ante la habilidad de Ion. Con sus manos sostuvo la vara de madera jalándola hacía él, el peso del hombre los empujó hacia detrás e Ion aprovechó el movimiento para despojar el hombre del arma y patearlo.

Siguió corriendo. Usando la lanza como soporte, la clavó en el suelo, impulsándose en un salto tan alto que trepó por los techos de las casas.

El sol era intenso y quemaba, formando un pequeño espejismo vidrioso en los techos que le daba una sensación de mucha más lejanía a Ion.

Antes de comenzar a correr de nuevo, recibió un flechazo en la espalda. El golpe casi lo tumba, se arrastró malherido y recuperó la fuerza para seguir corriendo.

Otras flechas iban cayendo en tanto huía desesperado. Los demás hombres lo seguían por los callejones del pueblo, por fortuna para él, la mayoría de las casas se construía pegadas unas a las otras, formando un largo sendero en el techo hasta el mercado.

―¡No vas a escapar, maldito traicionero! ―gritaba el sujeto que le disparaba desde el techo.

Otras flechas silbaron cerca de él, algunas le rozaban la piel, hasta que otra se clavó con profundidad en su espalda baja. El dolor fue tan intenso que le hizo caer al borde del techo.

―Dame fuerzas, Padre Ohk… ―clamaba a los dioses.

Se dejó caer del techo en un telar de una tienda alfombras. Con sus últimas fuerzas, Ion se levantó apretando los dientes y aguantando el dolor.

Los hombres no tardarían en llegar desde el otro lado, se sabía las callejuelas del pueblo de memoria. Entrarían por el callejón al lado de la tienda de vinos.

Pensando con una astuta y competente desesperación, Ion corrió hacia la tienda de vinos. Con sus poderosos pies, comenzó a patear la barricada de los barriles hasta romperla. Una avalancha de barriles se desplomó en el callejón impidiendo el paso.

Antes de volver a correr, Ion metió las manos en un barril bebiendo un vino caliente y espumoso que le devolvió algo de fuerza. Luego de un grito de satisfacción y barbarie, salió corriendo del pueblo hasta adentrarse en el bosque.

 

Acercándose cada vez más a su hogar, un pálpito horrendo le abordaba el pecho. Durante el camino veía signos de agresión en el bosque: ramas enormes caídas, piedras rotas y unas extrañas agujas de metal enormes clavadas por todas partes, ¿qué había ocurrido?

Cuando vio su cabaña se echó en el piso, la entrada estaba destrozada, sus gallinas muertas y el establo vacío y roto.

―¡Eldria, amor! ―gritó el nombre de su esposa, entretanto se arrastraba a la casa―. ¡Eah, pequeña! ―llamaba a su hija.

A pocos pasos, se posó descansando su cuerpo herido sobre el marco de la entrada. En ese instante de miedo incalculable, Ion no quiso tener el don de la vista extraordinaria… aquello que veían sus ojos, era la pesadilla más aterradora que jamás podría haber podido imaginar en sus peores momentos de desesperación.

―No… ―susurró―. Mi pequeña… mi Eah… ―Los ojos se le llenaban de lágrimas―. Mi amada Eldria… la luz de mi alma… ―arrugaba el rostro en un inútil intento de contener el llanto.

Pero no existe fuerza en este mundo que pueda contener el dolor de un hombre que pierde a su familia. El llanto emanó como una corriente de sufrimiento.

Al mirarse las manos ensangrentadas, Ion no aceptaba la realidad, en lo más profundo de su ser, sabía lo que había ocurrido. La catástrofe bestial que había cazado a su familia… ni siquiera sus lágrimas eran capaces de borrar las manchas de sangre de su piel terracota.

―Esto es culpa de ese hombre… ―remembraba al espíritu de las llamas―. El Zambara… ―recordó ese hombre.

La humedad en sus ojos comenzaba a secarse, ya había llorado suficiente. En su vida había sufrido tantas heridas en cacería que en algún momento, se sintió el hombre más fuerte del mundo y nunca imaginó que el dolor más insoportable de todos, no era una herida en la carne, sino más bien una punzada fría que le atravesaba el corazón.

El sonido de murmullos y pisadas se aproximaban a la cabaña, poco a poco los aldeanos rodeaban su casa.

Ion buscó entre sus cosas ropa limpia. Con suma dificultad, logro quitarse las flechas de la espalda y colocarse unos vendajes. Vistió pantalones ligeros y una chaqueta que le exponía el pecho, se cubrió también los antebrazos y las manos, luego apretó con fuerza un par de zapatos nuevos que guardaba para cuando su antiguo calzado de cazador se desgastase.

―¡Sal de ahí, monstruo! ―gritó un hombre.

―Esta vez no vas a escapar, estás rodeado ―dijo otro hombre.

Ese día el hombre conocido como Ion Omh había muerto junto a su familia. Ese hombre que quedaba dudaba de sí mismo, ni siquiera él sabía si podría considerarse un hombre. Pero de algo estaba seguro, tenía una palabra grabada en la cabeza: «Zambara».

Cogió una de sus lanzas, rezándole a los dioses.

―Padre Ohk, Madre Oah… perdónenme por lo que hice y por lo que estoy a punto de hacer ―dijo en voz baja, posando la vara de la lanza en su frente―. Llénenme de fuerzas en este camino sombrío que ahora tengo como sendero ―pronunció abriendo los ojos.

Su mirada había cambiado, el ambarino color de sus ojos seguía ahí, pero aquello que reflejaba estaba vacío, dolido, amargo… sediento.

Al poner un pie fuera de la cabaña, la multitud de hombres guardó silencio ante Ion. El hombre que salió, no era el mismo hombre cobarde que perseguían, sintieron la rabia en su mirada, les paralizaba los huesos, el miedo les recorría la médula.

Instintivamente algunos hombres retrocedieron unos pasos, les temblaba la mandíbula. Observar a Ion directo a los ojos era como mirar a una bestia a punto de atacar, y eso fue lo que sucedió.

FIN

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