Mr. Cino 🍀
ÍNDICE
PARTE I
El sol desde aquella colina iba descendiendo de a poco, los rayos ambarinos chocaban con el monte desprendiendo un precioso y natural colorido anaranjado con violeta. La silueta del árbol en la montañita se dibujaba hasta el autobús escolar, que se estacionaba en la carretera.
Los estudiantes bajaban emocionados, recorrían la campiña disfrutando de lo que quedaba del atardecer. Algunos subían hasta lo alto de la ladera de la colina, para tomarse fotos con el majestuoso árbol que hacía tan famoso ese lugar.
Rodeado por una pequeña cerca, el antiguo árbol reposaba recibiendo la calidez del resplandor. Una guía escolar relataba la historia de la colina, pero muy pocos estudiantes le prestaban atención. No fue hasta que la historia mencionó a un engañoso duende, que algunos alumnos se interesaron por el tema.
El cuento narraba las divertidas y nefastas bromas de un ser mágico; molestaba a niños y adultos por igual. El duende llamado Mr. Cino, recolectaba monedas de todas partes y un día para esconder su preciado tesoro, sembró un árbol que creció y creció junto a la colina. El hombrecito escondió sus monedas en las raíces del fondo de la montañita y maldeciría a todo aquel que osara robar su tesoro.
―Esa historia me gusta más que la del caldero al final del arcoíris ―mencionó uno de los chicos.
―Igual eres un tonto si crees en alguna de las dos ―dijo otro chico, fomentando una risa grupal.
Continuaron con las fotografías y el recorrido por el lugar. Diana paseaba por el borde de la cerquita del árbol, bordeaba el majestuoso tronco, observando los hermosos tréboles que crecían alrededor de las gruesas raíces.
Un pequeño resplandor rebotaba en el suelo, una estrellita que titilaba junto al color verde de las hojas, una gota del sol caída junto al árbol.
Cuando Diana se acercó, detalló con asombro el mágico hallazgo que había conseguido. Debía de ser una especie de anomalía milagrosa, un espectacular fenómeno de la naturaleza, tan hermoso como un tesoro: un trébol de cuatro hojas. Pero no un trébol cualquiera, ¡era un trébol dorado!
Diana miró para ambos lados, asegurándose de que nadie la observara. Se agachó cuidadosamente, procurando que su falta no se enredara con la pequeña cerquita del árbol. Con su brazo extendido sobre la cerquita, sostuvo con el dedo pulgar y el índice el tallo del trébol dorado.
Quizá las coincidencias existen, pero Diana no olvidaría lo que sucedió en ese momento, porque después entendería que las casualidades no existen y que las causalidades sí; y algunas veces pueden ser aterradoras y nefastas. Justo cuando sus dedos arrancaron el hermoso trébol, el sonido que produjo el corte del tallo se sincronizó mágicamente con el sonido de un espantoso trueno en el cielo, ―que de pronto―, aniquiló el hermoso atardecer, envolviendo el cielo con nubes y relámpagos.
―No debiste hacer eso ―dijo una chica que observó a Diana desde lejos.
―¿Hacer qué? ―preguntó Diana mirando al suelo, y se escondió el trébol en el bolsillo de la falda.
―¿No escuchaste el cuento de la guía? ―Le respondió la chica con indiferencia. Sus ojos de cristal daban escalofríos―. Eso es robar… le estás robando al duende su tesoro.
―¿Su tesoro? ―Diana se mofó en su cara―. Los tesoros están al final del arcoíris en una olla con monedas de oro. Ah sí, se me olvidaba, ¡Y están en los cuentos de hadas! ―Y empujó a la chica para deshacerse de ella.
La chica cayó con su trasero ensuciándose la falda, pero no dijo nada. Luego de que Diana se marchó, la chica sonrió para sus adentros, tal vez ella si sabía de causalidades y no de casualidades.
PARTE II
Durante el viaje de regreso al instituto, los pubertos seguían jugando y haciéndose bromas dentro del autobús escolar. Diana movía los ojos cuidadosamente de lado a lado, estaba tan ansiosa de ver el trébol en su bolsillo, que se mordía los labios. Inclinaba la cabeza con suma delicadeza para que, ―con el rabillo del ojo―, pudiera observar un poco del brillo dorado en su bolsillo.
Su actitud rígida le pareció sospechosa, comenzó a relajarse pensando en otras cosas, aunque le fue muy difícil. Luego de unos segundos el mundo a su alrededor se silenciaba, todo fluía con una pausa encantadora, pero gris. El ambiente le parecía pesado y cansado, una extraña bruma trepaba por los asientos. Algo realmente raro ocurría, ―eso no era su imaginación―, todo estaba espeluznantemente callado, nocturno, oscuro y nublado. Comenzaba a llover.
Aunque había miradas por todas partes, Diana sentía una tensa presencia que la observaba. Una pequeña sombra se asomaba de repente huyendo de su campo visual, pero estaba por allí, escabulléndose entre los zapatos de sus compañeros de clases, corriendo y huyendo, mofándose de ella.
Diana comenzó a sudar, las gotitas frías recorrían su espalda. Se le humedecía la mano que rosaba el bolsillo con el tesoro robado.
―Devuélvelo ―dijo la chica de ojos cristalinos, que había advertido anteriormente a Diana.
Pero su voz no estaba tan cercana, Diana podía ver a la chica a varios asientos por delante de ella, pero por alguna razón su voz llegaba directo a los oídos. Esta vez la chica no sonaba como una advertencia, era una súplica, tenía miedo de algo, o más bien de alguien.
PARTE III
Pasaron los días. Diana permutaba su personalidad odiosa y osada. Ahora se le notaba nerviosa, cansada, con ojeras oscuras y pesadas; respiraba con fuerza, sudaba un montón y no prestaba atención a las clases.
Durante las noches no lograba conciliar el sueño fácilmente, apenas en la madrugada podía descansar. El mundo onírico en su cabeza le hacía jugarretas y le concedía un sinfín de pesadillas atormentadoras que no la dejaban en paz.
A ella no le importaba, tenía un tesoro inigualable, un hermoso pedazo de sol que nadie le podría quitar. Todos los días lo veía, aquel destello precioso y dorado en forma de trébol de cuatro hojas. Celosamente custodiado en su recámara, en una cajita de madera debajo de su ropa interior. Cuando Diana destapaba la cajita, la habitación se iluminaba como aquel atardecer cuando lo robó. Ella observaba enamorada y delirante ese trébol dorado.
Y aunque pareciese raro, un fenómeno extraño ocurría en su alcoba. Diana siempre había sido una chica desordenada y poco pulcra, pero su madre notaba como ahora cada centímetro de su habitación, estaba minuciosamente ordenado y limpio.
Cada polvo retirado, cada esquina lavaba y hasta se respiraba un delicioso olor campestre en el lugar. Pero todo iba empeorando, esa ala de la casa poco a poco se iba convirtiendo en una especie de invernadero; crecían plantas, entraban insectos, podía observarse hermosas flores y mariposas por todos lados. Una pequeña gramita hacía de alfombra en el suelo, parecía un sitio sacado de las páginas de una comarca de Tolkien.
Diana también empeoraba, su condición física iba en contraposición con aquella habitación de cuentos de hadas. La niña perdía peso y color en su piel, se le caía el cabello, se le arrugaban los labios y sus ojeras eran cada vez más grandes y oscuras.
Diana no hablaba con su madre, ―para aquellos días en realidad no hablaba con nadie―. Si contara lo que veía la crearían una lunática, más de lo que aparentaba.
Su terrible situación cobró venganza una específica noche; la noche en la que pudo ver a ese hombrecito. Y no una sombra borrosa como en sus pesadillas, no, esa noche Mr. Cino la visitó.
Como era de costumbre, esa noche las pesadillas no la dejaban dormir, todas iban acompañadas de una risita de fondo y una orden que dictaba: «Devuelve mi tesoro». Pero esa vez, la voz no llegaba desde el subconsciente, el tono agudo y siniestro venía de la realidad. Percibió el olor del aliento y el suave soplido del susurro en su oído.
Cuando despertó, el hombrecito estaba ahí en su cama, parado con los brazos cruzados en su espalda. Ya no era una sombra y aunque la luz no estaba encendida, lo veía perfectamente. Vestido con su trajecito verde y rojo, con un sombrero puntiagudo y con una inmensa barba roja espinosa.
Diana imaginaba a los duendes con caras bondadosas y bonachonas, quizá algunos sí eran así, pero Mr. Cino estaba enojado. Su rostro parecía la maldad encarnada en piel y huesos, un espantoso demonio encogido en su máxima expresión. Su mirada era negra y penetrante, sus ojos negros, profundos y sus pupilas amarillas se sentían como taladros. Sus dientecitos eran acolmillados y puntiagudos, muy gatunos y peligrosos, las manos también tenían uñas largas, brillantes y desafiantes.
―Te has portado mal, Dianita ―dijo la voz de Mr. Cino.
Estaba en la punta de la cama, pero ella lo escuchaba directo en sus orejas.
―Devuelve mi tesoro ―volvió a repetir―. Estoy cansado de esperar, Dianita ―decía el duendecito.
Diana estuvo paralizada hasta la médula, sus fuerzas ni siquiera daban para cubrirse con la sábana.
―Esta alcoba te comerá sino lo devuelves. Sé que está ahí en la cajita, pero no puedo abrirla porque es tuya ―señalaba Mr. Cino―. La alcoba te comerá, Dianita. Cuando te coma no voy a necesitar que devuelvas mi tesoro, porque yo mismo lo cogeré ―pronunció con una leve risita.
Diana seguía muda del miedo.
―¿No lo devolverás? ―Esta vez la voz del hombrecito venía con un tono más enfurecido―. Se te caerán las uñas y te crecerán de afuera hacía dentro, se te secará la piel, tus huesos se convertirán en corteza y tu cabello en raíces y hojas secas… Tu corazón será mi nuevo trébol, uno rojito y carmesí ―dictó su venganza y desapareció con un pestañeo.
PARTE IV
La madre de Diana notaba con preocupación cómo poco a poco decaía su desafortunada hija. ¿Qué le habría pasado? Pasó de ser una chica desastrosa a una adolescente extremadamente limpia, pero cada día parecía que tuviese un pie en el más allá. Los doctores no daban solución a sus malestares y desdichas, nadie encontraba explicación lógica a lo que ocurría en su habitación. Inclusive llamaron a brujos para exorcizar la casa, en caso de que algún espíritu la estuviese atormentando, pero nada funcionada.
Una noche, las pesadillas agravaron, fueron peores que nunca. Diana se desesperó y a la mañana siguiente, las uñas de sus manos comenzaban a caerse como hojas secas de un árbol; lo que seguía no tenía remedio, estaba cerca de cumplirse la maldición de Mr. Cino.
Corrió hacía la gaveta de su ropa interior y abrió la cajita de madera para sacar el trébol, pero lo que había adentro le disparó una decepcionante noticia. El trébol estaba marchito, sus brillos dorados estaban muertos; era gris y lleno de grietas. Había pasado mucho tiempo desde que lo contempló por última vez.
―Ya no hay vuelta atrás, Dianita ―escuchó decir, entre los pequeños árboles que crecían en su habitación.
Diana se desvaneció en el suelo, la vista se le nubló cayendo entre la grama y las flores. Comenzaba a despertar con dificultad, le dolían los dedos de las manos.
―Cariño, despierta. ―Diana escuchaba la voz de su madre―. Tienes una visita, una amiga vino a verte.
La moribunda adolescente apenas y lograba entender las palabras de su madre, venían desde lejos como susurros, a pesar de estar a centímetros de ella.
A los pocos minutos, Diana pestañó para volver en sí. Al borde de la cama vio una silueta, no era Mr. Cino, era mucho más grade y delgada. Era aquella chica del instituto, la chica con ojos de cristal.
―Hola, Diana. ¿Cómo te encuentras? ―preguntó la chica, quizá no sabía cómo iniciar la conversación. Diana se veía lo bastante deplorable como para preguntar eso.
Diana hablaba en susurros, imperceptibles e inentendibles.
―Yo te lo advertí, ¿Recuerdas? ―objetó la chica.
Se levantó de la cama recorriendo la flora y fauna en la habitación.
―Sé que tu madre ha hecho todo lo posible para ayudarte: doctores, brujos, chamanes. Ha llamado de todo, pero tú y yo sabemos que Mr. Cino no es un fantasma. Solo hay una forma de alejarlo de aquí ―se detuvo observando una flor, en la corteza del árbol más grade de la habitación.
Diana pestañaba con dificultad, pero logró levantar la mano y señalar la gaveta semiabierta de su mueble. La chica comprendió el mensaje y se acercó, escudriñó encontrando la cajita con el trébol muerto.
―Fuiste una necia sin remedio, Diana. No debería ayudarte ―dijo detallando el trébol muerto en sus dedos―. Pero lo haré por tu madre. Todavía hay una solución, una forma de deshacerse de Mr. Cino ―pronunció con cuidado.
La chica salió de la habitación buscando a la madre de Diana. Después de una larga charla, la preocupada progenitora se llevaba las manos a la boca, escuchando la explicación de la chica con ojos de cristal.
―Los duendes son seres muy limpios y pulcros, seguro notó que el cuarto de Diana se encontraba muy limpio antes de convertirse en esto ―explicó la chica.
―Sí, muy limpio. Diana nunca fue así ―afirmaba la madre.
―Esa es una labor de los duendes, hay algunos zapateros, hay otros obsesivos con la limpieza. Por suerte para Diana, le tocó un limpiador. Aquí viene la solución, señora… Hay cosas que los duendes no soportan limpiar. ―La chica habló en un tono más bajo.
―Haremos lo que sea ―juró la señora madre.
―Es la única solución que tenemos, tendrá que ayudar a Diana a hacerlo. El duende no lo soportará, el asco lo espantará de inmediato ―remataba explicando.
―¿Qué tiene que hacer? ―La madre se desesperaba.
―Diana va a tener que cagarse encima. ―La chica fue directo al grano, sin tapujos, ni vacilación―. Busque una sábana blanca para la cama, la más limpia y blanca que tenga. Haga que Diana coma mucho, cosas que le aflojen el estómago, que las heces se vean difíciles de limpiar, ya sabe, como si fuese diarrea ―hablaba muy en serio.
―Quieres que ella evacue en la cama… ―La madre se llevó la mano a la boca―. Está bien… sí esa es la solución, yo ayudaré a Diana ―aceptó con vergüenza.
La chica con ojos de cristal dio un último vistazo a Diana, recorrió la casa y se marchó. Ahora todo dependía de la fuerza de voluntad familiar.
PARTE V
Al día siguiente, la madre de Diana inició los preparativos para su hija. Por la mañana después de levantarse, le dio de beber a Diana una bebida hecha con avena y chocolate. Para el desayuno, unas tostadas de pan con huevo revuelto.
La madre le rogaba que aguantase las ganas de evacuar hasta después del almuerzo. Durante la comida, le sirvió granos negros, carne molida y ensalada de remolacha, acompañados con un espeso jugo de banana muy frío.
Eso ya debía de ser suficiente para cargar un buen peso en los intestinos de Diana. Pasaron las horas y finalmente la adolescente sintió cólicos en la barriga. Madre e hija se prepararon psicológicamente y físicamente para la siguiente labor.
Las sábanas de la cama estaban tan limpias, que podrían ser tan blancas como nieve recién caída del cielo. Diana se bajó los pantalones y la ropa interior, su madre la ayudó a sostenerse de pie encima de la cama.
En cámara lenta, la cadera de Diana fue bajando y bajando, la chica quedó en cuclillas. Madre e hija compartían un extraño sentimiento, ese especial vínculo familiar que se siente cuando una madre acompaña a la hija en un parto. Pero lo que saldría de Diana era algo completamente adverso y distinto; las heces se asomaron desde el ano de la chica y una cascada de aberraciones comenzaron a desparramarse encima de la más limpia de las sábanas.
El asqueroso sonido aniquilaba la belleza natural de la habitación. La flora moría con cada claustro fecal, los insectos se espantaban, entre tanto el torrente maloliente y pútrido de Diana seguía saliendo de su trasero.
A Diana y a su madre se le embarraron los pies encima de la cama. El hedor era insoportable, se sentían asqueadas, pero valió la pena. Diana pudo ver por última vez a Mr. Cino detrás de uno de los arbolitos de su cuarto; la cara del duende era un arte magistral. Diana nunca había visto una expresión de asco tan monstruosa y deformada como esa. Al pobre hombrecito le dieron arcadas y se tapó la boca.
Con un toque mágico, el pequeño duende chasqueo los dedos, ―hubo unos destellos verdosos y amarillentos―, y Mr. Cino se fue para siempre.
Parecía mentira, pero justo en el momento que el hombrecito se marchó, la mirada de Diana recuperó una lucidez robada. Ella era una chica nueva, una chica cambiada y despojada de sus males pecaminosos, avaros y codiciosos.
A partir de ese momento, Diana aprendió una lección de humildad como ninguna otra. Tratar bien a las personas sería su nuevo fundamento, especialmente a aquella chica con ojos de cristal que le salvó la vida. Pero principalmente, nunca olvidaría aquel ser mágico que casi se lleva su vida, nunca olvidaría la cara de la causalidad que la cambió: Mr. Cino.
FIN